El síndrome del pedestal (novela por entregas)

Por Ernesto Zarza González

Goya

El escritor Ernesto Zarza González nos ha permitido publicar su novela «El síndrome del pedestal» por medio de entregas que haremos todos los sábados.Este es el primer capítulo que, esperamos, disfruten:

DEDICADO A:

Los mismos de siempre. Sabemos quiénes Somos.

Un cura del colegio, quien pretendía confesarme a la fuerza.

Las mujeres que me rechazaron y a las que no me prestaron atención.

 

ADVERTENCIAS:

Esta novela no contiene tantas palabras soeces, tanto sexo explícito ni tanta violencia desmedida como los dibujos animados de hoy: no es apta para niños de cualquier edad.

La inquieta imaginación del autor originó, en un acto creador, las características y la personalidad de cada personaje. Si alguna persona se ve reflejada en la novela, no hace más que afirmar su egocentrismo.

 

 

“Los libros no se han hecho para que creamos lo que dicen, sino para que los analicemos. Cuando cogemos un libro, no debemos preguntarnos qué dice, sino qué quiere decir”.

UMBERTO ECO, ‘El nombre de la rosa’.

I

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo séptimo (Violencia), Aro I: Violentos contra el prójimo. Homicidas.

 

            “Todo lo que nos rodea, todo lo que vemos sin mirarlo, todo lo que rozamos sin conocerlo, todo lo que tocamos sin palparlo, todo lo que encontramos sin distinguirlo, ¿tendrá sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, a través de ellos, sobre nuestras ideas, sobre nuestro propio corazón, efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables?”

GUY DE MAUPASSANT, ‘El Horla’.

 

            A manera de ser llamado por gritos que no tienen dueño, así deambulaba por la calle que simulaba un caudaloso río en medio de dos acantilados de edificios, tan rojos como la sangre y tan turbios como los pensamientos de quien acaba de cometer un asesinato. Las figuras de las estructuras de cemento se erguían rígidas, como las cruces en que fueron sacrificados los ladrones que acompañaron al Cristo, y de sus fachadas se asomaban rostros que le recordaban al homicida la imagen de quien fuera reconocido, hacía pocos momentos, como un ser vivo: las ventanas eran los ojos que lo miraban con reproches y las puertas las bocas que expelían las sentencias por las cuales se reconocía su culpabilidad.

            El cielo, colorado y complicado, lanzaba al hombre reiteradas muestras de protesta: se sentía insultado al tener que recibir con sus amplios colores a aquel que manchó sus manos con el líquido vital de un semejante; ora rugía de la misma forma en que lo hacía en los días de violento arrebato, ora se cerraba sobre él como lo pudieron haber hecho las virulentas aguas que se tragaron al ejército de Ramsés el Grande cuando éste iba persiguiendo a los israelitas. Y el hombre, asustado, temblando con arrebatos de terror, intentaba esconderse de la furia de los elementos envolviéndose en las puertas de los edificios, ocultando su cara y su cuerpo al empíreo que lo estaba importunando de una manera tan aberrante y terca.

            Pero es bien sabido que las culpas se cargan como fardos de conciencia que doblan con su peso la columna vertebral de quien las lleva dentro de sí. El hombre, incapaz de encontrar un refugio seguro que lo librara de las Furias que con tanto ahínco lo acosaban, gritaba contra la providencia por la mala ventura que lo llevó a cometer el crimen. Las palabras salían como ráfagas de su boca, pidiendo perdón a diestra y siniestra, hacia arriba y abajo, a todos los puntos cardinales y a todas las direcciones del firmamento. Su desesperación lo llevaba a tomarse la cabeza con las manos y a tirarse de la manera más ruda la negra cabellera que la adornaba, mientras que sus gritos hacían que su garganta se sintiera herida, tanto como lo estaban sus rodillas, que soportaban todo el peso de un condenado que se flagelaba en el suelo como señal de contrición, la carga de un sentenciado que se magullaba sin sentir el menor dolor físico. El peso moral que insidiosamente lo castigaba lo forzaba a olvidar todo lo relacionado con su cuerpo, como si este no fuese más que una quimera que desease dejar de lado y, con ella, al brutal acto que acababa de cometer.

