Kubrick y Aldiss, un desencuentro en la ciencia ficción

Teddy, el osito androide de Kubrick

La historia está llena de amistades que se forjan a partir de intereses comunes y que luego, debido a las personalidades o circunstancias, derivan en rupturas amargas. Una relación de esta naturaleza es la que inspiró la película «Un método peligroso» de David Cronenberg, basada en el encuentro entre Sigmund Freud y Carl Jung. También la ciencia ficción ha conocido estas relaciones, que empiezan como un genuino interés por el otro y terminan en lamentables  desencuentros. Este fue el caso del escritor de ciencia ficción Brian Aldiss y el director de cine Stanley Kubrick, a quien Aldiss alguna vez calificó como «el más grande cineasta de ciencia ficción de nuestra era». 

El encuentro se produce a mediados de los 70 cuando Kubrick llama a Aldiss interesado por su trabajo, pero también deseando volver a rodar algo del género de ciencia ficción después de Barry Lydon. Se conocen, comparten ideas,  pasiones y finalmente encuentran un objetivo en el que los dos puedan sacar lo máximo de su genio: sería la adaptación a cine de un cuento corto de Aldiss llamado: «los superjuguetes duran todo el verano»

Kubrick compra los derechos del cuento y emprenden una adaptación que nunca llegaría a suceder: Inteligencia Artificial, cinta que terminó por dirigirla Steven Spielberg y estrenarla al público en el simbólico año de 2001.

Compartimos íntegramente la versión de la historia de Aldiss, escrita en el prólogo del libro: «Los superjuguetes duran todo el verano y otras historias del futuro».  Una versión distinta, y con mayor distancia, se puede encontrar en el texto de otro escritor británico de ciencia ficción, Ian Watson (a quien casualmente Aldiss odiaba), a quien Kubrick quiso encomendar la tarea de la adaptación del cuento al encontrarse frustrado por los pocos avances logrados con Aldiss: El fontanero de Kubrick.

Este es un texto del que ningún aficionado a la ciencia ficción, ni al cine,  debería prescindir (pues está lleno de comentarios sobre el género, el cine, el método de Kubrick, la inteligencia artificial, la naturaleza del genio, la independencia, los androides y una probable anticipación de la caída del muro).

INTENTAR COMPLACER

Por Brian Aldiss

<<Los superjuguetes duran todo el verano>> es la historia de un niño que, haga lo que haga, no consigue complacer a su madre. Esto le deja perplejo, pues no se da cuenta de que es un androide, una ingeniosa máquina dotada de inteligencia artificial, al igual que su único aliado, su osito de peluche.

Ésta es la historia que tanto impresionó a Stanley Kubrick. Estaba ansioso por convertirla en película. Después de cierta persuasión, le vendí los derechos cinematográficos. Trabajé con él en un posible guión.

Sé que no resultará sorprendente: era genial pero exigente. Al fin y al cabo se había ganado a pulso su independencia. 
Stanley era tan exigente consigo mismo como con los demás.

Vi un ejemplo de esta independencia cuando la plana mayor de Warner Brothers quiso entrevistarse con Kubrick. Aduciendo su miedo a volar, Kubrick consiguió que la plana mayor, de cuyo apoyo económico dependía, fuera a Londres. Una vez en la ciudad, le invitaron a visitarles en el hotel. Kubrick dijo que estaba demasiado ocupado. De modo que Warner Brothers se desplazó hasta St. Albans para verle.

El trato de la servidumbre era idéntico al de su patrón: genial pero exigente. No necesitaba solo conservar su independencia, sino alimentar su mito, el mito de un genio ermitaño, creativo pero excéntrico.

Mi relación con Stanley fue cordial. Mencioné sus tres películas de ciencia ficción en mi historia de este género Billion Year Spree, y comenté que ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, 2001: una odisea del espacio y La naranja mecánica le convertían en <el más grande cineasta de ciencia ficción de nuestra era>>. Kubrick compró el libro y se quedó complacido por el comentario.

