La ficción inmobiliaria de Italo Calvino
«La especulación inmobiliaria» de Italo Calvino data de una fecha específica desde su inicio hasta su conclusión, que se manifiesta de forma clara al final: 5 de abril de 1956 – 12 de julio de 1957. Por lo tanto, se sitúa en un tiempo específico de la historia — la Italia que se reconstruía de la Post-Guerra— y un espacio exacto aunque nunca mencionado: La Riviera al norte de Italia, en el pueblo ***. ¿Y por qué nunca se menciona el pueblo? Por dos razones, no simples, pero comprensibles: Uno nunca menciona a quien ama, y tampoco nunca menciona a quien odia, pero tampoco menciona a quien teme. Por esta misma razón, fracasan los que gritan y grafitean: ¡Yo amo a Fulana!; pero por esta misma razón, a algunos políticos detestables se les refiere como los innombrables y ya, sin necesidad de mención alguna, todos saben de qué innombrable se trata y por qué no se le nombra. Pero como amor y odio suelen ir juntos, suponemos que el narrador, en este caso, prefirió dejar el nombre en blanco, como quien firma un cheque en blanco, y dejarlo a la imaginación, o falta de imaginación, del lector, y en su caso más próximo, los lectores de Italia, en concreto, los de la Riviera de Italia, y su mala consciencia.
Ya hablamos de tiempo y espacio, como si eso importara, porque el comentario de muchos lectores, haciendo un barrido rápido por Internet, es que a pesar de que la obra se empezara en 1956 y terminara en 1957, sigue siendo vigente y es universal; es decir, que la temática que aborda es la misma ahora como en ese entonces, aquí como allá; y la temática no va más lejos que la del título que precisa en ponernos de una vez en el meollo del asunto: la especulación inmobiliaria. ¿Ha cambiado mucho esta actividad desde ese entonces? En seguida, hablaremos del tipo de personajes que aparecen en la obra.
Dios en una novela de Olaf Stapledon
El misticismo y su tradición escrituraria es cercano a la ficción especulativa y no sólo por lecturas que reinterpreten textos bíblicos o poemas hechos por quienes tocaron el éxtasis: En 1944 el mundo pudo apreciar cómo el escritor inglés Olaf Stapledonen su novela Sirio hacía que un perro con un cerebro más inteligente que el de un humano promedipudiera intuir la presencia divina. Les presentamos la descripción que hace el propio ser, quizá mosntruoso en la medida que no es clasificable:
Di vueltas y vueltas, frotándome dolorosamente el lomo contra la pared cada vez que giraba sobre sí mismo, lanzando una dentellada a la cortina cada tez que pasaba ante ella. Todo aquello era simple afectación: yo representaba dramáticamente el papel de animal enjaulado. Las campanas de las iglesias y colegios sonaban cada cuarto de hora. El ruido de los coches se iba apagando con las sombras nocturnas. Recordé furiosamente el olor de Plaxy, amado y repulsivo; y el olor de mi última perra, dulce pero falso, promesa de un espíritu inexistente. Y luego, de pronto, el amable olor de ldwal y las ovejas envueltas en la bruma. Y el olor de Pugh, sudoroso y excitado. Los olores de la escarcha, de un día de estío, de viento marino, del viento del oeste cuando cambiaba al este. Rastros de liebres y conejos. El hedor irritante de un gato. El olor denso y suave del zorro. Los animales del circo. El cloroformo, y los bandidos. El débil olor del sufrimiento, que aprieta la garganta, y parece venir de un rincón desconocido del laboratorio.
Y bajo esta marea de olores, una corriente subterránea de sonidos: tonos de voces humanas, balidos de ovejas y corderos; el viento gimoteante o furioso; compases de música humana, y temas de mis propias canciones.
Toda mi vida fue una unión de olores y sonidos, y contactos, también. Pues sentí la mano de Plaxy en el cuello, y huesos que crujían entre mis dientes, y el lomo suave de una joven perdiguera que había conocido en Ffestiniog.
