Archive by Author | Andrés Felipe Escovar

Tapachula mon amour #3

La víspera del fin mundo será un eclipse mientras se incendian montañas de plástico y muchedumbres de personas caminan a un costado de las autopistas con la esperanza de llegar a las glaciaciones del norte. Los trailers aplastarán a alguno que otro migrante -así les llamarán a esos viajeros que caminan en chanclas bajo un sol de cuarenta grados celsius-; serán incidentes menores. Más al norte, los cazadores de extranjeros que hay en el desierto, desollaran a algunos sobrevivientes y otros franquearán todos los filtros para encerrarse en algún sótano.

El fin del mundo no ha comenzado en Tapachula y la atmósfera del eclipse del ocho de abril apenas hizo menos cálido el fin de la mañana; no mitigó el olor a basura quemada -la costumbre que se estila es quemar todos los plásticos: al fin y al cabo eso se hace humo y el humo se disemina por todo el planeta; es la venganza de los que nacieron o viven en este lugar, hecho como un reducto donde hay archipiélagos que semejan campos de concentración sin la necesidad de policías que vigilen a los presos porque ellos, los presos, prefieren ese cautiverio seguro que la soledad y el peligro sobre incandescentes pastizales dispuestos para que algunos narcos los capturen- ni hizo mermar la música regional y el reggaetón que acompaña el atronador murmullo de estos días con asomos de espanto.

También hay humo que germina de las quemas de los cañaduzales, que proliferan en las afueras de Tapachula, así como los monocultivos de Palma Africana.

Una vana ilusión del fin del mundo: el incendio de basuras, las vastas extensiones sembradas con vegetales que sirven para fabricar combustibles o aceites, el cielo que oscurece hasta semejar un atardecer y las personas que saben muy bien dónde queda el norte pero no si llegarán a él.

Los que migran, aguardan en filas multitudinarias a que les concedan un paso más en su trámite; los oficinistas que los atienden esperan el fin de semana para hacer filas en Burger king y los que atienden en Burger King aguardan a que una bomba devaste algo que nunca se devastará de un solo golpe sino que será un cáncer  tan mediocre la muerte como cada respiración que nos acerca a ella.

Episodios cotidianos. Por Francesco Vitola

Killami o Bellaquería

La malograda sociedad barranquillera es cómica, su rigidez obtusa, esa incapacidad para la neuroplasticidad, resulta ridícula. Pretenden ser como Miami, pero sólo adoptan los rasgos estrambóticos de la narco-cultura: edificios altos, vehículos de alta gama, mujeres operadas, panzones ricachones lavadores de dólares. Para todo lo demás siguen teniendo una mentalidad pueblerina, con prejuicios que les impiden superar la mezquindad, porque Killami —o Bellaquería—, ahí donde la ven, con su mascarada de jovialidad carnavalera, es una ciudad desalmada y cruel, donde tradiciones se heredan como enfermedades congénitas: se oye la misma música en todas las celebraciones, el pensamiento está uniformado, los dogmas de fe nunca se ponen en duda, la gente parece igual de analfabeta que cuatro generaciones atrás.

Pero Killami —o Bellaquería— es una mascarada bien montada, una farsa transgeneracional. En horario de oficina se vende como el colmo de la corrección moral, todos uniformados como infantes ejemplares de colegio católico, bien peinados, perfumados, y con la camisa por dentro del pantalón, a 35 grados centígrados a la sombra. Compensan su inmadurez como pueden, ellas se trepan en zapatos de tacón para ir a la oficina, y ellos, con el tufo a homofobia que les intoxica el alma, sacan pecho y aparentan ser más fuertes de lo que son en realidad, una pose de machos alfa que contrasta con las uñas esmaltadas. De 8:00 a 17:00 van uniformados, sin marcas distintivas, en un esfuerzo por disimular o reprimir la pulsión destructora que los carcome, Thanatos, el deseo de aniquilar a lo que amenaza sus inseguridades; son clones de la violencia colombiana, gente con distintas tonalidades de piel que vieron un horizonte prometedor en Killami —o Bellaquería—. Pero al caer la noche, y durante los fines de semana, estos oficinistas comedidos y temerosos de Dios, dan rienda suelta a sus impulsos hedonistas que los impulsa a excesos de todo tipo.