Me telefoneó un día, a mediados de los setenta. Su llamada me sorprendió. Se lanzó a un largo monólogo, supongo que para poner a prueba mi capacidad de escucha. En cualquier caso, debí de superar la prueba, porque me invitó a comer con él. Nos citamos en julio de 1976 y comimos en un restaurante de Boreham Wood.

En aquel tiempo, Kubrick se parecía al Che Guevara, ataviado con botas, uniforme de camuflaje, boina sobre el cabello rizado y barba. Hablamos de cine, de ciencia ficción, y bebimos. Fue una conversación de lo más agradable, que se prolongó durante mucho rato.

El año anterior se había estrenado su Barry Lyndon. Aunque la fotografía es de una belleza sin parangón, su frialdad glacial no gustó al público. Tal vez Kubrick no estaba seguro de qué rodar a continuación. Nuestra relación era cordial. Durante los años siguientes nos encontramos una o dos veces para comer, y siempre discutíamos sobre qué clase de película podría tener éxito.

Yo recomendaba que filmara Tiempo de Marte, una novela de Philip. K. Dick escrita en los años sesenta. A Stanley no le interesaba. Después dediqué dos años de mi vida a intentar que esta novela fuera llevada a la pantalla, y coescribí el guión con mi agente de entonces, Frank Hatherley.

Mi esposa Margaret y yo fuimos un par de veces a Castle Kubrick y comimos con Stanley y su mujer artista, Christiane, cuyos alegres lienzos iluminaban muchas paredes. A Stanley le gustaban mucho los actores, y admiraba a bastantes. Pensaba que Peter Sellars era un genio. Tenía un repertorio de actores en los que confiaba, como Sterling Hayden, Philip Stone, Norman Rossiter y Sellers.

<<No necesitas este diálogo—dijo en una ocasión—. Elimínalo. Un buen actor puede transmitirlo todo con una mirada.>>

Mientras rodaba El resplandor de Stephen King se mostró muy esquivo. Reapareció de nuevo en agosto de 1982, y se refirió en una carta a nuestra comida anterior, cuando <pasamos casi todo el rato hablando de La guerra de las galaxias, y de por qué los cuentos de hadas tontos podían constituir una forma de arte>>. La verdad era que nos habíamos enzarzado en una conversación absorbente, intentando enumerar os elementos que convertirían una película de ciencia ficción estilo cuento de hadas en un éxito. Estos elementos incluían a un muchacho de origen humilde que va a luchar contra un mal monstruoso, un grupo de variopintos tipos malos, diversos desafíos superados con éxito, el mal derrotado contra toda posibilidad, y el desposorio del muchacho con la princesa. Después nos echamos a reír: habíamos plasmado La guerra de las galaxias casi al pie de la letra.

Esa carta de Stanley continuaba hablando de mi relato <Superjuguetes>. A petición de Stanley, le había enviado dos o tres de mis libros, incluyendo El tapiz de Malacia y El momento del eclipse, una colección de mis relatos cortos publicados por Faber & Faber que contiene <<Los superjuguetes duran todo el verano>>. Stanley escribió: <<No obstante, lo que me ha quedado grabado es la convicción permanente de que el relato corto es un estupendo principio de una historia más larga, pero por desgracia no se me ocurre como podría desarrollarse. En cualquier caso, empiezo a pensar que el inconsciente no se pone a trabajar en algo que no posee…>>

Este relato (una viñeta en realidad) se publicó por primera vez en Harper´s Bazaar en diciembre de 1969. En 1982, yo tenía que solucionar ciertos problemas de impuestos, de modo que vendí a regañadientes mi relato a Kubrick. Compró casi todos los derechos. Recuerdo que la frase <a perpetuidad> aparecia muchas veces en el contrato. Mirando en retrospectiva, es fácil ver que poseer el relato no afectó a los procesos creativos de Kubrick. Seguía sin poder convertirlo en película.

Después de mucho toma y daca entre los agentes, el contrato de firmó en noviembre de 1982. Fui a trabajar con él en el guión.

