Filisteos y filisteísmo según Nabokov

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Nabokov- hombre que inspiró a García Márquez para construir  «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles»- se caracterizó por la ternura de sus apuntes mordaces, siempre adheridos a la creencia en un absoluto estético que le llegaba de sus más variopintas lecturas; Sergéi Dovlatov refirió la ocasión en que el famoso académico Roman Jakobson dijo que, si el criterio para nombrar al autor de «Pnin» como profesor de literatura radicaba en su figura de gran escritor, un elefante debía ser el decano de la facultad de zoología por ser un gran animal. Las peleas de Vladimir, ese ruso aristócrata que despreció a Dostoyevski y Faulkner, han hecho tanta carrera como «Pálido Fuego» o «Lolita»; cuando uno lee apartes de sus cursos, no puede alejarse de la virtual conclusión de que Nabokov consideraba que el único «buen escritor» que existía era él y un puñado más.

En el volumen correspondiente al curso de literatura rusa está la dilucidación del filisteísmo. Ahora podríamos preguntarnos si ese texto no es un compendio de comentarios dignos de un filisteo; la presuposición de un buen gusto, la fe  en una noción implícita de «lo vulgar» y la mordacidad, se han convertido, hoy día, en la moneda corriente de quienes se consideran escritores «de raza» o enfermos de literatura, de sujetos que temen incurrir en el «lugar común» y de perpetuos buscadores de rarezas y fronteras:

 

Filisteo es la persona adulta de intereses materiales y vulgares, y de mentalidad formada en ideas corrientes y los ideales convencionales de su grupo y su época.He dicho «persona adulta» porque el niño o adolescente que puede parecer un filisteo en pequeño no es sino un lorito que remeda los usos de filisteos inveterados, y es más fácil ser loro que ser garza blanca. En inglés, vulgarian viene a ser sinónimo de filisteo: lo que se señala en el vulgarian no es tanto en convencionalismo del filisteo cuanto la vulgaridad de algunas de sus ideas adquiridas. También se puede hablar de lo cursi y lo burgués. Cursi implica esa vulgaridad refinada, de visillos de encaje, que es peor que la simple vulgaridad. Eructar en compañía será de mala educación, pero decir «perdón» después de un eructo es cursi, y por lo tanto peor que vulgar. El término «burgués» lo empleo siguiendo a Flaubert, no a Marx. Burgués en el sentido de Flaubert es un estado del ánimo, no un estado del bolsillo. Un burgués es un filisteo satisfecho, un vulgarian con pretensiones.

No es probable que exista el filisteo en una sociedad muy primitiva, aunque también en ella, qué duda cabe, se puedan encontrar rudimentos de filisteísmo. Podemos imaginarnos, por ejemplo, a un caníbal que, para comer, prefiere la cabeza humana pintada artísticamente, lo mismo que el filisteo norteamericano prefiere las naranjas pintadas de anaranjado, el salmón pintado de rosa y el whisky pintado de amarillo. Pero, hablando en términos generales, filisteísmo supone cierto estadio de la civilización, donde a lo largo del tiempo se han ido acumulando ciertas tradiciones en un montón y han empezado a oler mal.
El filisteísmo es internacional. Se encuentra en todas las naciones y en todas las clases. Un duque inglés puede ser tan filisteo como un Shriner estadounidense, un burócrata francés o un ciudadano soviético. La mentalidad de un Lenin, un Stalin o un Hitler con respecto a las artes y las ciencias era totalmente burguesa. Un jornalero o un minero del carbón puede ser tan burgués como un banquero, un ama de casa o una estrella de Hollywood.

