Pascal y Pitágoras retumban en un relato de ficción especulativa
Osvaldo González Real es un narrados, crítico de arte y poeta paraguayo que, a comienzos de la década de los setenta, urdió cuentos de ficción especulativa. Entre ellos hay homenajes a Bradbury (autor que González ha traducido a nuestro idioma), inspiraciones en los enunciados de Asimov, menciones a Archibald Mc Leish, Teilhard de Chardin y una búsqueda incansable de acercar los relatos a los hechos por Swift. Respecto a «La canción del hidrógeno» González Real dice que «se hubiera podido llamar «La Música de las Esferas», sitúo paradójicamente (al estilo de Pascal) la breve vida del hombre como solitario acorde musical en la inmensa sinfonía de la catedral del universo. Esta espléndida «cantata» generada por las radiaciones de los átomos de hidrógeno en el corazón de millones de galaxias, nos da la verdadera medida de la especie que, a pesar de sus limitaciones, pretende alcanzar -algún día- la inmortalidad. Como se ha dicho que «los poetas son las antenas de la raza», sostengo que a ellos corresponde descrifrar la inefable melodía- mensaje de las estrellas-, y no a los radiotelescopios de los aficionados.»
La canción del hidrógeno
«Los poetas son las antenas de la raza»
Ezra Pound
«Esa Galaxia en que vives gira una vez, cada 200 millones de años. En la próxima vuelta prepara tus antenas: quizá, entonces, podrás escucharme».
Epsilon Eridani
La nave semejaba un cristal de nieve flotando en el vacío. Los rayos del Sol rebotaban, simétricamente, sobre las cinco antenas de la cápsula. Los tripulantes, vestidos de blanco, llevaban escafandras oscuras para protegerse del intenso resplandor. Uno de ellos -el que parecía ser el jefe- liberó la cuerda, y el objeto cilíndrico comenzó a alejarse: lentamente al principio, luego a mayor velocidad. Transcurrieron unos segundos. ¡El artefacto había entrado en órbita!
Por algún error de cálculo, el impulso necesario para vencer la gravedad de la astronave no había sido suficiente. Desde este instante, el objeto los acompañaría a lo largo del inmenso viaje, como un satélite solitario. Tendrían que acostumbrarse, por la fuerza, a su extraña luminosidad. Había surgido -por obra del destino- un sistema planetario en miniatura, un Microcosmos, dentro del infinito número de mundos.
El capitán hizo una señal a los otros cosmonautas y penetró en la nave espacial. Los tripulantes lo siguieron, uno detrás del otro, silenciosos y pensativos.
Era la primera vez que un hombre recibía sepultura en el espacio exterior, convirtiéndose en una luna artificial. Allí quedaría girando alrededor de los tres sobrevivientes, hasta que alguna fuerza superior lo arrancase de su órbita.
El cuerpo yacía, allí afuera, flotando ingrávido en su mortaja -incorruptible-, circunvalando la cápsula cada 2 minutos, La superficie del sarcófago metálico brillaba como una estrella fugaz -esas que iluminan la noche como fuegos artificiales, trayendo, por unos segundos, esperanza a los enamorados. En un extremo del bruñido ataúd estaba grabado el sencillo epitafio del náufrago espacial: un nombre, una fecha, un planeta.
El espacio era aún más inmenso que la imaginación: «Una circunferencia infinita, cuyo centro estaba en todas partes, y cuya extremidad en ningún lugar» -según decían los doctores angélicos. Nadie podía quejarse de tan gloriosa tumba, medida en años-luz, gigantesca, aséptica, eternamente iluminada.
El capitán miró a través de la ventana circular y aumentó la velocidad del vehículo con una ligera aceleración, tratando de liberarse de su tenaz acompañante.
La maniobra no dio resultado. El pequeño satélite se bamboleó imperceptiblemente, pero siguió -dócilmente- a la nave expedicionaria, como tirado por un hilo invisible.
-No quiere abandonar a sus compañeros -dijo el comandante-.Se aferra a nosotros como un hijo a su madre. Tiene, tal vez, miedo al vacío, como el niño a la oscuridad.
-Creo que terminará convirtiéndose en un meteoro -exclamó, con entusiasmo, la única mujer de la tripulación. Para ella, la muerte en el espacio era la más bella experiencia: arder y apagarse como un sol, escuchando la música de las esferas, siguiendo el ritmo vertiginoso de las galaxias…
La ceremonia fúnebre había sido muy breve. El capitán, antes de cerrar la caja metálica, había depositado en su interior una minúscula esfera de níquel, conteniendo la información genética del astronauta, como era costumbre desde hacía algún tiempo.
Alguna vez, dentro de cien años, o quizá mil, el cuerpo podría ser recuperado por alguna nave del futuro, y vuelto a la vida por una ciencia superior. La inmortalidad era, cada día, una posibilidad más cercana. Tal la afirmación de la Criogénica -la ciencia de la resurrección (corazones congelados habían sido devueltos a la vida, después de años…).
El capitán estaba a punto de sacarse el casco protector, para acomodarse en la litera del copiloto, cuando se produjo la formidable explosión. La nave en que viajaban los terráqueos se fragmentó en mil pedazos. La tremenda temperatura generada por el impacto disolvió el artefacto en pocos segundos.
El aerolito había hecho un blanco directo. De la cápsula sólo quedaba un ligero olor a ozono. En unos segundos, todo había terminado.
El satélite funerario, falto de atracción, se alejó gradualmente en dirección al Sol. El cilindro resplandeciente y su inmóvil pasajero se desplazaban velozmente hacia el centro del sistema planetario. Muy pronto se perdió de vista, iluminado por una miríada de estrellas, cuyos átomos cantaban su eterna canción.
El astronauta dormido era, ya, un cometa vagabundo. De esos que aparecen cada siglo, peregrinando incansablemente alrededor del Sol.
Allí estará, girando como un alma en pena, hasta que llegue el gran día.
Mientras tanto, los átomos -como siempre- entonan su callada canción.