Cada día, una limusina se detenía ante mi puerta de Boan Hill y me conducía a Castle Kubrick, una mansión situada en las afueras de St. Albans. Muchas veces, Stanley había pasado la mitad de la noche en vela, vagando por las grandes y desoladas estancias repletas de aparatos. Se materializaba hecho polvo y decía: <<Vamos a respirar un poco de aire puro, Brian.>>

Abríamos una puerta que daba a sus ondulantes hectáreas de terreno. Stanley encendía un cigarrillo. Paseábamos la mitad de la longitud de un campo de cricket, y Stanley ya estaba echando los bofes. <<Basta por hoy de aire puro>>, decía. Entrábamos y nos encerrábamos durante el resto del día. Era una especie de broma. Nuestra relación también era una especie de broma.

En un momento dado, después de incorporar un nuevo personaje al guión, Stanley preguntó: Brian <<¿qué hace la gente que no rueda películas y escribe ciencia ficción?>> Era muy inteligente, un hombre entregado completamente a su arte. Por desgracia, su impaciencia no permitía discusiones ni considerar otras líneas de desarrollo que no fueran de su agrado.

Al principio, yo era incapaz de imaginar cómo se podía transformar aquella viñeta en una película a gran escala. Una mañana a la hora del desayuno, lo vi de repente. << ¡Ya lo tengo!>> dije a Margaret. Telefoneé a Stanley. <<Ven a casa>>, dijo.

Fui se lo conté. No le gustó.

Y así terminó la historia. Jamás aceptaba algo a medias, ni le daba la vuelta para ver si poseía algún mérito. Si bien esto era característico del hombre sagaz, tal vez este modo de abordar las cosas indicaba cierta debilidad.

Como un presagio ominoso, cuando fui a trabajar con él por primera vez me regalo un ejemplar bellamente ilustrado de Pinocho. Yo no podía, o no quería, ver los paralelismos entre David, mi androide de cinco años de edad, y el ser de madera que se transformaba en humano. Pero Stanley deseaba que David se convirtiera en humano, y también deseaba que el hada buena se materializara. Nunca reescribas de forma consciente cuentos de hadas antiguos, decía yo.

Trabajar con Stanley fue muy instructivo. Mi problema consistía en que yo había disfrutado de mi independencia durante treinta años. No me gustaba trabajar con nadie, y menos bajo sus órdenes. Nuestra relación era cordial. Si nos atascábamos, íbamos a dar un paseo y a saludar a Christiane. Solía pintar en una enorme sala vacía, con magníficos ventanales que daban a la propiedad de Kubrick. A Stanley le gustaba preparar nuestra comida, que consistía por lo general en filete con judías verdes.

Yo me había negado a ver mi viñeta como una película a gran escala. Stanley me tranquilizó. Dijo que era más fácil alargar un relato breve que encoger una novela hasta los límites de una película. Una película contenía, a lo sumo, sesenta escenas, mientras que una novela podía contener centenares, que se fundían unas con otras sin el menor problema.

Además, dijó, había cogido el relato breve de Arthur C. Clarke <<El centinela >>, de dos mil palabras, al igual que <<superjuguetes>> y lo había transformado en un largometraje. Podíamos hacer lo mismo con mi historia. Sólo más tarde comprendí el error de este razonamiento: mientras el relato de Arthur mira hacia afuera, hacia el sistema solar, el mío mira hacia adentro.

Nos pusimos a trabajar en serio. Cada día, yo anotaba nuestros progresos en un cuaderno rojo. Cuando volvía a casa por la noche, Margaret y yo hablábamos de cosas mientras tomábamos una copa. Después cenábamos, y luego yo iba al estudio y transcribía las notas en forma de guión sin diálogos, como insistía Stanley. Enviaba por fax estos párrafos a Stanley. En aquella época, todavía era poco usual tener fax; no habríamos podido trabajar sin él.

Una vez terminada la tarea, anotaba en un diario personal los acontecimientos y no acontecimientos del día. Por ejemplo, llegó aquella semana en que dio la impresión de que el mundo se precipitaba hacia una época de recesión. Stanley vigilaba la bolsa con insistencia. Un día, entró en la habitación donde yo estaba trabajando y me aconsejó con aire sombrío: <<Brian, deberías vender todas tus acciones y valores y comprar lingotes de oro>>. Mi único lingote de oro habría sido del tamaño de un chicle.

