Archive | marzo 2023

Oparin y el asteroide

Después de una noche de copiosa Diarrea, Alexander se apercibió del olor a fruta que expelían sus últimos excrementos. Semejaba el de las frutas podridas en las dachas. Vio el líquido amarronado, que reflotaba en el inodoro y pensó: este es el origen de una vida como la mía. Y mi vida es como la de Lenin y todas las demás vidas: una vida de mierda.
Supuso que si ponía este caldo en las elevadas alturas del planeta tierra hace años de allí podrían emerger aminoácidos del encadenamiento molecular de cada uno de los minerales. Le pidió a su esposa permiso para usar la estufa de la cocina y allí llevó una bolsa con el contenido de su deposición explosiva. La ciencia no daba espera. Y quería reproducir de manera casera el origen de la vida.
Con el caldo primordial en su punto y vertido en la olleta que servía para conservar a la leche tibia en las mañanas de invierno, Alexander subió al cuarto de sus experimentos. Evocó las clases del profesor Makarenko y le vino el oratorio «La creación» de Haydn; esta era la oportunidad de dar respuesta a ese bello arabesco musical, lleno de falaces proverbios del génesis y del paraíso de Milton.


En realidad solo con el materialismo histórico se captura lo vivo del pensamiento de Aristóteles. Contrario a esos monjes oscurantistas que solo tomaron lo más muerto de su sistema, el camarada Lenin, al ver surgir la vida desde este caldo, lo condecoraría con los más altos honores al servicio del noble comunismo, el futuro del planeta.
Lo aguzaba un fantasma, que no era el proclamado en el manifiesto como un futuro: ¿de qué culo saldría el caldo primordial? Sentado en su butaca de madera, apenas sumergido en el placer de aquella calurosa mañana de primavera, se preguntó si en su interior pervivían las más chapuceras creencias metafísicas. Justo cuando se daba por derrotado, el ventanal diminuto de su estudio estalló en mil pedazos; había caído adentro una piedra.
De maldecir a los chiquillos que cada tanto lo insultaban y le hacían daños por considerarlo un viejo malo y brujo, pasó al sobrecogimiento que sólo pudieron sentir Newton con la manzana caída en su porra o Flemming con ese sueño donde eyaculó hongos antibióticos.
El ingreso de esa piedra daba cuenta de que no era un culo del que manaba la diarrea sino de una entidad extraterrestre. Una piedra más valiosa que la de Rosetta; un meteorito que, con su incandescencia, puso en su punto a la diarrea y, al caer a la Tierra, el líquido se diseminó por las aguas casi amnióticas de este planeta que aún no acababa de nacer. El olor a fruta de las heces, lo condujo a un jardín edénico cuyo origen tenía explicaciones exoplanetarias, mucho más precisas que los versos hechos por algún hebreo enloquecido por el desierto.
Pero este tipo de poder foráneo amenazaba el ideal soviético, razón por la que el viejo, sabiendo que ese culo tenía dueño, prefirió callar y hacer creer a generaciones de estudiantes pajeros que todo se había dado originalmente acá en la tierra como un caldo con recado que se cocía en la misma olla hirviente
Cuál sería su sorpresa cuando, desde su tumba materialista, halló un documento publicado en una revista imperial que afirmó la presencia de uracilo en un asteroide: parte de su teoría estaba confirmada y no restaba sino su expansión a escalas galácticas.
Recogió la piedra caída en el suelo de su estudio. Se asomó por la venta y no vio a ningún niño que huyera: quizá era un mensaje del futuro, un futuro para él y la revolución. El cielo de primavera, despejado, auguraba una tarde desdichada con su esposa.
Ni la vida era originaria del planeta ni el alma moría con la materia ni el comunismo seria el futuro de los niños ausentes en su jardín
Ay Alexei, pobre Alexei.

 

Adiós, Álvaro Pablo Ortiz.

 

En el Mandiga vi primera vez al insigne docente de la cátedra rosarista, el excelentísimo Álvaro Pablo Ortiz, completamente ajeno a que no llegaría a esa charla sobre Geo von Lengerke en el ciclo de historias de emprendores santandereanos, hoy 17 de marzo, del 23 (hay fuego en el veintitrés). Como una chimenea andante que cultivaba con cariño su efisema pulmonar, él caminaba y yo supuse que pronto estaría, como dicen los latoneros, saliendo para pintura.