El filisteísmo no supone sólo una colección de ideas banales, sino también el uso de frases hechas, clichés, trivialidades expresadas en palabras manidas. El auténtico filisteo no lleva dentro más que esas ideas triviales, que componen todo su ser. Pero hay que reconocer que todos tenemos nuestros clichés; que todos, en la vida, cotidiana, empleamos muchas veces las palabras no como palabras sino como signos, moneda de cambio, fórmulas. Lo cual no quiere decir que todos seamos filisteos, pero sí que debemos estar atentos a no incurrir demasiado en el intercambio automático de perogrulladas. En un día de calor, una persona de cada dos nos pregunta: «No pasará usted frío, ¿verdad?», pero eso no quiere decir necesariamente que el que así habla sea filisteo. Puede ser simplemente un lorito, o un extranjero espabilado. Cuando alguien nos pregunta «¿Cómo está usted?», será quizás un cliché lamentable responder «Bien, gracias»; pero si en lugar de eso diéramos un informe pormenorizado de nuestra situación, pasaríamos por pedantes y pelmazos. A veces se recurre al tópico como forma de disimulo, o como camino más corto para huir de la conversación con necios. Yo he conocido a grandes eruditos, poetas y científicos que en la cafetería descendían al último nivel del tópico.
De modo que el personaje al que me refiero al decir «filisteo satisfecho» no es el filisteo a ratos, sino el tipo total, el burgués cursi, el producto completo y universal de la vulgaridad y la mediocridad. Es el conformista, el que se conforma con los usos de su grupo, y que también se caracteriza por el hecho de ser pseudoidealista, pseudocompasivo, pseudosabio. El engaño es el mejor aliado del filisteo genuino. Todas las palabras elevadas, «Belleza», «Amor», «Naturaleza», «Verdad», etcétera, se convierten en máscaras y falsedades en boca del filisteo satisfecho. Han oído ustedes a Chíchikov en Almas muertas, a Skimpole en Casa desolada, a Homais en Madame Bovary. Al filisteo le gusta impresionar y dejarse impresionar, y consecuencia de ello es que a su alrededor se vaya tejiendo un mundo de falsedad y de mutuo engaño.
En su intento apasionado de conformarse, de asimilarse y de integrarse, el filisteo se ve desgarrado entre dos anhelos: el deseo de hacer todo lo que hace todo el mundo, de admirar o utilizar tal o cual cosa porque hay millones de personas que lo hacen, y la ambición febril de pertenecer a un círculo distinguido, a una organización, a un club, a una clientela de hotel o comunidad de transatlántico (con el capitán vestido de blanco y comidas maravillosas), y darse el gusto de saber que tiene a su lado al presidente de una gran empresa o a un conde europeo. Le emocionan la riqueza y la categoría social: «¡Querido, he estado hablando con una duquesa!».
El filisteo ni sabe nada ni se le da nada del arte, incluída la literatura; su naturaleza esencial en antiartística, pero quiere información y está educado en la lectura de revistas. Es lector asiduo del Saturday Evening Post, y al leer se identifica con los personajes. si es un filisteo varón, se identificará con el ejecutivo fascinante o cualquier otro pez gordo, despegado y soltero, pero en el fondo un chiquillo; si quien lee es una filistea, se identificará con la fascinante secretaria rubia, que es una jovencilla pero en el fondo tiene alma de madre, y que al final se casa con el jefe de alma de niño. El filisteo no distingue aquello que le puede ser útil, pero puede pertenecer a un club del libro y elegir libros bonitos, bonitos, una mezcolanza de Simone de Beauvoir, Dostoyevski, Marquand, Somerset Maugham, El doctor Zhivago y Los Maestros del Renacimiento. No le interesan mucho los cuadros, pero por aquello del buen tono quizá cuelgue en su cuarto de estar reproducciones de las madres respectivas de Van Gogh o Whistler, aunque en secreto él prefiera a Norman Rockwell.