Al día siguiente, cuando nos reuníamos, igual desechaba por completo el trabajo del día anterior. No me extraña que fumáramos como carreteros y bebiéramos litros de café…

Pero durante una temporada todo fue bien. Escribí un episodio de hilazón titulado <<Taken Out>> en febrero de 1983, y se lo envié por fax. Me telefoneó entusiasmado.<<Es brillante. Estoy impresionado. La forma de narrar ciencia ficción ha de ser como si todo fuera normal, sin necesidad de explicar nada.>>

Yo: <<En otras palabras, tratar al lector/espectador como si viviera en el mundo futuro que estás describiendo.>>

Stanley: <<Supongo que sí, sin abundar en todos esos detalles científicos…>>

Yo: <<Cuanto más explicas menos convincente resultas.>>

Stanley: <<Parece que tienes dos formas de escribir: una brillante y la otra no tan buena.>>

Tuvimos nuestras discusiones. Nunca lo volví a complacer tanto como con «Taken Out». Aunque solíamos reír bastante mientras trabajamos no hicimos progresos.

Stanley no quería ni oír hablar de mi confianza en la narración. Con la excusa de que una película puede contener un máximo de sesenta escenas, afirmaba que una película sólo necesitaba <<ocho unidades no sumergibles>>, como él las llamaba (llegamos a tres antes de romper,  adaptando dos de mis primeros cuentos, <<All of the World’s Tears>> y <<Blighted Profile>> al hilo conductor del relato breve original).

Este método de unidades no sumergibles aparecen en 2001. Parte del misterio de la cinta deriva de los contrastes entre sus secciones tan diferentes. El método se muestra mejor en El resplandor. En esta película, letreros que anuncian <<Un mes después>>, o simplemente, <<Martes, cuatro de la tarde>>,a visan al público que algo espantoso va a suceder en estas ocasiones, y de que Jack Nicholson va a estar más pasado de rosca que antes.

Stanley era un hombre reservado. Nunca hablaba de los proyectos en que estaba trabajando. El libro más perspicaz sobre la obra de Kubrick es Kubrick: Inside a Film Artist’s Maze, de Thomas Allen Nelson (1982). Nelson aporta explicaciones convincentes de lo que otros consideran simples inconsistencias, y aduce que aparecen en cualquier relato de terror. De todos modos, la película habría mejorado si se hubiera matizado el personaje de Wendy Torrance (interpretado por Shelley Duvall). En mi opinión, la dama en cuestión farfulla en exceso.

Fue sorprendente descubrir que Stanley no sabía muy bien lo que quería hacer a continuación. Me preguntó qué tipo de película podía hacer, capaz de emular las recaudaciones de La Guerra de las galaxias, y que al mismo tiempo le permitiera conservar su reputación de tener conciencia social.

Cuando llegué a Castle Kubrick, en una ocasión, sólo hablaba de E.T de Steven Spielberg. Tal vez admiraba el hecho de que estaba rodada desde la altura de la cadera para imitar la visión del niño, al igual que El resplandor está rodada con Steadicam desde el punto de vista del pequeño Danny Torrance. Amaba las películas de ciencia ficción. Vimos Blade Runner de Ridley Scott, en laser disc.

Stanley estaba convencido de que algún día la inteligencia artificial se impondría y la humanidad quedaría superada. Los humanos no eran muy de fiar, no eran bastante inteligentes.

Durante uno de nuestros frecuentes baches creativos, discutíamos la posibilidad de que la Unión Soviética se viniera abajo y Occidente enviara tanques robot y androides para salvar lo posible. Era un acontecimiento dramático que estimulaba nuestra imaginación. Era era en 1982. Vaticinamos que habría un colapso económico en la URSS, pero ¿cómo ocurriría? ¿Cuáles serían las circunstancias?

