Dios en una novela de Olaf Stapledon

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El misticismo y su tradición escrituraria es cercano a la ficción especulativa y no sólo por lecturas que reinterpreten textos bíblicos o poemas hechos por quienes tocaron el éxtasis: En 1944 el mundo pudo apreciar cómo el escritor inglés Olaf Stapledonen su novela Sirio  hacía que un perro con un cerebro más inteligente que el de un humano promedipudiera intuir la presencia divina. Les presentamos la descripción que hace el propio ser, quizá mosntruoso en la medida que no es clasificable:

Di vueltas y vueltas, frotándome dolorosamente el lomo contra la pared cada vez que giraba sobre sí mismo, lanzando una dentellada a la cortina cada tez que pasaba ante ella. Todo aquello era simple afectación: yo representaba dramáticamente el papel de animal enjaulado. Las campanas de las iglesias y colegios sonaban cada cuarto de hora. El ruido de los coches se iba apagando con las sombras nocturnas. Recordé furiosamente el olor de Plaxy, amado y repulsivo; y el olor de mi última perra, dulce pero falso, promesa de un espíritu inexistente. Y luego, de pronto, el amable olor de ldwal y las ovejas envueltas en la bruma. Y el olor de Pugh, sudoroso y excitado. Los olores de la escarcha, de un día de estío, de viento marino, del viento del oeste cuando cambiaba al este. Rastros de liebres y conejos. El hedor irritante de un gato. El olor denso y suave del zorro. Los animales del circo. El cloroformo, y los bandidos. El débil olor del sufrimiento, que aprieta la garganta, y parece venir de un rincón desconocido del laboratorio.

Y bajo esta marea de olores, una corriente subterránea de sonidos: tonos de voces humanas, balidos de ovejas y corderos; el viento gimoteante o furioso; compases de música humana, y temas de mis propias canciones.

Toda mi vida fue una unión de olores y sonidos, y contactos, también. Pues sentí la mano de Plaxy en el cuello, y huesos que crujían entre mis dientes, y el lomo suave de una joven perdiguera que había conocido en Ffestiniog.

Y llegaron también las formas, pero vagas y confusas. A veces veía a Thomas, con los labios fruncidos, observándome. Y a veces a Plaxy, sonriente. Y, mientras recordaba, los pensamientos se perseguían atropellándose. Pensamientos de terror o resentimiento, que expresaban el poder de los seres humanos, y la imposibilidad de manejar mi propio destino. ¿Cómo podría salvarme del derrumbe? ¿Quién podría ayudarme? Thomas no entendía a su criatura. Elizabeth me escuchaba y consolaba, pero todas mis penas eran para ella penas infantiles. Y Plaxy estaba tan lejos. Habíamos dicho que lo importante era “el espíritu”. En el “espíritu” estábamos eternamente juntos. ¿Pero y ahora? Cuando hablábamos del espíritu, ¿nos referíamos a algo real? Al fin y al cabo no éramos más que animales algo inteligentes, y animales de especies distintas, condenados a no estar de acuerdo… Y ahora, inevitablemente, nos separábamos.

¿Por qué? ¿Por qué era todo en un Principio una dulce promesa y luego una amarga frustración?

Pero de pronto, mientras me paseaba por la habitación, ocurrió algo extrańo. Fue como sí en mí desatada imaginación hubiese algo nuevo, más familiar e íntimo que el olor de Plaxy, más penetrante que el aroma de las perras, más atrayente que el rastro de un zorro.

No, no debo ponerme romántico. Este es un informe científico. No fue en verdad algo sensible. Pero no puedo describirlo de otro modo. Fue la fragancia del amor, la sabiduría, el poder creador; en sí mismos, fuera de todo anhelo de éxito o felicidad. Era una fragancia que se extendía por el mundo, cubriendo abismos e intersticios. Y era una fragancia que era necesario perseguir.

Y la perseguí. Dejé de pasearme y me eché en el suelo, y apoyé la cabeza en las Patas extendidas. Haciendo caso omiso de todos los otros olores, perseguí el nuevo rastro, lo seguí con las ágiles patas de la atención interior. Y poco a poco la fragancia se iba haciendo más intensa, más clara, más exquisita. Me eludía a veces, pero yo retrocedía. y la encontraba nuevamente. A veces me faltaban las fuerzas, y las huellas parecían entonces más débiles. Pero me concentraba otra vez, y el olor se hacía más intenso y atractivo.

Al fin ocurrió algo espantoso. A medida que me acercaba, algo cambiaba en la presa celestial. El dulce olor era aún irresistible, pero ahora era también acre, asfixiante, amargo, y aterrador. La cabeza me daba vueltas, como bajo los efectos del cloroformo, y percibía cierta ferocidad, como en los olores del tigre o el león, pero con algo de torvo que no cabía en ningún olor terrestre. Pero yo no podía abandonar la cacería. Me aferré al rastro mientras el vértigo se apoderaba de mí. Yo estaba persiguiendo, sin duda, la fuente de toda fragancia del universo, también de todos los horrores. El hambre me consumía. Debía alcanzarlo, era preciso, aunque al fin no fuese yo el cazador, sino la presa. Mi perseguido, indudablemente, era eso que los hombres llaman Dios, el amado, el hermoso, el terrible.

Por fin la presa pareció volverse, acorralada, y me abrumó. Hubo un momento de tortura y dicha – la tortura de mi yo despedazado, la dicha de mi yo liberado– que no puedo recordar con claridad. Fue como si la más codiciada de las presas no fuese al fin el enemigo más formidable, el Tigre universal, sino el Amo universal que la naturaleza canina necesitaba desesperadamente.

Pasó el momento supremo. Y enseguida conocí una serenidad desconocida, que nunca, me pareció, volvería a perder. Fue como si de pronto mis ojos monocromáticos fuesen capaces de percibir el color. Pero aquellos colores no eran colores sensibles, sino espirituales. Todas las cosas y personas que había visto hasta entonces con el gris de la vida cotidiana adquirieron una nueva calidad que llamo color. Y aún ahora, cuando sólo queda un resplandor en mi mente, todo se alza ante mí envuelto en el color de la luz espiritual.

Acá puedes leer la novela completa

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