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Tapachula mon amour #2

La coyota transportapueblos es un homenaje a las migraciones, hoy día alimentadas por personas que se aferran a la idea de haber llegado al último país que los separa de Estados Unidos; al lado de la madre reposa su cría, a un costado de la vía del ferrocarril “la bestia”. Hace unos días las incendiaron; persisten sus esqueletos y algunas placas de madera.

El fuego y quien lo propició han erigido una nueva hospitalidad. Habrá más incendios.

Tapachula mon amour # 1

Una muestra del muladar, ya que la anterior la han vetado

A mediodía, la temperatura será de 35 grados y lo que llaman sensación térmica se acercará a los cuarenta. Para calcinarme me encierro, aunque no lo hago con decisión: en el techo hay un ventilador que me alivia y quisiera sentirme en una ciudad vietnamita como Sheen en Apocalypse Now. Aunque mis días no semejan a aquella incursión al horror; los míos son familiares, sin peligro: son un capítulo de La rosa de Guadalupe, pero sin milagros. El escritor de esa serie, Carlos Mercado Orduña,  nació en Tapachula y es uno de los orgullos de la ciudad; cada tanto lo entrevistan para que dé una lección donde se evidencie que el triunfo se basa en el trabajo y el sacrificio: nunca hay obsecuencias, ni tramas para trepar; el mundo es un lugar donde se premia al mérito.

Opto por guarecerme en la casa donde vivo, para apenas imaginar los trámites burocráticos que ocurren en los diferentes despachos migratorios. En esta ciudad comienza el último obstáculo para las personas que buscan llegar a Estados Unidos. En automóvil, estoy a unos veinte minutos de la frontera con Guatemala, la cual la franquean por el puente o a través del río Suchiate, muy breve en su profundidad y anchura como el Suchiate. La vía acuática no precisa de algún control migratorio mientras que la terrestre sí. Y los agentes de migración saben lo que pasa abajo y, los de abajo, saben lo que ocurre arriba. Read More…

Sobre Mundo en jaque, de Ailin Mc Cabe

Baraja de sombras es una colección pensada por un grupo homónimo de investigadores ocupados en la literatura latinoamericana. Cuenta con ocho libros editados; cada uno  se ha escrito por alguien de nuestro continente que plantea una escritura poco digerible por las editoriales multinacionales -sean estas corporaciones o autodenominadas independientes-.

Acá pueden descargar, de forma gratuita, cada uno de los volúmenes.

Ahora publicamos la presentación, escrita por Daniel Maldonado, de Mundo en jaque de Ailin Mc Cabe, el último libro que ha aparecido en Baraja de sombras.

Presentación 

 

Daniel Maldonado Velázquez 

 

Es la palabra. Cuando opera, sobreviene el asombro. Y más: éste se vuelve trascendente cuando ella, la palabra, lo satura de esplendor. El asombro, ese que no participa de la abulia que pareciera ser consustancial a los días cotidianos. No es que se halle por doquier, no es que resulte común. Lo común, en todo caso, consiste en anularlo, en estimarlo inexistente. Lo común supone hacer del asombro una suerte de anhelo bastardo, innecesario por improductivo. Hijo insípido del convencionalismo, lo común invita a adoptar el supuesto de que lo asombroso resulta menos una forma de dilapidar la estrechez de miras —tan corriente, tan instalada— que un franco imposible. Se entiende: resulta por demás peligroso abrazar la posibilidad de que el mundo, la realidad y el afuera sean más complejos de lo que parecieran ser a simple vista. 

Existe cierto tipo de ficción que guarda una relación bastante estrecha con el asombro. A fuerza de ser sinceros, lo asombroso es un código secreto que mora en el núcleo de numerosas obras literarias. No es la costumbre, sino la vitalidad que las recorre, lo que las ha convertido en referencia casi perpetua. Asombro despierta la debilidad primera vuelta entereza constante de un gigante llamado Frodo; asombro hay en los sueños plagados de androides que tuvo Philip K. Dick; asombra la megalomanía del Dr. Frankenstein, moderno Prometeo, hacedor de pesadillas. Asombro produce, también, la palabra que trastorna lo dado, que desmonta —al crear un sentido otro— los absurdos que manufactura permanentemente la lógica del status quo. 

