Feria madre (séptima entrega)

Por Pedro Pablo Escobar

«Feria madre» llega a su séptima parada. Es una novela escrita por Pedro Pablo Escobar y con ilustraciones de Pedro Escobar Muñoz. Si desean leer alguna de las anteriores entregas, opriman en el número correspondiente: 6, 5, 4, 3, 2, 1:

 

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CAPITULO  VII.

INAUGURACIÓN DE FERIA MADRE.

Hacia el centro y dominando la ciudad, se alzaba imponente el palacio de los templos. Era una construcción magnífica. El primer plano constaba de tres ovoides circunscritos coincidentes en uno de sus ejes. Del ovoide central se alzaba, majestuosa, una torre de ocho niveles ascendentes de menor a mayor como un zigurat invertido. Cada nivel del zigurat era a su vez un ovoide coincidiendo en uno de sus ejes. El ovoide externo consistía en un mural con figuras talladas en piedra y artísticamente pintadas, alusivas a los eventos más grandiosos de cada uno de los grupos  religiosos residentes en el palacio. Tenía un gran pórtico central que comunicaba con el primer nivel de la torre, o área de distribución, la cual, además de tener el acceso a cada templo, comunicaba con los jardines laterales de aquellos, y poseía siete ascensores, uno por templo, para acceder al nivel asignado a eventos y actividades no rituales relacionados con la administración del credo, y el exclusivo al gran sínodo al cual también se podía llegar por los ascensores de los templos pulsando el botón “GS” – Gran Sínodo -. Los templos estaban separados lateralmente por hermosos jardines y fuentes. Estratégicamente ubicados había asientos y escaños finos de madera, concreto y metal para descanso de visitantes, clérigos y devotos, y se extendían desde el ovoide circunscrito como intermedio hasta la torre. Un inmenso faro remataba la torre y sus haces de luz bañaban intermitentemente durante la noche el lomo de los edificios, prados y plazuelas, haciendo juegos de luces con los alumbrados de los edificios, avenidas y parques. Encima del faro, suspendida en el cielo, sostenida por un ingenio de magnetismo, una magnífica esfera giraba perpetuamente irradiando luces simulando un  pulsar.

Habiendo pluralidad de credos derivados de una fuente común,  se asignó un templo a cada uno de los cinco grupos primordiales y un sexto a los restantes. Debiendo cada grupo elaborar sus propios sínodos en procura de una armonización interior; de estos saldrían los representantes al gran sínodo. Siendo imposible la unificación de cada grupo, hubo de elegirse al azar a estos últimos.

A tres cuadras del palacio de los templos se construyó el “Palacio Logístico”. Constaba de cinco secciones: primeros auxilios con salones para casos de emergencia, parqueadero para 100 ambulancias, cien médicos y doble número de paramédicos, y los equipos de prestación de primeros auxilios. En casos críticos los enfermos serían trasladados en ambulancias y escoltados por la guardia hasta fuera de las murallas y entregados allí a ambulancias que los trasladarían a los hospitales más cercanos. Adyacente a este sector, estaba el de la guardia del sínodo, compuesta por varios millares de gendarmes integrados por candidatos de los grupos religiosos seleccionados previamente según capacidades físicas, mentales y su fidelidad al credo, portaba cada grupo uniformes diseñados a usanza antigua, resaltando las vistosas  vestimentas de cruzados y de guerreros defensores del profeta de los primeros siglos del milenio pasado.   Había una guardia adicional de militares de la confederación portando un brazalete en el brazo derecho que hacía la diferencia con la guardia de extramuros, con la misión de coordinar a la guardia del sínodo en la preservación el orden. El equipamiento de la guardia de la confederación era de  500 motos, 200 carros de patrulla, y 10 carros antimotines lanzadores de agua. Cada guardia estaba proveído de porra de madera y resina, escudo y casco antimotines, máscara antigás, pistola lanzadora de perdigones plásticos y adminículos lanzadores de descarga eléctrica y esparcidores de gases paralizantes. La guardia del sínodo portaba armas de la época como espadas, alfanjes y puñales, jabalinas, arcos y aljabas, y una cabalgadura por cada par con vistosos aperos y gualdrapas. La sección de la guardia sinodal a su vez se dividía en seis pabellones, uno por grupo de credo. Había un pabellón a doscientos metros, asignado a la guardia de la confederación. Anexa a esta, un salón a manera de cárcel de paso para infractores, los cuales eran liberados mediante una reconvención en plaza pública si su condena según un tribunal que operaba en otro anexo era inferior a siete días. Si era igual o superior a ese número el detenido era transportado fuera de la ciudad en una radio-patrulla y entregado a gendarmes externos junto con el expediente para ser remitido a la jurisdicción de extramuros. Otro anexo era el servicio de bomberos y contraincendios compuesto por dos centenas de guardias expertos y 20 carro-tanques bien aprovisionados.