Al cabo de uno o dos días, abandonamos la idea. Pero supongamos que hubiéramos imaginado los acontecimientos y sido capaces de recrear los verdaderos acontecimientos de 1989, de los cuales sólo nos separaban siete años. Supongamos que hubiéramos creado un símil de Gorbachov como presidente de la Unión Soviética, hubiéramos mostrado a Hungría abriendo sus puertas para que los alemanes del este entraran en Berlín y en el lado del oeste, hubiéramos mostrado la caída del muro de Berlín, a los gobiernos comunistas votando el fin de su régimen, a dictadores ejecutados, el final de la guerra fría, y el mayor movimiento, en un solo día, de los pueblos europeos. De hecho, un movimiento único en la historia del mundo.

¿Y si lo hubiéramos llevado a la pantalla en 1982? Nadie lo hubiera creído. Hasta la ciencia ficción es el arte de lo verosímil. Los críticos habrían dicho: ahí reside la debilidad de la ciencia ficción. Es la vida real la que se apodera del arte de lo increíble, como sucedió a finales de los ochenta, y aún lo hace con la ascensión y expansión de la Unión Europea.

Los años pasaron no íbamos a ningún sitio. La impaciencia de Stanley aumentó. El hada buena se levantaba de entre los muertos. Yo tenía la sensación de que me estaba engullendo, mientras al mismo tiempo intentaba seguir siendo marido y padre.

Stanley intuía el problema clave en David, el niño androide. David podía crearse mediante efectos especiales, pero el perfeccionismo de Stanley, sugería que tal vez debería construirse un androide real. Profundizamos en esa posibilidad. El primer problema tecnológico que debíamos superar era conseguir que el niño caminara de una forma que recordará a un niño de verdad, que andara, se diera la vuelta, se sentara, etcétera. La tecnología cinematográfica ha progresado desde entonces. En la actualidad, la simulación por ordenador se encargaría de la tarea.

En 1987 se estrenó La chaqueta metálica. Esta tardía visión de la guerra de Vietnam fue un éxito en Japón, pero menos en el resto del mundo. Con la ayuda de 36 palmeras importadas de España, Kubrick creó Vietnam en el interior de las ruinas de un descampado en el East End de Londres (antes de la construcción de Canary Wharf). <<Es casi imposible construir ruinas plausibles –afirmaba Stanley-. Y los ocasos invernales de Londres se parecen a los de Vietnam.>> Los actores desnudos fueron filmados en pleno invierno, con calefactores fuera de cámara para que  no se les pusiera piel de gallina. ¡Ay, la magia del cine!

En 1990 surgieron dificultades entre nosotros. Agentes y abogados intercambiaron cartas. Stanley y yo habíamos inundado Nueva York, para que el hada buena surgiera de las profundidades. Intenté convencer a Stanley de que debía crear un gran mito moderno que rivalizara con Teléfono Rojo y 2001, de que debía desechar el cuento de hadas.

Fue absurdo por mi parte. Fui expulsado de la película.

Nunca se despidió de mi o pronunció una palabra de agradecimiento. Encendió otro cigarrillo, me dio la espalda, y <<Superjuguetes>> fue rebautizado <<AI>>, aunque él no conseguiría jamás rodarla.

En Stanley convivían dos tipos de genios. Junto con sus películas, tan variadas, poseía el don de alejar al mundo de su puerta creativa y cultivar su leyenda de ermitaño. Siempre supo que el tiempo era breve.

Los genios no se molestan con las cortesías normales. Tienen otras cosas en la cabeza. Es mejor no tomarse a mal sus hábitos mezquinos. Ni siquiera Arthur C. Clarke, el colaborador de Stanley en 2001, pudo convertir mi viñeta en una película. Eso nos enseña una lección aunque no se muy bien cuál.

Fue un alivio seguir mi camino de nuevo. Durante algunos años había sido alguno de los tentáculos de Kubrick. Tenía muchos. En una ocasión, estábamos luchando con la idea de utilizar un auténtico niño androide. Sería toda una proeza. Stanley afirmaba que los norteamericanos sólo veían a los robots como amenazas. Pero los japoneses sí adoraban a los robots, de modo que ellos proporcionarían los genios de la electrónica que construirían los primeros androides auténticos. Convocó a Tony Frewin, su fiel mano derecha.

-Ponme con Mitsubishi.

(Digamos que era Mitsubishi, pues he olvidado de qué empresa se trataba.)