 

Desde sus inicios, la ciencia ficción se ha caracterizado por configurar horizontes en los que el imposible adquiere la condición de mensaje oracular consumado. Los cultores del género han visto en la innovación tecnológica y en los desarrollos alcanzados por la ciencia aplicada motivos o, mejor, pretextos ideales para dar cuenta de algo más. En ese algo más radica la potencia que convierte a los relatos de ciencia ficción en dispositivos explosivos, mecanismos en cuyo diseño seminal yace además la clave que ha de permitir la reinvención del mundo o, si se prefiere, su puesta en jaque. 

Los relatos contenidos en Mundo en jaque, de Ailin Mc Cabe, se hacen eco del talante subversor del género. Ya en su origen, la ciencia ficción anticipaba tímidamente —y quizá de manera involuntaria— una muy probable catástrofe futura. Julio Verne o Mary Shelley, deudores de la utopía del progreso, colocaron los cimientos sobre los cuales pensar el presente en términos distópicos. La razón instrumental, que fue la suya —y que en buena medida sigue siendo hegemónica—, hizo nacer no pocos monstruos. 

Sí: asombra lo monstruoso, la angustia derivada de las historias que alguna vez pretendieron dar cuenta de lo por-venir. Pero en Mundo en jaque, además, asombran otras cosas. En “Enemigo común”, asombra la extraña familiaridad que producen la capacidad de seducción que despliega una autómata atrofiada, las torpezas en que incurre una abuela metálica o el fastidio —tan adolescente— de una maquinita de última generación. En “Terremoto”, pasma o cimbra presenciar el impacto que generan dos grandes cataclismos en la vida de una mujer. No solo asombra el borramiento pleno de los límites de su cuerpo, su caída en la inmensidad; también lo hace, asunto no menor, el reconocimiento de que es posible —y quizá hasta deseable— reírse como un loco después de renacer. En fin: asombra verse reflejado en las maneras impacientes, delirantes, viles de cyborgs demasiado humanos. 

No hay realidad sin palabras. No hay mundo sin palabras. No hay, no podría haber, tampoco asombro. La invención de un sentido irreverente, distinto del que circula sin ataduras por doquier y que se erige en valor único y verdad oficial, pasa por hacer de la palabra el centro de una perturbación necesaria. Solo a través de tal palabra es que se puede subvertir lo que, a fuerza del uso corriente, se concibe como la norma. 

No es privilegio exclusivo de la ciencia ficción el urdir mundos que no son. La literatura es eso: otra realidad, acaso más viva. O, sin más, la forma pura de la experiencia (Piglia dixit). A la luz de la literatura, del ánimo contestario que la constituye, la energía y brillantez de palabras como fusión y terremoto habrán de fisurar la corrección predominante que es más bien terror cotidiano, mezquindad disfrazada de asepsia bien-pensante. 

 

 

Diario del tour de Francia sin estar en Francia ni con los ganadores. Día 21

Hoy muchos han recordado al llamado «farolillo rojo»; concluyen que ha gastado más de seis horas de diferencia en hacer el mismo recorrido que hizo el que ganó la prueba. El margen entre ambos, según advirtieron, es tan grande que, desde la década del cincuenta del siglo pasado, no se veía algo así. Por única vez, el último ha sido nombrado y Morkov ya se instala como los competidores que tienen un nombre. Fedorov, por el contrario, ni siquiera quedó penúltimo, aunque ocupa el tercer lugar en el podio invertido del tour, además de que, al ser el más joven de los tres, promete otras actuaciones semejantes, de no ser porque quizá le quepa un retiro o se acuerde que alguna vez fue campeón mundial en las categorías juveniles.

El tour terminó con la felicidad de todos. Hasta Pogacar sonrió a las cámaras y, en esa liviandad, se diluye el misterio y la tensión de las tres semanas anteriores. Ocurre como casi todo en la vida: al final nada era tan grave, todo queda en nada y mañana se irá a otro asunto.

