La voluptuosidad triste del cornudo: Extractos de "Los siete Locos" y " ¿No se acaba el mundo?"
Había una vez, hace no mucho tiempo y en un lugar no muy lejano, alguien que sentenció que la mejor manera para superar una pena de amor por cuernos es masturbarte pensando cómo otro u otra monta a tu pareja. Fundó un grupo. Él y sus cinco seguidores murieron incendiados en la casa de la montaña donde se reunieron a masturbarse por cuarenta días y cuarenta noches. A continuación, dos de los textos básicos que inspiraron a ese alguien que fundó un credo y un método:
Luego, la capacidad de su vida quedó reducida a aquel centímetro cuadrado de sensibilidad. Hasta se le hacía «visible» el latido de su corazón,y era inútil querer rechazar la espantosa figura que lo lastraba en el fondode aquel abismo, un momento negro y otros anaranjado. Con que aflojaraun poquito tan sólo su voluntad, la realidad que contenía hubiera gritado ensus oídos. Erdosain no quería y quería mirar… pero era inútil… su esposaestaba allí, en el fondo de una habitación tapizada de azul. El capitán semovía en un rincón. El sabía, aunque nadie se lo había dicho, que era undormitorio diminuto, de forma hexagonal y ocupado casi enteramente poruna cama ancha y baja. No quería mirarla a Elsa… no… no… quería, pero sile hubieran amenazado de muerte no por eso hubiera dejado de estar con la mirada fija en el hombre que se desnudaba ante ella… ante su legítima esposa que ahora no estaba con él… sino con otro. Más fuerte que su miedo fue su necesidad de más terror, de más sufrimiento, y de pronto, ella, que secubría los ojos con los dedos, corría hacia el hombre desnudo, de piernas tiesas, se apretaba contra él y ya no rehuía la cárdena virilidad erguida en el fondo azul.
Erdosain se sintió aplanado en una perfección de espanto. Si lohubieran pasado por entre los rodillos de un laminador, más plana no podríaser su vida. ¿No quedaban así los sapos que sobre la huella trincaba larueda de la carreta, aplastados y ardientes? Pero no quería mirar, tan no quería que ahora veía con nitidez cómo Elsa se apoyaba sobre el cuadrado pecho velludo del hombre, mientras que las manos de él recogían lasmandíbulas de la mujer para levantar el rostro hacia su boca.
Y de pronto Elsa exclamaba: «Yo también, mi querido… yo también».Su semblante había enrojecido de desesperación, los vestidos seatorbellinaban en torno del triángulo de sus muslos blancos como la leche, ycon los ojos extasiados en el rígido músculo del hombre que temblaba, elladescubrió la crin de su sexo, sus senos erguidos… ¡ah!… ¿por qué miraba?
Inútilmente Elsa… sí, Elsa, su legítima esposa, trataba con la manopequeña de abarcar toda la virilidad en una caricia. El hombre, bajo elaullido de su deseo, se apretaba las sienes, se cubría los ojos con elantebrazo; pero ella inclinada sobre él, le clavaba este hierro candente en losoídos: «¡Sos más lindo que mi esposo! ¡Qué lindo que sos, Dios mío!».
Si lentamente le hubieran torcido la cabeza sobre el cuello para tornillaren su alma, profundamente, esa visión atroz, no podría sufrir más. Padecíatanto que de interrumpirse ese dolor, su espíritu estallaría como un shrapnell.¿Cómo es que el alma puede soportar tanto dolor? Y sin embargo queríasufrir más. Que encima de un tajo le partieran el dorso con un hacha en varias partes… Y si en cuatro trozos lo hubieran arrojado a un cajón de basura hubiera continuado sufriendo. No había un centímetro cuadrado en su cuerpo que no sopor-tara esa altísima presión de angustia.Todas las cuerdas se habían roto bajo la tensión del espantoso torno, y repentinamente una sensación de reposo equilibrio sus miembros.Ya no deseaba nada. Su vida corría silenciosamente cuesta abajo,como un lago después del quebrantamiento de su dique, y, sin dormir, pero con los párpados cerrados, el desvanecimiento lúcido era más anestésicopara su dolor que un sueño de cloroformo.Notablemente latía su corazón. Con dificultad movió la cabeza para separar el cuero cabelludo de la almohada recalentada, y se dejó estar sin otra sensación de vivir que esa frescura en la nuca y el entreabrirse ycerrarse de su corazón, que, como un ojo enorme, abría el soñolientopárpado para reconocer las tinieblas, nada más. ¿Nada más que la tiniebla?Elsa estaba tan lejos de su memoria que en esa hipnosis transitoria leparecía mentira haberla conocido. Quién sabe si existía físicamente. Antespodía verla, ahora tenía que hacer un gran esfuerzo para reconocerla… y apenas la reconocía. La verdad es que ella no era ella ni él era él. Ahora suvida corría silenciosamente cuesta abajo, se sentía en un retroceso de años,el niño que miraba un árbol verde sombreando el desaparecer continuo de unrío entre algunas piedras con manchas rojas. El mismo, era una cascada de carne en las oscuridades. ¡Vaya a saber cuándo terminaría de desangrarse! Y sólo era notable el cerrarse y entreabrirse de su corazón que como un ojo enorme abría su párpado soñoliento para reconocer la oscuridad. El foco eléctrico de la mitad de cuadra filtraba por una hendidura un ramalazo de plata que caía sobre el tul del mosquitero. Su sensibilidad se recobraba dolorosamente.Él era Erdosain. Se reconocía ahora. Arqueaba con un gran esfuerzo la espalda. Por debajo de la puerta que cerraba la entrada al comedor se distinguía una franja amarilla. Se había olvidado de apagar la luz. El debía…¡ah, no!, no, Elsa se ha ido… él debe seiscientos pesos con siete centavos ala Limited Azucarer Company… pero no, ya no los debe, si tiene un cheque…
Roberto Arlt, Los siete locos, Capas de oscuridad.
***
¡Lo tengo más parado que nunca! Era una levantisca tan gallarda como no hubo otra igual, ni aun en esos almuerzos caseros, inolvidables, cuando el mantel subía a los cabezazos de tu pipí mientras rumiabas el aviso: María tiene amante, y veías las patadas a la luna y otras inspiraciones de una nueva adepta a la misión de justicia y reparación, ponerle cachos a su tipo y seguir mirándolo por encima de la sopa con cara de mosquita muerta. Copita fiel de lo que hiciste en tu caso. Luego pillaste esa dentellada en su cerviz, y tu visión de los alucinantes acróbatas en el circo de la lujuria te mataba de ganas de participar con una salvaje masturbación de llanto.
Germán Pinzón, ¿No se acaba el mundo?, Ed Intermedio, p 13.