Eran de admirar las murallas, los almenares y la gran entrada. Le seguía en magnificencia al palacio de los templos la plaza de la Feria Madre. Era la forma de esta plaza un heptágono gigantesco. Había siete corredores, uno en cada conjunción, comunicando la plaza con el exterior y, entre cada dos corredores, un magnífico palacio de plano inferior trapezoidal. En total, siete palacios: Uno por grupo afín de las cinco religiones grandes de la tierra, un sexto para las restantes, y un séptimo para religiones extintas. Cada palacio tenía cuatro sectores bien delimitados: El del conocimiento conteniendo libros sagrados, escritos de profetas, teólogos, santos y sabios doctores de la doctrina, el de música sacra, el de arte pictórico y escultórico, y el de danza sagrada. Cada sector comenzaba con una espaciosa antesala provista de atril para oradores versados en el contenido o exposición del sector, y filas de escaños para asistentes ansiosos de conocimiento.

El día de la inauguración, mil trompetas y cornos apuntando 45° hacia los puntos cardinales, al exterior de las murallas, comenzaron a sonar, y a su estruendo se unían cada 21 segundos ráfagas de otros mil, y así hasta cubrir todas las almenas de las altas murallas, haciendo retumbar la tierra a varios kilómetros de distancia. Eran accionados por sacerdotes entrenados desde hacía tiempos para la ocasión. El ruido era ensordecedor, y cuando llegó a su cúspide, empezó a descender igualmente en oleadas de a mil hasta el silencio. Llegado al silencio, las puertas se abrieron y permanecerían sin cerrarse durante siete días, dando paso a la entrada de medio millar de millares de asistentes: Jerarcas de las iglesias de la tierra, la flor de sus teólogos, sabios y exégetas, comunidades organizadas de devotos fieles y admiradores, chamanes de los bosques, adivinos y hechiceros dispensadores de la buena-fortuna, comerciantes de pócimas y conjuros, políticos y rectores de pueblos en busca de consejo para el buen gobernar o la perpetuación en el poder, buscadores de verdades inconformes con las ofrecidas hasta ahora, humanistas, filósofos, antropólogos, sociólogos, psiquiatras, representante de gremios de la actividad humana creadora de bienes: agricultura, minería, pesca, construcción, científicos e inventores y gentes del común que esperaban aportar algún grano de maíz y trigo al amasijo de concordia y sabiduría que, se esperaba, brotara de los congresos y concilios a celebrarse. Había también nubes de escritores y periodistas armados de lápiz y papel puesto que la norma prohibía todo tipo de comunicación diferente a la palabra hablada o escrita. Transcurridos siete días las puertas de la ciudadela se sellarían por un periodo de cien días, y en él nada ni nadie podría entrar, excepción hecha únicamente a los guardias de la confederación con licencia del sínodo. Las despensas de la ciudadela estaban suficientemente provistas para cubrir mínimamente y con solvencia los requerimientos de cien días de las gentes que estarían dentro. Después del séptimo día, si alguien quería abandonar la feria, se dirigía al gran portal, en una garita luego de los chequeos de control, se abría una puerta pequeña empotrada en la grande, y una vez fuera ya no podría reingresar, era una salida sin retorno. Así quedaba la ciudadela y cuanto en ella había, aislados del resto del mundo por el lapso de cien días que era la duración pactada. A partir del séptimo día solamente podrían ingresar, una vez por semana, en la modalidad de llegar hasta la puertas y transbordar a vehículos de adentro, alimentos y provisiones que, sin llegar a ser suntuosos, eran indispensables para la subsistencia de los residentes.

