El síndrome del pedestal (última entrega)
Les presentamos el último capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XXVI.
La Divina Comedia. El Cielo VII, de Saturno: Espíritus contemplativos.
“Es mejor morir de hambre habiendo vivido sin pesar ni temor, que vivir con el espíritu turbado en medio de la abundancia”.
EPÍCTETO.
‘Así –siguió Salas, como si estuviese dictando una cátedra magistral en una importante universidad-, las comunidades agrícolas se fueron formando en sociedades bien dispuestas, en las que el arado, la siembra y la recolección de los frutos fueron parte fundamental de los nuevos centros de poderío que por ende iban surgiendo -Salas se calló un momento, en el cual auscultó a Ortega, con el fin de observar el efecto que sus palabras producían en él; al notar que el otro se encontraba prestándole atención, sin que mediara la menor intención de interrumpirlo, continuó-. Como ve, no sólo para hablar de amor y para enamoriscarse sirve la primavera… de hecho, recuerdo ahora que era la época propicia para poner en movimiento el aparato militar de esos grandes ascendientes de los Estados modernos. Alejandro Magno, Ramsés II de Egipto, Murssilis, del reino Hitita, Hammurabi y Nabuconodosor de Babilonia, Asurbanipal de Asiria y todos los grandes reyes y estrategas militares de antaño tenían que esperar la llegada de los primeros días primaverales para colocar sus tropas en movimiento, de tal manera que las grandes empresas de las milicias se llevaban a cabo en esos días que ensalzan los poetas, en los que los pájaros cantan y las flores aparecen. Por supuesto, en invierno era imposible movilizarse; las circunstancias de índole logística de esos tiempos impedían…
Pero lo que Salas consideraba una educada e interesada atención de su interlocutor no era más que una falacia interpretada con majestuosidad; la urbanidad del periodista le impedía interrumpir una clase magistral, pero su mente, apartada de los lineamientos sociales, lo llevaba a un viaje que estaba realizándose en el país de los recuerdos, como si su protagonista fuera llevado a él por uno de los fantasmas de la obra de Dickens, sólo que, en vez de ser navideños, estos eran primaverales. No en balde el periodista le había dado a leer a su amigo lo que sabía de antemano a él le iba a parecer una muestra de mal gusto y de anorexia de talento; como llevado de un arrebato inexplicable de infantil nostalgia, Ortega, antes de encontrarse con Enrique Salas, memoró las circunstancias que lo habían llevado a la ocasión en la que lo conoció, un día en el que también estaba muriendo el invierno y naciendo la primavera. Sonrió con delectación al recrear en su mente las escenas que acontecieron en el diario estando él afuera; Natalia se las había referido con emoción… ¡Cómo fastidió al bruto de Ignacio Pirobovich!
El síndrome del pedestal (vigesimoquinta entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XXV.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude). Aro VIII: Consejeros fraudulentos.
“Las acechanzas del mar le parecen remotas a quien sólo escucha el lejano bramido de las olas al quebrarse en la playa”.
AMBROSE BIERCE, ‘El monje y la hija del verdugo’.
Una tarde de finales de verano Enrique estaba muy sosegado en su apartamento leyendo un libro de arqueología, ‘La resurrección de las ciudades muertas’, de Marcel Brion, cuando oyó que el acuciante timbre de su apartamento deseaba anunciarle la llegada de alguien imprevisto, que había arribado sin hacer la previa llamada telefónica de rigor. Se asomó al balcón, aunque sin dejar que la persona (visitante ocasional) que lo necesitaba lo viese; pensaba que podía ser Rosa María quien llegaba a interrumpir su momento de sosiego. Para su sosiego, era Carolina. ¡Carolina! Le sorprendió que ella llegara a buscarlo; a pesar de no pretenderlo, era curioso: optó por recibirla. Pensó que ella tenía noticias de Mateo.