Por su amor a lo útil, a los bienes materiales de la vida, es víctima de la industria publicitaria. Un anuncio puede ser muy bueno – los hay muy artísticos-, pero no es a eso a lo que voy. A lo que voy es que los anuncios tienden a halagar el orgullo del filisteo por la posesión de objetos, sean éstos platería o ropa interior. Me refiero al siguiente tipo de anuncio: acaba de llegar a la casa un aparato de radio o un televisor (o un coche, o un frigorífico, o una cubertería, cualquier cosa). Acaba de llegar a la casa: la madre junta las manos extasiada, los niños hacen corro emocionadísimos, el pequeñín y el perro se empinan al borde la mesa donde está entronizado el Ídolo, hasta la abuelita de arrugada sonrisa se asoma por una esquina; y, un poco apartado, con los pulgares orondamente insertos en las sisas del chaleco, aparece triunfante el Papá, el Orgulloso Donante. Los niños y niñas de los anuncios son siempre pecosos, y a los más pequeños les faltan los diente de delante. Yo no tengo nada en contra de las pecas (pienso incluso que sientan muy bien en un ser vivo), y tengo por muy posible que una encuesta especial viniera a demostrar que la mayoría de los americanitos nacidos en América son pecosos, o quizá que otra encuesta viniera a demostrar que todos los ejecutivos bien instalados y todas las amas de casa agraciadas han tenido pecas en su niñez. Repito que la verdad es que no tengo nada en contra de las pecas en sí. Pero sí pienso que hay mucho de filisteísmo en el uso que hacen de ellas los publicitarios y otras gentes. Me dicen que cuando tiene que salir en la televisión un niño actor que no tiene pecas, o que es muy poco pecoso, se le aplica en mitad de la cara un juego de pecas artificial. Veintidós pecas es el mínimo: ocho en cada pómulo y seis en el caballete de la naricilla. En las historietas las pecas parecen un grave sarpullido. Hay una serie donde aparecen como circulitos. Pero aunque los simpáticos arrapiezos de los anuncios son rubios o pelirrojos, con pecas, los jóvenes apuestos de los anuncios suelen ser morenos y tienen siempre cejas oscuras y pobladas. La evolución va de lo escocés a lo celta.
El opulento filisteísmo que emana de los anuncios no se debe a que exageren (o se inventen) las glorias de tal o cual artículo de uso, sino a que sugieren que el colmo de la felicidad humana se puede comprar, y que su compra de algún modo ennoblece al comprador. Ni que decir tiene que el mundo creado por los anuncios es en sí bastante inofensivo; todo el mundo sabe que es invención del vendedor, hecha con la condición tácita de que el comprador colabore en la ficción. Lo divertido no es que sea un mundo carente de lo espiritual si exceptuamos las sonrisas extasiadas de unos seres que sirven o comen cereales celestiales, ni un mundo en el que el juego de los sentido se desarrolla según normas burguesas, sino que es una especie de mundo satélite y fantasmagórico, en cuya existencia real nocreen, en el fondo, ni vendedores ni compradores, y menos en este país tan cuerdo y apacible.
Los rusos tienen, o han tenido, un nombre particular para el filisteísmo satisfecho: póshlost. Póshlost no es sólo lo que evidentemente no vale nada, sino sobre todo lo falsamente importante, lo falsamente hermoso, lo falsamente inteligente, lo falsamente atractivo. Aplicarle a algo la fatídica etiqueta de póshlost no es sólo pronunciar un juicio estético, sino también una condenación moral. Lo auténtico, lo limpio, lo bueno, nunca es póshlost. Se puede sostener que un hombre sencillo, sin civilizar, nunca o muy rara vez será poshlista, porque el póshlost presupone el barniz de la civilización. Un campesino tiene que hacerse hombre de ciudad antes de sr vulgar. Una corbata pintada tiene que ocultar la honrada nuez para producir póshlost.
Es posible que los rusos acuñaran esa denominación tan precisa porque en la vieja Rusia se hacía un culto de la sencillez y del buen gusto. La Rusia de hoy, un país de imbéciles morales, de esclavos sonrientes y matones impasibles, ha dejado de notar el póshlost porque la Rusia soviética está saturada de una forma particular del mismo, una mezcla de despotismo y pseudocultura; pero en otros tiempos un Gógol, un Tolstoi, un Chéjov, hombres en busca de la sencillez de lo verdadero, distinguían fácilmente el lado vulgar de las cosas, lo mismo que los sistemas baratos de pseudopensamiento. Pero poshlistas los hay en todas partes, en todos los países, en este país lo mismo que en Europa; e incluso es más frecuente el poshlismo en Europa que aquí, a pesar de los anuncios americanos.
Tomado de «Curso de literatura rusa», P. 533-541. Traducido por María Luisa Balseiro, Ediciones B.

 

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