Las garitas de las entradas estaban atestadas por el gentío que pugnaba por entrar. Después de ser requisadas para verificar el no porte de armas y de indicárseles qué sitios podrían estar a su disposición para su estadía, se les proveía de mapas guía, un resumen del reglamento sobre el comportamiento  en la ciudadela y un directorio de los sitios de interés, el cronograma de eventos ya inscritos y un instructivo de cómo participar en ellos y cómo organizar otros si ese era el propósito. Fueron siete días de ebullición, de ir y venir de las gentes de un sitio a otro de la ciudadela reubicándose algunas hasta hallar el lugar más conforme y disponible a su predilección. Eran como enjambre de abejas buscando el panal, o ejércitos desorganizados de hormigas camino al hormiguero ante la amenaza de inminente tormenta.

A las 12 en punto del sétimo día se revivió la escena de las trompetas y cornos, pero con las bocinas dirigidas hacia el interior, al ombligo del mundo; y se apagaron cuando ya estaban completamente cerradas y selladas las puertas de las murallas. Las gentes refugiadas en los albergues asignados, protegiéndose del descomunal estruendo, comenzaron a salir por millares hacia las avenidas por donde el desfile de jerarcas daría inicio oficial a la gran feria.

Desfilaban esplendorosas carrozas tiradas por corceles hermosos, conducidas por aurigas vestidos a la antigua usanza de los reyes de antaño de la provincia donde hoy era sede del jerarca, y este con sus mejores galas, apoltronado en los cojines de la carroza, mostraba su antiguo esplendor sonriendo a la entusiasmada multitud que aplaudía a todos ellos indistintamente, sin  importar de qué credo eran rectores. Detrás de cada jerarca marchaban a pie cientos de sacerdotes con candelabros encendidos, incensarios y adminículos propios del credo representado, y a veces eran complementados con docenas de monjas; y detrás de estos, a caballo unos y otros a pié, marchaba la respectiva guardia sinodal. Apostados discretamente, guardias de la confederación vigilaban el esplendoroso cortejo y guiaban a la muchedumbre ansiosa de ver a los jerarcas y las vistosas cohortes de clérigos y ejércitos.

Al atardecer finalizó la grandiosa procesión, y comenzaron los actos propios de una feria de religiones.

Simónides optó por presenciar “Los funerales de dios”, evento a celebrarse en uno de los tantos parques de la ciudadela. “Provechoso será comenzar la gran feria con un dios muerto, así el tinte de humanidad puesto en la encomienda, será más auténtico” pensaba mientras se apostaba en un sitio quieto y apropiado para la observación. No esperó mucho. Precedía el cortejo un sujeto vestido de negro de pies a cabeza, lágrimas gigantes se dibujaban en la tela que cubría su rostro, su andar parecía en verdad una danza fúnebre y en sus manos blandía el símbolo de dioses muertos: La cruz de Osiris, el mazo de Votan, el báculo de Bochica, el rayo de Zeus, el Tridente de Neptuno, y muchos más, y, en la espalda, símbolos contemporáneos como cruces de cuatro brazos unas y otras gamadas, estrellas de cinco unas y otras de seis puntas, símbolos del sol, lunas llenas y medias lunas, falos, llamas materializadas en cristales, y un sinfín de aditamentos. Sujetos  con capuchas y túnicas negras, con expresión tétrica, arrastraban unos al frente y empujaban otros atrás, una carroza fúnebre de 4 ruedas, sin féretro, que llevaba suspendida de un travesaño colocado en lo alto descansando sobre dos columnas apuntaladas a los costados de aquella, unas campanas que, tristísimas, doblaban por el muerto, acompañadas de cornos igualmente tristísimos. Detrás, mujeres disfrazadas de ancianas, con cabelleras desgreñadas ungidas de ceniza, y lágrimas reales, lanzaban gemidos lastimeros que, si no se supiera que eran una representación, arrancarían lágrimas al corazón más duro.

-¡Dios ha muerto! – Gritó con voz potente un sujeto que seguía a las plañideras – Ya no tendréis que buscar más allá de vuestro entorno un motivo para vivir y morir. Si aún existe un rescoldo de pena en vuestros corazones, brindad con un ¡ay! O siquiera una lágrima esta tan cruel y esperada despedida.

Luego estaba la carroza mortuoria, arrastrada por 4 caballos negros y un auriga de vestidura oscura cubriéndole el cuerpo, incluida la cabeza, en la que resaltaban los brillantes ojos por las aperturas de la tela que el rostro le cubría. Era un espectáculo de infinita soledad y congoja pues trasportaban al muerto más triste del mundo.