Pronto pudo percatarse de lo equivocada que era su suposición. Ella quería saber si él, como amigo de Mateo, tenía noticias suyas; andaba perdido. Habían pasado unos días, casi veinte, desde la última vez que vio a su querido Mateo (en quien, según lo que Enrique pensaba, ella veía cualidades que lo unían con su padre, de quien todavía estaba enamorada); le preocupaba que él no se hubiera comunicado con ella. Fue a “Mi Recoveco” buscando alguna razón, pero todos la recibieron agriamente, como si ella fuera una policía indeseable, como si fuera una soplona. De mala gana le hablaron, muy poco le dijeron; nadie había visto a Mateo en días, de la misma forma que a Lucas. Le dijo a Salas que no le afectaba que la trataran peor que a un perro callejero, por lo cual determinó ir todas las noches hasta que supiera algo de Mateo. Lo amaba demasiado; no le concedía importancia alguna al largo viaje que debía hacer desde Berazategui, en el sur del cono urbano bonaerense, ni al dinero que gastaba en pasajes de tren o de colectivo. Quería saber algo de Mateo. Necesitaba saber algo de Mateo. Read More…
El síndrome del pedestal (vigesimocuarta entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XXIV.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo cuarto (Avaricia y prodigalidad).
“¡Oh mente humana, ignorante del hado y de la suerte futura, tan fácil de levantar por la fortuna próspera y que nunca sabe en ella guardar mesura!”
VIRGILIO, ‘La Eneida’.
Mateo pensó que sería un mentecato, así fuera poco original de su parte, si no se sumaba al negocio con el nuevo co-propietario de “Mi Recoveco”. Sabía que estaba en la necesidad de conseguir dinero, pues sentía que se estaba volviendo viejo y que no había cumplido con las metas que se había impuesto al llegar a la Argentina procedente de Paraguay. Las cosas estaban tomando una mejor cara: habían arreglado el negocio, la bandera de Independiente Santa Fe le dio paso a una de Peñarol de Montevideo, llegaban muchos más clientes, en su mayoría amigos de su asociado, quien era conocido por el alias de “El Brasileño”, a pesar de ser uruguayo de nacimiento.
Extrañaba la presencia de Enrique y de Eduardo, que no habían vuelto al negocio (Enrique le dijo, en una ocasión en que se encontraron en un restaurante, que “Mi Recoveco” perdió el encanto, que no era el sitio al que iban tranquilos a hablar con calma, que se había convertido en un pandemonio que se la pasaba repleto de personajes ebrios y de mala catadura a los que no conocían y que les resultaban muy desagradables, a pesar de los esfuerzos que Lucas hizo cierta vez de presentarles algunas personas y de hacerlos sentir bien. Enfatizó el desconcierto que sentían al decirle que estaban “como los borrachos habituales de Moe, el cantinero de Homero Simpson, cuando éste clausuró la taberna para abrir una discoteca para esnobistas, guardadas las proporciones”), aunque era consciente de que, si bien las conversaciones que con ellos mantuvo le hacían falta, estaba ganando dinero y nada era más importante que eso.
El síndrome del pedestal (vigecimotercera entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XXIII.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude). Aro V: Rateros y tramposos.
“Corremos unos tras otros como caballitos de tío vivo, sin alcanzarnos nunca”.
JEAN PAUL SARTRÉ, ‘A puerta cerrada’.
– Algo se me ocurrirá; tengo la necesidad de levantar billete como sea –decía Mateo- El negocio no está andando muy bien…
– Cuando decís “negocio”, ¿a qué te referís? –quiso saber Ortega.
– A todo, Eduardo, a todo –respondió Mateo, con gravedad-. La chuta está mosca con la cuestión de los secuestros, gentileza de tus colegas –Eduardo hizo una ligera venia, un irónico agradecimiento por el reconocimiento dado al loable trabajo de los medios-, como si fuera mucho más relevante eso que todos los niños que se mueren de hambre en el país… –Mateo culminó con cinismo, como si el secuestrar, torturar y ultrajar personas no fuera un asunto relevante.
– Te recuerdo que la moda mediática ahora ha pasado a los pibes que no tienen nada qué comer en Tucumán –aleccionó Ortega-, por lo que a tus colegas los han dejado algo de lado.
El síndrome del pedestal (vigésimoprimera entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude). Aro VI: Hipócritas.