Desde el lunes, se empezará a hablar del mundial de ciclismo que se corre en dos semanas. Vingegaard desaparecerá hasta que regrese a España, Pogacar será candidato a ganar en ese campeonato con sede en Glasgow y seguramente se plantearán nuevas rivalidades que harán lejana la que recién terminó.

Hay quienes afirman que el ciclista danés será el que domine el tour durante los próximos años. Quizá no; todos los días aparecen jovencitos que superan las perspectivas de rendimiento y lo que ocurrió en 2019 parece tan viejo como 1992. En esta aceleración, el persistente deseo por hallar un dominador -ahí está la tríada de la retórica ciclística: la épica, la guerra y el deseo por un emperador-. se hará constante y cambiará de nombre de competidor. Puede que estemos ante una época donde los ciclistas sean muchachitos que se hacen famosos muy jóvenes  envejecen de forma prematura. Habrá un tour de la progeria.

Se acabó el tour. Terminó este diario. Espero que algún día pueda seguir a un solo ciclista, en directo, y que estos relatos estén en suspenso pues dependen de que quise se siga permanezca o no competencia.

A propósito: el último de hoy fue el francés Adrien Pettit, a cuarenta y un segundos de Jordie Meeus, el ganador.

Diario del tour de Francia sin estar en Francia ni con los ganadores. Día 20

Ayer, un hombre ya mayor, en sus vídeos de resumen y análisis de las etapas del tour, aseguraba que era muy tonto dedicarse a ver un deporte del que se descreía -aludiendo a quienes manifiestan sus sospechas por el rendimiento de determinados ciclistas-; su perspectiva se vale de la ingenuidad y esta es necesaria para los acaloramientos chauvinistas y las refriegas nacionalistas que desembocan en asuntos mucho menos ingenuos.

No es necesario no creer para ver un show; hay quienes pueden sentarse a ver el comportamiento de unos humanos que, gracias al uso de determinadas sustancias legales e ilegales, hacen algo considerado fuera de la lógica de los límites de un acto físico o aguardan a que se desate una trama policial sobre un asunto que mediáticamente es más condenado que muchas masacres: hacer trampa en un juego… ese mismo comentarista suele referirse a «extraterrestres», «animaladas» y a usar remoquetes en los que equipara a los ciclistas que él respeta con razas de perros (Mohoric es un Gran Danés y Evenepoel un pitbull): eso dice de su gran amor para con los canes… la incredulidad no significa incapacidad para apreciar el ciclismo o cualquier deporte; otorga otra mirada y lleva a comprender que esos espectáculos responden a variables que superan la simple noción de una competencia entre iguales, finalmente, son parte de la millonaria industria del entretenimiento.

Hoy, en la penúltima jornada, Pinot se despidió de la competencia organizada por su país con una fuga y llegada a la penúltima cima del día. No pudo ganar, pero se ha enfatizado ese adiós que, como casi todo el hálito de su carrera, tiene un dejo de nostalgia y de lágrimas. Pronto se le olvidará, como ocurre con todos y cada uno de nosotros. Vendrán otros franceses a cubrir ese puesto de mártir; hay candidatos como Lafay y Gaudu. Son parte de ese circo donde cada quien interpreta un papel pasajero o encarna un arquetipo.

El último de la etapa ha repetido ese lugar de forma consecutiva. Jonas Rickaert ha llegado a más de media hora del ganador del día -Pogacar, quien con su furia en la celebración emocionó a todos aquellos que creen en un final feliz y de redención para el esloveno que quedó segundo en la clasificación general, como si ganar algo fuera un respingo salvífico-, sin embargo, no será el último de la clasificación general. Morkov está a un día de ocupar ese último puesto y Fedorov pasará a ese largo listado de participantes que no están en ninguno de los extremos de la competencia, pareciéndose mucho más a nosotros y, por lo mismo, más inadvertido, sin ninguna «salvación» cifrada en una victoria o una derrota.