Una llovizna fría caía como llanto del firmamento. Cuervos revoleteaban avizores en todas direcciones y había pesar en su graznido. Niñas y niños con los brazos caídos, vestidos de túnicas desgarradas, con cestos amarrados a sus cinturas, y sienes coronadas con hojas secas, sacaban flores muertas de sus cestas oscuras y las lanzaban sobre el féretro y el suelo por donde pasaba salmodiando un canto monótono a manera de letanías.

Paró la marcha. Las campanas y cornos cesaron los lastimeros toques. Un pregonero, en vestiduras de luto la mitad y la otra mitad de fiesta, gritó con voz clara sin expresar un ápice de dolor o de alegría:

-¡Ha pasado un día!- y le acompañaban los cornos y trompetas, con sones no tan tristes. -¡Dos días!- y los sones eran cuasi de fiesta. -¡Tres días!- y los sones eran de alegría, y esta se extendía a la comparsa y a los asistentes.

Jóvenes de ambos sexos cubiertos con vestiduras sacerdotales de los credos representados, sin faltar otros con solo la piel por vestidura tatuada de diferentes colores, desfilaron uno a uno inclinándose reverentemente ante la caja. “El polvo vuelve al polvo y los fantasmas a la inexistencia” estaba escrito en una de las tantas lápidas portadas por los participantes detrás del cortejo. Era admirable la solemnidad de su actuación. Bandadas de palomas y aves multicolores de embelesadores trinos ocuparon el espacio dejado por los cuervos al huir en manada. Un coro de niños ricamente vestidos, coronados con flores vivas, sacaba de sus cestas relucientes flores de bello color y embriagante aroma, y las arrojaban amorosamente al féretro y su entorno. Se oyó música de címbalos y arpas eran tocados por unos setenta mozos y mozas exuberantes, disfrazados de diablos, diablas y faunos que danzaban voluptuosamente semidesnudos cerrando el cortejo.

El que proclamara la tríada de días, blandiendo en la mano derecha una espada de la que brotaban llamas, la direccionó tres veces al cielo y otras tantas dirigió imperiosa la mirada al féretro ordenando con una voz de trueno que parecía ineluctablemente tendría que cumplirse:

-¡Despertad! … ¡Despertad! … ¡Despertad! … Amo y señor, retorna al corazón de tu imperio. ¡Sal de la ordalía de las sombras y retoma el imperio de  la luz!   Consolad a vuestra hueste implorante, ¡dad término a su orfandad de tres días!-

Callando, con gesto  súbito izó la tapa del féretro y la lanzó lejos diciendo:

-Solo los valientes y santos son invitados a ver al renacido dios. El cobarde o el pecador que intente verlo, será fulminado al instante, ¡no os quepa la menor duda! Gran expectación hay por conocer su rostro, puesto que nunca visto fue por ser alguno ni aún en la plenitud de su vitalidad excepto en los heroicos momentos en que se metamorfoseaba en hombre, puesto que no más intentar mirar su rostro y el impúdico audaz calcinado era al instante, ¡tan fulminante era su mirada! ¡Cuidados pues de profanar la deidad con vuestra impúdica mirada!

De entre los comediantes, unos con pose arrogante de valientes y otros inclinados con humildad de santos, se acercaron, miraron atentamente dentro y luego dirigían la mirada al público, y esto repitieron tres veces, y después hacían señas invitando al público a que se acercasen a ver. Así que algunos audaces espectadores se llenaron de coraje, o la curiosidad fue irresistible, y se aproximaron temerosos. Había total conmoción, y vieron… era un total vacío. Así que algunos se preguntaron si dios alguna vez existió, o había resucitado y con su inmenso poder había escapado por las rendijas del féretro versión que alegraría a los amantes de la perpetuación de los dioses con la revivificación de sus cenizas, y así los dioses muertos resucitarían y continuarían su imperio en la tierra del hombre deísta en su intento por escapar de la tierra y de sus frutos y vivir de lo que mora en el viento.

El que presidía el cortejo, escudriñó entre los asistentes, y, viendo el rostro impasible de Simónides, quien no se había movido un centímetro del sitio ocupado desde el comienzo, dijo:

-Señor, le rogamos decir algunas palabras que expresen vuestro sentir sobre el actos que habéis visto, así sean ofensivas para con nosotros las tendremos a bien pues no vemos ira en vuestro rostro. En otras ocasiones, cuando hacíamos este teatro, teníamos que huir ante las piedras que los espectadores nos lanzaban, hoy no lo hacen porque el reglamento lo prohíbe. ¡Háblanos señor!