“No hay efecto sin causa; todo está encadenado necesariamente y dispuesto de la mejor manera posible”.
VOLTAIRE, ‘Cándido’.
Ortega alzó la vista y vio ante sí el letrero feo y de mal gusto que decía “Mi Recoveco”. Si su fachada externa le dio una impresión desfavorable (pues debajo del aviso tenía una amplia puerta doble de vidrio negro que impedía ver el interior del sitio y una ancha ventana a su lado, también del mismo color, protegida por una reja), cuando entró, a pesar de ir preparado para hallar cualquier cosa, casi se va de espaldas por la fuerza negativa que le produjeron las emociones dispersas y dispares.
En el mismo momento en que abrió la puerta se sintió objeto de la mirada de veinte pares de ojos; como si hubiera pasado una ambulancia por aquel lugar, la mayoría de los que estaban en ese sitio tornaron su cabeza para ver a la persona que estaba haciendo su entrada. Algunos lo hicieron porque quizás esperaban ver a alguien conocido, otros por simple curiosidad; no faltó quien lo hizo para sacudir el tedio que lo estaba consumiendo (muy posiblemente en ese caso estaría una que otra chica que a disgusto se encontraba acompañando a un sujeto desagradable, o a uno muy feo, o a un grosero o a un borracho). Casi reprimido e intimidado por ese recibimiento, se quedó un momento de pie en la puerta, observando, a su vez, el interior de “Mi Recoveco”, el mismo sitio del que el joven golpeado le había hablado hacía unas horas. A su derecha se levantaba una pared que se extendía varios metros hacia delante; en ella estaba un calentador a gas, en el que una imagen color naranja sobre un fondo negro de la Torre Eiffel lanzaba irradiaciones caloríferas por medio de los conductos que la formaban. Guirnaldas y flores de motivos parecidos a los navideños colgaban por arriba, como si fueran enredaderas puestas a propósito; una serie de mesas estaba al lado de la pared y en dos de ellas se encontraban unos comensales hablando con unas chicas que les servían cerveza a cada instante, como si desearan emborracharlos con premura. A su izquierda había un poco más de espacio y, en él, cuatro mesas, colocadas en forma de cuadrado, eran testigos de la forma como las chicas hacían su trabajo.
El síndrome del pedestal (vigésima entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XX.
Suenan acordes de “Bella Rosa María”, autoría de
Fritz Kreisler.
“Por las calles y plazas su mujer va gritando:
‘Pues me ve tan hermosa que me quiere adorar,
quiero el culto de un ídolo de los tiempos antiguos,
y como ellos exijo que con oro me cubran;
embriagarme con nardo, con incienso y con mirra,
con manjares y vinos, con rodillas dobladas,
quiero ver si es posible usurpar en un hombre
entre risas el culto tributado a los dioses’”.
CHARLES BAUDELAIRE, ‘Bendición’.
Últimamente se quejaba de manera constante por lo injusta que había sido la vida con ella. No encontraba, dentro del cúmulo de prendas de vestir que tenía en su armario, una que se adecuara a la ocasión: era la primera vez que iba a estar con sus amigos y con Enrique, en un sitio “decente”, por lo demás. Aunque varias veces había salido con él, estuvo molesta la mayoría de ellas, ya que su indecoro la obligó a asistir a aburridas obras de teatro a “la gorra”, a ver fastidiosas e ininteligibles películas de cine europeo en sitios cerrados y poco ventilados, a tomar cerveza con Juan González y su horrible novia (una ordinaria que no sabía vestir, ni hablar, una cualquiera que no había aprendido los modales de una dama, según ella misma estimó), a arrastrarla a un concierto de un estridente grupo musical llamado “Totus Toss”, realizado en un garaje estrecho, lleno de muchachos sucios y drogados, a ver la grabación de “Compatriotas”, un burdo programa de televisión, en el Canal 7, a encerrarse tediosas horas en el Museo de Arte Moderno mientras le daba lecciones, que no le había pedido, sobre los insulsos cuadros y las deformes esculturas que veía. Un día llegó a prometerle que la llevaría a “Mi Recoveco”; ella quedó sorprendida al escuchar ese nombre y le preguntó si se trataba de una nueva discoteca en La Recoleta o por la Avenida del Libertador. Él le contestó que era un sitio al que iban a embriagarse una caterva de ebrios y de desadaptados sociales, que allí acudían a buscar la compañía de unas chicas.