Pascal y Pitágoras retumban en un relato de ficción especulativa
Osvaldo González Real es un narrados, crítico de arte y poeta paraguayo que, a comienzos de la década de los setenta, urdió cuentos de ficción especulativa. Entre ellos hay homenajes a Bradbury (autor que González ha traducido a nuestro idioma), inspiraciones en los enunciados de Asimov, menciones a Archibald Mc Leish, Teilhard de Chardin y una búsqueda incansable de acercar los relatos a los hechos por Swift. Respecto a «La canción del hidrógeno» González Real dice que «se hubiera podido llamar «La Música de las Esferas», sitúo paradójicamente (al estilo de Pascal) la breve vida del hombre como solitario acorde musical en la inmensa sinfonía de la catedral del universo. Esta espléndida «cantata» generada por las radiaciones de los átomos de hidrógeno en el corazón de millones de galaxias, nos da la verdadera medida de la especie que, a pesar de sus limitaciones, pretende alcanzar -algún día- la inmortalidad. Como se ha dicho que «los poetas son las antenas de la raza», sostengo que a ellos corresponde descrifrar la inefable melodía- mensaje de las estrellas-, y no a los radiotelescopios de los aficionados.»
La canción del hidrógeno
«Los poetas son las antenas de la raza»
Ezra Pound
«Esa Galaxia en que vives gira una vez, cada 200 millones de años. En la próxima vuelta prepara tus antenas: quizá, entonces, podrás escucharme».
Epsilon Eridani
La nave semejaba un cristal de nieve flotando en el vacío. Los rayos del Sol rebotaban, simétricamente, sobre las cinco antenas de la cápsula. Los tripulantes, vestidos de blanco, llevaban escafandras oscuras para protegerse del intenso resplandor. Uno de ellos -el que parecía ser el jefe- liberó la cuerda, y el objeto cilíndrico comenzó a alejarse: lentamente al principio, luego a mayor velocidad. Transcurrieron unos segundos. ¡El artefacto había entrado en órbita!
Otra reseña sobre la entropía: La Estación de la calle Perdido de China Miéville
Otra reseña sobre la entropía:
La Estación de la calle Perdido [2000] por China Miéville.
Madrid: La factoría de ideas, 2001. 588 p. (Solaris ficción, 20)
Por: H. Augusto Botia*
En una entrevista de hace algunos años Miéville, a esa rancia pregunta de manual por la chispa que origina la escritura de varias de sus novelas emparentadas, solo responde: los monstruos. Ellos son la población de su mundo, mundo que tal vez sea un universo: Bas-Lag. Ficción que no aspira a épica ejemplarizante. Desde aquí podríamos desviarnos a comentar la opinión que dió del venerado y explotado Tolkien pero apenas dejo la referencia para que los lectores curiosos escarben.
La postura de Miéville sobre el porqué de su obra resulta bastante refrescante. Esto a causa de que no es la nuestra una época en que la imaginación utópica pueda cambiar esa idea escapadiza que llamamos realidad, ni que persigua algún lenguaje totalmente nuevo y en que prácticamente toda la producción cultural anglosajona, en especial la audiovisual, es reciclaje sin disimulo. Este libro acepta tales condiciones y en medio de la incertidumbre crea un lugar factible dado que en él lo familiar bordea la extrañeza. No finge ser un libro de otro tiempo.
El lazo entre este planeta azul y Bas-Lag es difuso, de seguro existe y sobre todo es de un retorcido sabor añejo. Ambas distopías parecen ahogarse en medio de procesos inacabados y seres monstruosos. Este es el paso que Miéville da cuando crea ese mundo familiarmente extraño. Va al corazón de la metáfora del mal como deformidad y la deja desnuda. No existe deformidad que indique maldad y sin embargo el dolor es la transgresión básica de la individualidad.
Así, los monstruos son los habitantes de una metrópolis abigarrada que igual compran sexo, ropa o materiales para hacer sus obras de arte, se organizan en redes de tráfico de sustancias ilegales o en sindicatos, se enamoran de otros que como ellos son resultados o del azar de la naturaleza, o de la acción pensante. Y el humano es otro monstruo entre ellos. Ni peor, ni mejor, solo una referencia a otro conjunto de rasgos físicos y tal vez a algunas costumbres, un indicio a través del cual ingresamos nosotros a ese mundo.