Simónides habló:

-Veo que ni sois valientes ni sois santos, tampoco pecadores ni cobardes. Sois humanos. Creáis dioses y demonios para suplir vuestra impotencia en la búsqueda de “La razón de las cosas”. Luego los adornáis en modalidad superlativa con lo que consideráis son vuestras virtudes y vicios, y así habéis ideado el bien y el mal, y creado a dioses y demonios a vuestra imagen y semejanza, colocándoos por debajo de sus excelsos pies y sus inmundas pezuñas. Y atribuyendo a los dioses las sensaciones satisfactorias y las desagradables a los demonios, pues ¿cómo atribuirle al mismo ente actos tan antagónicos a vuestra visión? Ahora que los dioses retornaron a los meandros obscuros de la inexistencia, y os librasteis de ese peso que lastimaba vuestros lomos, y que empezáis a quitaros las anteojeras, otros senderos hay frente y al lado de tu hocico. Disfrutadlo. Como individuo vais hacia la nada, ese es vuestro destino y vuestro mérito mientras persista la especie. Mirad hacia el firmamento, amad la tierra de la que brotasteis, y ved el sol con otros ojos, y la nueva amplitud del horizonte, los hay múltiples que escoger. Sabéis que no sois únicos, vuestro objetivo es la especie, y debéis aprender a satisfaceros en  su servicio. ¡No hay destino distinto al trazado por la naturaleza! ¿Es la idea de dios un producto de la inteligencia en evolución? Y como tal, ¿su extinción será otro estadio de la misma tendencia? O un producto de la ambición humana en su sed de poder, a veces como humildad ante la ignorancia de lo circundante, o como una modalidad a seguir por la costumbre hallada en la formación del individuo. ¿O mezcla de todo un poco? ¿Y no es su extinción el agotamiento de la vana ambición, la disminución de la ignorancia ante el ambiente, la conclusión idónea de la incomprensible aventura?

 “Los dioses asumieron los vicios y virtudes de sus creadores en forma extrema tal que se trocaron en misterio para las limitadas mentes que los concibieron.

“Os conjuro dioses a que volváis a vuestros antros sombríos de donde brotasteis por la magia de mentes exaltadas por la ambición, por el temor, por la visión enceguecedora hacia las estrellas, en la busca permanente de un refugio para no enloquecer, o como un medio más de supervivencia”.

Calló y luego dijo, dirigiéndose al que había solicitado sus palabras:

– ¿Es usted dios?

– ¡No!

-Entonces dios no  existe. Y repito mi pregunta: ¿Es usted dios?

– ¡Sí!

– Entonces es usted loco de atar

Y prosiguió:

-Si existe dios no puede haber otra existencia. Cualquier otra existencia niega la existencia de dios. Existo, luego dios no existe a no ser en el reino de la imaginación. En este mundo no cabemos los dos. Al ser dios infinitamente grande es el contenedor de todo, incluso la maldad en contradicción con su atributo de infinita bondad. No existe dios, no existe el bien, no existe el mal. Existe la naturaleza y su ley de permanencia. Un dios infinitamente perfecto contradice mi imperfecta existencia.

“Dios es el espejo del hombre en su exaltación, su máxima creación especular; mas a veces el hombre, aturdido y engañado, cree ser criatura de su creación. Ha asignado a esta todo aquello que sueña tener pero que le es imposible poseer pues su naturaleza es la humana con fronteras humanas y este ser ambicioso, perezoso, sin aún explorar su solar, ansía vivir ilusoriamente en la compañía de su ilusoria creación La historia de dios está relacionada con la de sus creadores: Sacerdotes, teólogos, gentes escapistas del entorno humano, déspotas dirigentes de pueblos. La evolución de dios ha fluido paralela con la de sus creadores según la volubilidad del pensamiento y percepción de la realidad, dios ha resultado ser una creación acomodaticia a cada época y a cada individuo de tal manera que, sin duda, existen tantos dioses como humanos ha habido, hay y habrá, creyentes de su existencia como ente real, activo y animado.

“¿De dónde ese impulso de perpetuar lo perecedero?  “Ceniza de estrellas somos” dicen los que pretenden saber, y a fe mía que harta razón tienen.