El síndrome del pedestal (decimonovena entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XIX.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo séptimo (Violencia). Aro I: Violentos contra el prójimo. Tiranos.
“Un hombre corriente busca el bien y el mal en una cosa externa… el hombre capaz de reflexionar los busca en sí mismo”.
ANTÓN CHÉJOV, ‘La sala número seis’.
– A veces estábamos tan aburridos, sin nada que hacer, que tirábamos las colillas de los puchos al piso, para ver cuál de ellas sacaba más chispas –dijo Mateo, al estar refiriéndoles una historia más a Eduardo y Enrique, ante un requerimiento del primero de ellos-. El humo de los cigarrillos ayudaba a espantar los mosquitos, pero su llama los atraía hacia nosotros. Era una labor muy dura y sin recompensas inmediatas, si entienden lo que quiero decir. Trabajábamos horas y horas diarias, sembrando matas, recogiendo las ramas, fumándonos las que podíamos, sin ver una sola alma distinta a nosotros, aguantando el sol diario, resistiendo las ganas de ir al pueblo más cercano a culiarnos a todas las putas que encontráramos, pasando semanas enteras en ese trabajo, reciclando las hojas, procesándolas, haciendo de todo y sin tener una distracción diaria. Tan solo una vez al mes era que podíamos ir de joda al pueblo.
– ¿Che, Mateo, dónde me dijiste que era eso? –indagó Ortega, quien estaba tomando notas; ese día no hubo partida de dominó, pues faltaba el cuarto jugador, hecho que aprovecharon el periodista y el antropólogo para solicitarle más cuentos y anécdotas a Mateo, quien con sumo gusto se las relataba.
– En la Guajira, mi estimado periodista –respondió Mateo.
El síndrome del pedestal (entrega número 18)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XVIII.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude). Aro II: Aduladores.
“No te dejes arrastrar más allá ni más arriba de tu esfera. Sencillamente, sé como eres”.
PÍNDARO.
Eduardo Ortega sentía que había caído en lo que se conoce como “síndrome del pedestal”. No es que se sintiera uno de los caballeros de la Edad Media que luchaban por los favores de una casta y pura doncella que estaba encerrada en el último piso de una elevada torre, ni como uno de los mojigatos que sólo ven en las mujeres objeto de reverencia y no de amor, de comprensión, de pasión. Algo lo incordiaba, lo mantenía nervioso, descontento consigo mismo, lo tensionaba y lo sometía a un estrés que nunca antes había padecido. Eduardo Ortega se sentía así porque era una víctima más del “síndrome del pedestal”.
No podía explicarse lo que le pasaba cuando veía a Natalia; se ponía tenso, nervioso, los colores a su cara afluían y sentía que iba a explotar, debido al flujo de sangre que en su rostro se agolpaba. Y, lo que era peor, él sabía que Natalia se percataba de esos humillantes cambios, de esas estúpidas señales de timidez y de inseguridad. Le parecía sentir la burlona risa de la chica cuando él se retiraba, los cuchicheos que hacía con sus amigas una vez él les había dado la espalda, los pensamientos de autosatisfacción y de ego insuflado que ella debía tener cada vez que se aparecía frente a ella un tipo que parecía un farol rojo y luminiscente. Pero, para mayor desconcierto, él no podía evitar ir, cada vez que llegaba a la sala de redacción, en dirección al lugar que ella ocupaba para saludarla, así se colocara colorado su rostro, así sus sienes se inflamaran y las venas descollaran entre la piel, así el calor que irradiaba su cuerpo lo hiciera sentir en el infierno de Dante, así la transpiración lo empapara sin poder aliviar la molesta sensación de quemazón que sentía y así las compañeras de sección de Natalia lo miraran burlonamente y los compañeros con un dejo de celos y de desprecio.
El síndrome del pedestal (decimoséptima entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XVII.