La pintura es la muerte, aclaro. Tan poco sabía que después de haberlo visto en el Mandinga  lo volvería a encontrar en las clases que impartía sobre historia de la segunda guerra mundial. Don Álvaro se llenaba de regocijo y cierto toque de sensualidad cuando se refería a las hermosas bestias rubias que embistieron al continente de sus más viejos amores. Y es que el peor castigo para don Álvaro fue haber nacido en una meseta llena de campesinos e indios ignorantes que lo único que tenían hitleriano era sus bigotes. Esto, más que requemor, da ternura, como cuando pasaba al lado de mi asiento llenándome de su vaho vaporoso y compartía conmigo un poco de la caspa que brotaba de su espesa barba blanquecina. Serán inolvidables los olvidables momentos en que sujetos proclives a la obsecuencia le llevaban su maletín de cuero en donde guardaba apuntes de otros personajes que para él eran una suerte de Aquiles, en versión infinitesimal, de la historia patria.

Dicen que  sus últimos días, ya viudo, fueron ocupados por el recocijo y el amor para con los animales, no tanto para sus semejantes, con los que entró en disputas por las más minias circunstancias. Imagino su casa como un zoológico domesticado en donde, entre dos gruesos volúmenes, reposa su melancolía una tortuga. La tortuga hoy extrañará al excelentísimo don Álvaro Pablo; aunque nosotros nunca hayamos convivido con él, también lo extrañaremos, no por sus iridiscencias sino por saber que hay alguien que tiene la desdicha de vivir en un lugar que no quiso, y que el día que volvamos al espacio vacío que dejó el Mandinga, ese vacío  estará acompañado por el fantasma del catedrático de historia más furioso que degustó un corrientazo en el centro de una ciudad más bien corrientona como Bogotá.

Adiós a los sueños de gloria. Todo se fue con el humo de don Álvaro Pablo. Y Gloria, la tendera, lo soñará sin recordar los sueños. Por eso repito: adiós a los sueños de Gloria.

Episodios cotidianos. Por Francesco Vitola

Crónicas bananeras

13/10/2022. Cada 7 de diciembre se recuerda la ominosa «masacre de las bananeras» ocurrida en 1928, y financiada por la United Fruit Company, hoy Chiquita. Se estima que aquel infame día fueron masacrados entre 1.000 y 2.000 trabajadores que protestaban exigiendo mejores condiciones laborales.

Durante décadas se ha intentado borrar ese suceso de la memoria colectiva colombiana, y de no haber sido porque García Márquez o Cepeda Samudio hablaron de ello en sus libros Cien años de soledad y La casa grande, quizás el suceso no habría trascendido de unos titulares escuetos en los diarios capitalinos de una república bananera. Desde que se eliminó la cátedra de Historia de las escuelas colombianas, la masacre de 1928 quedó relegada a libros descatalogados —con excepción de los antes mencionados— al tiempo que era minimizada por otras matanzas que la violencia del narcotráfico introdujo y volvió rutinarias.

Teniendo eso como contexto abordé la lectura el admirable libro de Roberto Herrscher. La estructura del libro es ingeniosa, entrecruza anotaciones propias del trabajo de campo, entrevistas a los antiguos empleados de las bananeras, datos historiográficos e incontables referencias bibliográficas, dando como resultado un reportaje novelado muy entretenido. Es una obra impredecible que remata con un giro hacia aspectos humanos que vinculan al autor con los personajes, logrando así que el lector conecte con el texto a nivel emocional.

Escrito de lo general a lo particular, el libro es a un tiempo reportaje novelado y libro de referencia, y por tanto, un documento valioso que ahonda en la historia de las compañías transnacionales que colonizaron y desarrollaron comercialmente a Centroamérica y el Caribe. Crónicas bananeras será un clásico del periodismo narrativo latinoamericano, lo amerita por permitirnos comprender la complejidad de nuestras «repúblicas bananeras».