“Dioses imaginarios os dan perdones imaginarios por culpas imaginarias, y os premian con premios imaginarios vuestras adoraciones irracionales. He ahí el virtuosismo de la religión y sus pregoneros. En cambio habéis ignorado a los obreros de la tierra, aquellos que han construido vuestro conocimiento y mejorado vuestra estadía terrenal.

“Si dios existe el mundo ha de haber estado muy lejos  de su imperceptible presencia. Su eterna ausencia de las cosas del mundo afirma la total dependencia del hombre al universo: su origen, sostén y destino.

“En los albores de la criatura humana, la razón naciente en respuesta ante el ambiente creó dioses, génesis del mundo y cognición de las cosas, todo era literalidades adornadas con  léxico ritual. A medida que la razón se fue expandiendo y aclarándose la visión del ambiente, esas literalidades perdían eficacia y eran reemplazadas por la ciencia. Y, mientras la clerecía en un esfuerzo por perpetuar el poder sobre la grey, quiere transformar literalidades en simbolismos. ¡Qué manera de eludir la verdad! Olvidan que el hombre-niño ahora es hombre-joven capaz de trasegar sin la muleta de dios. Sabios y ladinos teólogos: Ahora afirmáis que vuestras afirmaciones y negaciones no son absolutas… ¿Cómo saber entonces qué significa un SÍ o un NÓ vuestro?

“La sensación de “saber”, “conocer”, es similar a la sensación hambre-sed indispensable para la supervivencia, más en su comienzo avino a una cuasi percepción de dios. Es gratificante la satisfacción de sensaciones que conllevan la conservación  de la especie: comer, beber, respirar, el sexo, la sociabilidad. En un comienzo el aditamento “dios” proporcionó un complemento a la sensación de seguridad y de legitimación de la existencia que el hombre-niño requería. El hombre-joven quiere literalidades proporcionadas por la ciencia y la razón, y no símbolos cambiantes para ajustarse a toda ocasión que la ciencia o la razón desdiga de la literalidad inamovible que la clerecía conservaba hasta ayer desde el advenimiento del hombre-niño. El advenimiento del hombre-joven trae consigo el ocaso de los dioses.

“Y dicen: “La oración es una comunicación con dios”. Comunicación en una vía, ¡una charla con el vacío! La auténtica comunicación es en dos vías. En una es hablarle a un sordo o a una entidad inexistente, es una comedia o una alucinación hablarle al viento. ¿Y hablarle a la nada? La mayor estupidez es.

“Un dios activo es matriz de toda superstición.

“No previó la fuente de esas doctrinas que en el tiempo podrían desencadenar barbarie,  crimen y la abyecta actuación de sus adeptos, y que el dios venerado sería impotente para destruir el caos. Y así tenía que ser, los dioses detrás de “sus” doctrinas son inexistentes, o mejor, son creaciones del lado obscuro de sus predicadores.

Vio a la distancia acercarse al hombre de azafrán y ocre al que obsequiara con un panal melífero. Desde entonces, al recordar la escena, sentía como una punzada en el pecho, incitándole a una reconciliación consigo solo posible en una armonización con el oriental.

-Hasta luego señores, quizá si quizá no, nos volvamos a ver. Quedaos con vuestros dioses y sed buenos ateos– dijo a manera de despedida, dirigiéndose con una amplia y enigmática sonrisa hacia aquel hombre cuya prédica a veces le inspirara respetuosa inquietud.

Las gentes, antes adustas, ahora sin claridad en la mente, se mezclaron con los artistas, ansiosos de encontrar sentido a las palabras inesperadas del que así osadamente les había hablado. No encontrando cómo formular interrogantes y menos respuestas, se ofendieron y, faltando al reglamento, se armaron de piedras y palos para castigar al que así les había hablado. Se resignaron a la desilusión: No había rastro de Simónides, había desaparecido de su horizonte. Olvidaron pronto el motivo de la querella y, sorprendidos de estar armados de piedras y palos, hicieron con estas un montículo y le cubrieron con tierra. Recobraron la cordura  y disfrutaron de una paz que les permitía recordar y sentir el martilleo de las palabras de Simónides como leve lluvia persistente sobre un abierto paraguas.

No muy lejos, Simónides y el hombre de traje ocre y azafrán – en adelante “el hombre de ocre”-  sostenían una aparente e inusual conversación: Se interrogaban y se respondían con impresionantes silencios. Un sentimiento de recobrada paz y reconciliación inundaba su espíritu.

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