Suenan acordes de la “Danza macabra”, autoría de
Charles Camille Saint-Saëns.
“Tendrá que contentarse con aquellos pequeños éxitos que el recuerdo del pasado hace aún más amargos que derrotas”.
OSCAR WILDE, ‘El retrato de Dorian Grey’.
– Fue perfecto, muchachos –dijo Mateo a Enrique Salas y a Eduardo Ortega. La cerveza estaba a disposición y los cigarrillos veían morir en el fuego y en el humo sus pocas posibilidades de permanencia-, fue un golpe audaz, pero efectivo. Muy agradecido le estuvimos a toda la red de informantes que nos ayudó, entre ellos los taxistas amigos de “Bisoñé”, así como a los tombos que permitieron llevar a cabo el trabajo sin que ninguno de sus colegas nos jodiera la vida. “Bisoñé” siguió al pibe durante cuatro semanas; se aprendió su rutina diaria, memorizó la cara de sus conocidos, lo espió cuando iba a un telo con la novia, cuando se comía una pizza, cuando iba al baño a orinar, todo. Los policías a los que compré no permitieron que pasara ningún carro por la calle en la que queda la casa de los viejos del chico mientras hacíamos el laburo. Lucas hizo lo que tenía que hacer, aunque se pasó un poco de violento: ya dentro del auto de “Bisoñé”, cuando llevábamos al chico a la casa en la que lo guardamos, empezó a pegarle como un demonio; me tocó pararlo, porque de lo contrario lo mata. Ya le he dicho a Lucas que, cuando se va a trabajar, no debe llegar pasado, pero siempre lo hace. Tanta droga y alcohol le están quemando la cabeza. Claro está que con lo de los golpes estuve de acuerdo, pero no con la cantidad, ya que hay que amedrentar un poco al “cliente”; no se puede ser blando al hacer un trabajo como este, puesto que se corre el riesgo de terminar siendo amigo del secuestrado o, lo que es peor, dándole la creencia de que uno es débil y pusilánime.
– No me digás que por eso es que torturan a los secuestrados –dijo, a modo de pregunta indirecta, Eduardo Ortega.
El síndrome del pedestal (decimosexta entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XVI.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo séptimo (Violencia). Aro I: Violentos contra el prójimo. Salteadores.
“¿Cuándo voy a poder
convertir el teatro de mi triste miseria
en labor de mis manos y en amor de mis ojos?”
CHARLES BAUDELAIRE, ‘El mal monje’.
La suerte de Virgilio era la que necesitaban los que iban a acometer la arriesgada empresa. Si bien es cierto que llevaban ocho meses planeándolo todo, haciendo un seguimiento de las personas, comprando policías y estableciendo bases y centros de operaciones, estaban en la obligación de darle su crédito al Destino si todo salía bien.
“Bisoñé” era el encargado de llegar con el taxi al sitio del siniestro; “El Negro” debía bajarse rápidamente al encontrarse el vehículo cerca de la casa de la víctima, de tal manera que atrapara al muchacho por la espalda, cerrándole la boca así fuera a punta de trompadas, lo que, se puede imaginar uno, le debía producir una inmensa lástima a Lucas, unida a un sentimiento de piedad, la misma lástima que lo debió haber atrapado en sus redes el día en que llegó a “Mi Recoveco” exudando alegría y satisfacción porque dejó medio muerto en la calle a un chico que no quiso regalarle un cigarrillo. Mateo iría en el taxi con Lucas y “Bisoñé” y, en caso de ser necesario, ayudaría a “El Negro”, aunque no era muy probable que éste necesitara del complemento que su jefe le pudiera brindar.
Dos personajes vestidos con el uniforme de la policía de la Capital Federal bien hubieran podido llamar la atención en el norte del casco urbano bonaerense, en la localidad de San Isidro. Dos policías fuera de su jurisdicción deberían despertar sospechas, máxime si estaban dando rondas por la casa de uno de los más sobresalientes personajes del sector. Pero sus azules atuendos no fueron objeto de suspicacia ni de censura; los dos policías siguieron, impertérritos, haciendo la consabida guardia.