            Y la memoranza de la sevicia que empleó al actuar de esa manera, lo premeditado de su acción y la perturbación con la que afrontó las consecuencias hicieron que sintiera mareo: los edificios, ofuscados, perdieron su compostura y empezaron a inclinarse sobre él, como si desearan ver de cerca la cara de un asesino inveterado. El cielo, afligido, como si sintiera propia la angustia del hombre, la angustia de quien había cometido un delito contra la humanidad misma, empezó a llorar y sus lágrimas caían encima del miserable que yacía en posición fetal acariciándose el cabello, ese miserable en el que las arcadas que su propia putrefacción le produjeron hacían prever el consiguiente derrame de toda la porquería que tenía dentro de su ser. La vista se le nublaba y, en medio de la intangibilidad de lo que no podía apreciar correctamente, sus visiones le hicieron encontrarse con un cuerpo que yacía en el andén que estaba al otro lado de la calle. Se preguntó si no sería una alucinación, una maléfica y malintencionada visión del espectro del occiso que fijamente lo miraba con sus ojos hinchados e inyectados de sangre, fuertes manifestaciones que se salían de sus órbitas y que parecían querer devorarlo con sus dientes de carne roja y lasciva.

            El hombre, compungido y confundido, se sintió como Saulo de Tarso en medio del incidente que le ocurrió en su viaje a Damasco: una penetrante visión se interpuso entre el objeto de su auscultar y él, una alucinación más que oscurecía su entendimiento y que lo hacía acudir a las formas del más allá de la tradición judeocristiana. Simulando a unos buenos samaritanos, unos seres, tres hombres, se acercaban al muerto, que continuaba en el mismo sitio. Sin embargo, era una forma extraña, singular, la que mostraban los espectros al moverse: en vez de dar los pasos de manera directa, se acercaban retrocediendo, yendo hacia atrás, caminando de espaldas en dirección al punto en el que yacía el inmóvil cuerpo. Creyó reconocer a algunos de esos entes fantasmales, salidos de las más oscuras regiones de su propia imaginación: eran aquellos a los que denominaba sus amigos, los mismos que lo habían ayudado a golpear, hasta producirle la muerte, al tipo de los ojos ardientes. Decidido a llegar hasta donde sus fuerzas se lo permitieran, hasta las últimas consecuencias, se armó de coraje y optó por seguirlos. Vio a esas formas levantar a la masa informe que estaba en el piso. Mientras él caminaba hacia ese sitio las apariciones se retiraron retrocediendo, en tanto cargaban el pesado fardo, siempre de la misma manera: dándole la espalda al lugar al cual se dirigían.  Las siguió por la calle, los vio doblar una esquina y a ella fue a dar.

            Pronto olvidó las miradas recriminantes de los edificios y los exabruptos del cielo. Todo argumento de conciencia que lo había incordiado con anterioridad se había separado de su ser, alejado por una descarga de curiosidad inexplicable que se equiparaba con la que motivó a los primeros cristianos a unirse a la nueva secta: dobló, a su vez, la esquina (que después le pareció ver transformada en una octava) y, libre de las náuseas y de las arcadas que por poco lo hacen vomitar, pudo apreciar con amplitud la verdad de lo que estaba ocurriendo. En ese momento la calle le pareció conocida, tanto, que llegó a pensar que era de su exclusiva e inalienable propiedad.

“De profundis clamavi”.

-Desde lo más profundo te invoco, Señor-

Inicio del Salmo 130.

            “¡Oh, Dios mío!”, exclamó, mientras se arrodillaba y hacía genuflexiones que harían sentir piedad a un demonio, al percatarse de lo inverosímil de una situación que se presentaba tan real y desconcertante. “¡Ábreme las puertas de tu bondad, Señor! ¡Perdona mis pecados como perdonaste los de San Pablo, Tú, quien liberó a los israelitas del yugo tiránico de los egipcios y quien permitió que Su único hijo fuera crucificado al lado de unos miserables ladrones para expurgar los pecados de toda la humanidad!  Por favor, no dejes que desfallezca en este momento de contrición, en el que abro mi corazón y te pido perdón, ¡perdón!, por todos mis pecados”. Dicho esto, el hombre cayó tendido, cuan largo era, en la mitad de la calle.  Los samaritanos no le prestaron atención; el pecador arrepentido no existía para ellos.

            ¿Qué pudo ocurrir para que el hombre sintiera tal desvaído que lo desmayó?

            Al parecer, vio su persona reflejada en la sombra de uno de los que cargaba el fardo; era él, ¡él!, quien, con sus amigos, entraba retrocediendo, con el pesado bulto a cuestas,  hacia el interior de “Mi Recoveco”.

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