Mañana, quien llegue de último a la meta en París, restallará tanto que su imagen será la del «vailente que pudo terminar» y que «compitió consigo mismo», aunque todo no sea más que el cumplimiento de las extensas jornadas laborales que tocan a su fin y la ejecución de unos papeles que siempre aguardan a ser representados por un nuevo humano en cada verano francés.

Diario del tour de Francia sin estar en Francia ni con los ganadores. Día 19

El paraíso adjudicado a la infancia se ancla en su recuerdo. Vivir siempre infante es otra variable del infierno; así como lo es la dicha, el arrobamiento -que ni siquiera es constante en los místicos porque para serlo se precisa de momentos más vulgares- o la presencia de un interminable tour de Francia -claro, a la escala de los espectáculos de este siglo-.

Proliferan las miradas melancólicas de los más jóvenes porque advierten el final de la que muchos consideran fue la mejor Gran Vuelta de los últimos años. Afortunadamente este tour, los enamoramientos y la vida terminan: la única forma del paraíso es su evocación. La constante presencia de duelos irrepetibles -en ese oxímoron está el secreto del consumo de espectáculos deportivos- tiene su culmen en el fútbol profesional; cada seis meses hay una gran final donde se dirimirá quién será el mejor jugador de todos los tiempos en, por lo menos, doce semanas…y es probable que los cacareados duelos entre dos «titanes» haya llegado a nutrir a las «épicas» narraciones ciclísticas.

El tour tiene que terminar para que lo evoquen y transformen en el mejor de este siglo. Claro, también termina porque para algunos tampoco ha sido un idilio, ni siquiera un infierno sino una simple temporada laboral en la que deben cumplir con lo establecido en sus contratos -el infierno también debe tener un final, si no  se torna en cotidianidad, medianía y carencia del sentido de lo extraordinario ínsito en cualquier desgracia-. Al lado de las grandes escapadas y de esa forma de clásica que tuvo la etapa de hoy, está la de quienes desde hace un tiempo pedalean porque para eso les pagan.

Entre esos segundos se asoman personas como Fedorov, que ya ni siquiera será el último y creo que toda la atención que he concentrado en él se basa en l lo exótico que me resulta que un kazajo soporte las olas de calor francesas para prodigarse un buen dinero y continuar en el oficio que aparentemente tanto le gusta.

En la etapa de hoy, como muchos han advertido, se dirimió al ganador entre las dos nacionalidades que más se han mentado en esta temporada del tour de Francia: Eslovena y Danesa. Hoy ganó el de Europa del este y el que ayer ganó tuvo que quedarse en un milimétrico segundo lugar. El último de la clasificación general sigue siendo Morkov y el que cerró la llegada de los ciclistas fue el belga Jonas Rickaert.

Junto con el gozo de la etapa ycon destino al gusto de quienes se nutren de la nostalgia,  anunciaron que uno de los protagonistas del documental de Netflix sobre el tour -para lo que ahora parece que se organiza toda esta competencia- serán Pogacar y su equipo: se explotará la ilusión de la caída y la «humanidad» del gran campeón que fue considerado de otro planeta (¿en otros planetas les interesa el ciclismo humano? ¿por qué les interesaría más el que se compite en Francia que el de Guatemala o Ruanda?). Ahí estará el insumo predilecto de los jóvenes nostálgicos que, en sus saudades, semejarán a los autodenominados poetas que les triplican la edad y aún narran las carreras.

Diario del tour de Francia sin estar en Francia ni con los ganadores. Día 18

De días intrascendentes están hechas las vidas. Hasta la de esos nombres que han inoculado unas formas de vivir que nos imponen el heroísmo, lo extraordinario. Hay, en muchos lugares, el dicho de que «si quieres vender empanadas, hazlo, pero que seas el mejor vendedor de empanadas»; con esa moral por ser el mejor, uno huye hacia el silencio o la obsecuencia para con el que sí se considera el mejor empadanólogo. Quienes jamás hemos sido mejores en algo, escribimos sobre esos mejores y nuestros escritos jamás inspirarán a alguien porque nunca serán los mejores, ni siquiera en la exaltación o denostación.

