Los de las luces

Por Nelson Barón

Se había dicho por semanas que eran amigables. Cada vez que conversamos con mi abuela Marina, ella me ha dicho que si estaban hechos de luz era porque debían necesariamente ser expresión de los ángeles y que si Dios hacía seres angelicales era porque él era bueno, y que si él era bueno (él más bueno, él único bueno, él todo bondad y comprensión) era porque todas sus creaciones eran perfectas, y solo lo imperfecto (lo que se apartaba de lo bueno, me acabó de repetir por teléfono esta mañana)  podría dañar a otros seres humanos.

 Pero ya poco importa si tengo dudas o creo en algo. Solo me afecta el hecho de haberlos encontrado anoche luego de revisar el aula donde se reúnen los escritores que están haciendo la historia de este museo y su apuesto líder barbudo que me coquetea aunque parezca indiferente.

 Ayúdenme. Tiendo a perderme en el relato. Ya recuerdo: los extraños seres estaban allá arriba del camino de piedras que viene a nosotros. Vayamos por el paraje solitario que va hacia el costado más norte del museo y tal vez los veamos. Camine (Bueno, no quieren ir; a Gustavo el jardinero sí le creen y a mí no. Yo tampoco les creeré ni ayudaré si me necesitan). Lo cierto es que se aparecieron de manera apacible, por lo menos hasta que yo llegué. Eran dos, hombre y mujer, y sostenían una vara como de fuego enrojecido, del mismo color que sus miembros inferiores, es decir de gamas y colores. Sus pies y piernas son de un rojo intenso (porque tienen piernas, ojos, boca, nariz, pelo, para que sepan, todo igualito a un humano de verdad), y luego van perdiendo ese colorido en el tronco hasta finalizar un color violeta, intercalados por algunos destellos azules. Chispean todo el tiempo. También se nota la diferencia, como en nosotros, entre hombre y mujer.

 Ya le explicaré. Se ha dicho que estamos en la era que representa un cambio trascendental en la humanidad. Se habló del 2010, pero también se habló de este año, del 2011, y yo creo más que está pasando justo hoy (está ocurriendo ahora toda esta serie de cambios cosmológicos y en la consciencia del hombre, todos los días lo consulto en la internet). Creo porque vi, creo porque se que lo que decían era cierto. Perdónenme, me pongo a divagar. Es que estoy muy alterada. No ha sido fácil, le repito, haber tenido esa experiencia. Retomo el relato (no me miren con esos ojos): la cuestión es que tienen envoltura humana de verdad, señora, pero también tienen la capacidad de perderla. Y lo que dijeron en las noticias es totalmente cierto. Que esos seres hayan aparecido en algún pueblo raro de Sri Lanka, en Venecia, en Singapur, y luego acá, cientos de ellos, es absolutamente extraño. A mí me da miedo, pero quiero ir a verlos.  Le contesto, doña, que es porque soy obstinada y que es por eso que quiero ir a su encuentro, así me maten. ¿Cuándo usted ha tenido la oportunidad de vivir una situación como esta?

 Le comentaba: ellos pierden su forma. Sus ojos siempre son violeta, todo su cuerpo son luces (quizá no me hice entender bien) y así permanecen hasta que su figura se extiende como si fuera una bola, de modo que ya no percibes ni las piernas ni los pies, nada, simplemente se hinchan (no me juzguen por emocionarme) y luego su cuerpo se transforma en una larga línea horizontal, roja como una brasa. Cuando se transformaron para partir del lugar solo se podían distinguir las dos focos color violeta que me observaban. De manera que eran dos líneas rojas (si eran rojas) y ya no sabías cuál era la hembra y cuál el macho.

 Quizá no lo dije. Cuando los vi, acababa de guardar las llaves en el depósito, llevaba la linterna. Entonces caminé hacia ese flanco del museo, el sector que queda más hacia el norte, porque vi una primera luz roja. ¿Una luciérnaga roja, pensé? Me aproxime a abrazarla y verla y saqué mi teléfono celular con cámara fotográfica, para tomarle la foto y no vi nada. Pero diez metros más al fondo, vi otra luz, quizá la misma, y luego esa luz se duplicaba, y luego las dos producían otras dos, hasta ver ocho, dieciséis, treinta y dos, sesenta y cuatro, ciento veintiocho, doscientas cincuenta y seis, una serie que se prolongaba indefinidamente. Sin darme cuenta la multiplicación tornaba forma en figuras humanas, y una de ellas (Ella), era que asía la vara. Intenté gritar pero no fui capaz de decir nada. Debo admitir que estaba aterrorizada. Entonces se me acercaron. No experimenté ningún cambio de temperatura. Me sujetaron y me revisaron los párpados. Yo solamente veía su cuerpo, pero sus ojos eran inexpresivos. Cuando me los sujetaron ahí si grité. Oré y me acordé de mi abuela, de las noticias, de las historias de los seres de luz y repetí que si eran de luz es porque eran buenos, pero su falta de expresividad no me devolvía el mismo mensaje. Forcejeé con ellos, pero fue inútil. No quemaban pero lastimaban. Tenían demasiada fuerza. Intenté correr pero él que tenía forma masculina estaba detrás de mí y me sujetaba desde atrás y la que parecía la mujer me alzaba el rostro y me lo rozaba con el lomo de la vara roja que llevaba como si computarizara algo en mi tez.

Así transcurrió todo hasta que los ojos de ella ya no resultaron tan lejanos. No eran amigables ni de enemistad, eran más bien de observación. Me asfixiaba aún el terror, pero ya había entrado en etapa de trance, por lo que el miedo era menos frenético. Quizá me dominaba la resignación por comprender que cualquier intento por pelear contra ellos sería inútil.

 La heladez se posó en mi cerebro, y tuve una experiencia anómala, pues aunque los tenía a ellos en frente y parecían comunicarse por señas (extraños cambios de orden de sus lumínicos dedos de la una hacia el otro), en mi mente asistía a la realización de infinitas operaciones aritméticas, desde las más simples a las más extrañas. Sobre todo veía cifras, vertidas en distintos lenguajes, Nuevamente me acercaban la vara a mi frente, y me asaltaban multiplicaciones y divisiones, y juegos de operaciones exponenciales que desconozco por completo. El último que recuerdo era de cuatro dígitos, algo así como dos mil ochocientos y pico. Pensé esta mañana que si apostaba en la lotería o el baloto ese número quizá me ganaría el gordo, pero como bien dijo usted, jefe (en caso de que crea en mi relato), eso más bien es el número de un año… 2800, ese es el año, ahora estoy segura.

 Hasta ahí recuerdo, me desmayé. Llamé a los de la televisión y me entrevistaron. Al llegar a casa, mi abuela Marina me reprendió. Habló de que eran almas perdidas. Comentó que seguramente eran los primeros seres que habitaron el museo del Chicó, antes de que fuera lo que es hoy. Dijo que yo era bienaventurada por Dios que escoge a sus seres más divinos para ver los fenómenos más preciosos (lo dijo con sus palabras de abuela). Me habló de fantasmas y de ángeles. También me habló de almas en pena. De extraterrestres. Yo le cerré la puerta. Dije resignada: abuela, sea lo que sea, Dios nos proteja de la ira de esos seres y me acosté a dormir. Yo les insisto, no me vayan a amarrar, por favor, no me pregunten de nuevo porque quiero ir a verlos. Mi única respuesta es: será porque es que soy muy obstinada.

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