-¿Con quién quieres hablar de Mitsubishi, Stanley?

– Ponme con el señor Mitsubishi.

Un rato después, el teléfono sonó. Stanley descolgó.

-¿El señor Stanley Kubrick? – dijo una voz al otro extremo de la línea-. ¿En qué puedo ayudarle?

Todo el mundo conocía el nombre de Stanley Kubrick. Cabía esperar que un hombre así no fuera como los demás mortales.

¿Por qué no se rodó <<Superjuguetes>>? La gente que me sucedió, y fracasó a su vez, se vio obligada a trabajar siguiendo las directrices trazadas por Stanley Kubrick.

Creo que estaba equivocado en algo básico. Obsesionado por las películas de ciencia ficción que arrasaban en taquilla, estaba decido a trasladar mi escenario doméstico a la galaxia. Al fin y al cabo, había hecho lo mismo con el relato de Clarke y conseguido un gran éxito.

Pero, para empezar, como ya dije, <<El centinela>> mira hacia afuera. Habla de un misterio exterior, mientras que <<Superjuguetes>> habla de un misterio interior. David sufre porque no sabe que es una máquina. Éste es el verdadero drama. Como Mary Shelley dijo de su Frankenstein, <<habla a los temores misteriosos de nuestra naturaleza>>.

La posible película de <<Superjuguetes>> debería plasmar a David enfrentando a su naturaleza real. Descubrir que uno es una máquina supone una gran conmoción. Funciona mal. Tal vez su padre le lleve a una máquina donde se encontrará a mil androides idénticos alineados. ¿Se autodestruye? El público debería estar sometido a un tenso y alarmante drama claustrofóbico, para afrontar las preguntas finales: <«Importa que David sea una máquina? ¿Debería importar? ¿Hasta qué punto somos todos máquinas?>

Detrás de estos rompecabezas metafísicos queda una sencilla historia, la historia que atrajo a Stanley Kubrick, la de un niño que no puede complacer a su madre. Una historia de amor rechazado.

Stanley Kubrick murió en 1999. El hombre misterioso fue noticia. Me cansé de conceder entrevistas filmadas. Estaba intentando escribir una novela. Se me ocurrió volver a leer <<Superjuguetes>>. Y luego me descubrí contándome lo que sucedía después. Treinta años después de aquella primera entrega, escribí un segundo relato, continuando las aventuras de David y Teddy.

Recibí una visita. Un visitante muy simpático, Jan Harlan, el cuñado y socio de Stanley. Jan quería que apareciera en un documental que estaba rodando sobre la vida de Kubrick. Al final de la tarde le di el nuevo relato, <<Los superjuguetes cuando llega el invierno>>.

Jan envió la historia a Steven Spielberg, quien ha heredado las obras inacabadas de Stanley.

Entretanto, yo había escrito a Spielberg. En una carta, sugería que David  debía encontrarse con mil réplicas de sí mismo. A Spielberg le gustó la idea y Jan ofreció comprar la frase que contenía la idea. Me encanta y divierte la idea de vender una frase, una sola frase, pero para entonces yo ya había imaginado cómo debería terminar el ciclo de David, y había escrito un tercer relato. Las tres historias contienen un esbozo de todo lo que se necesita para una película. Ni Nueva York inundado, ni hada buena, tan sólo un intenso y poderoso drama de amor e inteligencia.

Jan envío a Spielberg el relato <<Los superjuguetes en otras estaciones>>. Incluye la frase mágica.

Mediante un acuerdo amistoso con Warner Brothers, Spielberg, ha adquirido los tres relatos de los Superjuguetes.

Si bien me siento satisfecho de ser el único hombre que ha vendido relatos a dos directores de cine magnífico, Kubrick y Spielberg, tengo entendido que Spielberg ha accedido a rodar Superjuguetes, ahora titulado AI (Inteligencia Artificial), tal como Kubrick había previsto.

La película se estrenará, muy apropiadamente, en 2001.

ALDISS, Brian. «Los superjuguetes duran todo el verano y otras historias del futuro» Plaza & Janés: Barcelona, 2001.

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