Hoy fue uno de esos días parecidos a la mayoría de la vida -¿desde cuándo debe haber algo especial o mejor?– La obligación de vivir se cifra en jornadas como la de hoy, así como la de los ciclistas. En estos momentos de relajación aparecen gestos como el de Philipsen, dueño de la camiseta verde con cuatro carreras ganadas en este tour, que, al mejor estilo del sheriff Armstrong, detuvo el intento de un ataque de Pascal Eenkhoorn y se erigió como el matoncillo que todo triunfador debe llevar dentro.

Enkhoorn, con esa humillación a cuestas, pudo fugarse e intentó ganar la etapa. En el embalaje final fue superado por el danés Asgreen y ocupó el olvidable segundo lugar. Quizá en unos años se recuerde a Pascal por haber sido el destinatario de la furia de un «gran campeón» y la explicitación de que para «triunfar» tienes que aplastar a los demás y abroquelarte en ese lugar de poderoso que crees haber obtenido por tus propios méritos -¿qué sería de Philipsen si corriera en Astana?-.

Hoy Dinamarca, además de tener a dos de sus nacionales en los  extremos de la clasificación general (Vingegaard y Morkov), cuenta con el ganador de la etapa y un belga llegó de último (Quinten Hermans). Hoy también, han surgido más conjeturas respecto al hundimiento de Pogacar; uno de mis lectores me enfatizó la cercanía con nosotros que se ha prodigado el esloveno desde que se hundió. Quizá sea porque, en esa derrota y con el herpes que tiene en su boca, semeja uno de esos sujetos con días llenos de intrascendencia y que apenas pueden arañar algo con la escritura, o con la admiración para con esos «grandes campeones» que si no son matones, resultan fríos: cuando Vingegaard continúo su marcha ayer, mientras su competidor perdía tiempo, pensé en un par de pollos que tiran en una jaula llena de cocodrilos: ambos corren por su vida, a uno de ellos lo atrapa un de los reptil; el otro no se percata, corre por su vida hasta que llegará el momento en que otras mandíbulas lo trituren. Algún día alguien triturará a Jonas y no vivirá en la barriga de su predador.

Diario del tour de Francia sin estar en Francia ni con los ganadores. Día 17

 

Alguien que se ve muerto  aún no lo está. Al menos, no es un cadáver. Saberse difunto es difuminar la frontera entre lo vivo y lo que no está; es hacerse fantasma. Un fantasma ha rondado por el pelotón del tour de Francia, se llama Tadej y hay quienes dicen que ni siquiera quedará su espectro en los próximos días. Quizá abdique, quizá esté enfermo, pero no padece una enfermedad mortal, aunque los cultores del entretenimiento siempre quieran colocar un show como algo que define la vida de alguien -esto ha sido lo que más ha servido para la consecución del éxito de los realities-.

Pogacar dice que está muerto. Él aún está, como los fantasmas, como Morkov, que mantiene el último lugar de la clasificación general y ha ampliado diez segundos más su brecha con respecto al penúltimo, Cees Bol y es de un poco más de nueve minutos -no muy lejana a la diferencia que hay entre el primero y el segundo del tour-.

Hoy, el ambiente lúgubre del pelotón no sólo fue por el desfallecimiento del ciclista favorito de los espectadores; el francés Alexis Renard, bien ponderado por haber embestido los genitales a un espectador que, con otros muchachos, usaba un traje que apenas les tapaba los deyectores, escritos, penes y tetillas para así apoyar a los deportistas, debió retirarse por la caída que sufrió ayer. Su lugar es más notable incluso que el del último y será parte de los próximos calambures ciclísticos.

Fedorov ha cumplido con las expectativas; ya ni siquiera es el penúltimo, reflota, siempre un poco antes de la llegada del carro escoba. Su participación será olvidable, salvo por quienes se detengan en la medianía.

El último en llegar hoy fue Simon Geschke, a casi cuarenta y cinco minutos del ganador, Felix Gall. No queda mucha montaña, ni refriegas de entidad, aunque no todo se ha acabado y falta la mano del azar para que dicte quién ocupará en París el primer lugar y el último.