El loro que permeó el sueño

Por Boris Portillo

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Crisálida fue la ciudad más importante de toda la región. Centro de negocios y pecado, ahora es sólo un recuerdo no tan grato. Al tomar la ruta 69 que bordea la ciudad y que lleva al mar, el aleteo de las gaviotas que corta el viento se mezcla con miles de voces que entonan canciones de otra época, sonidos de todo tipo: murmullos, gemidos, estruendos que parecen pertenecer a una urbe en actividad máxima.

Crisálida: la ambigua, la innombrable, la de las mil iglesias todos los días del año. De día, procesión de beatas de todas las edades, hombres cuasi santos por doquier hasta desintegrarse el último rayo de luz natural; al caer la noche la temperatura cambiaba y los templos le daban paso a las nuevas catedrales de la modernidad: los centros comerciales de todo tipo. Los habitantes inmaculados mutaban y se convertían en expendedores o consumidores de cualquier cosa: desde la virginidad de niñas impúberes hasta las bestias más exóticas. La oscuridad de la noche obligaba a verter todos los colores, los sentidos tenían un sitio para germinar, era un laboratorio para las percepciones; los narcos enviaban allí las nuevas drogas sintéticas que debían probarse antes de ser comercializadas en Europa y los Estados Unidos; en cada calle había una tienda del placer un shopping rodante donde se vendían los aparatos más extraños y sofisticados para flagelar o ser flagelado. “El Cyber”, como era conocido el bar más famoso y más costoso de la zona sur de la ciudad, era el último reducto para los amantes de la realidad virtual. En aquel lugar se reproducían las orgías más extraordinarias y escabrosas de todos las edades: por ejemplo, se podía viajar en el tiempo y ser partícipe de algún festín organizado por el mismísimo Nerón, o si se prefería tener una bacanal en los escombros de alguna ciudad destruida de la segunda guerra mundial, lo importante era tener dinero e imaginación. De igual manera, el que quería tener sexo con algunos personajes célebres podía hacerlo, en las cabinas se complacía cualquier tipo de fetichismo, se decía, inclusive, que algunas noches se vio a gente famosa visitando la ciudad, a Patty Diphusa dicen que se la vio en más de una orgía. Nunca se supo si fue real o simplemente un espejismo creado por algún producto químico o artefacto.

Al oeste de la ciudad se encontraba la compra y venta de todo tipo de animales: monos, caballos, felinos, perros de todo tipo eran conseguidos en este bazar de la infamia, algunos eran desollados para ser convertidos en abrigos o en una deliciosa cena para el paladar más exquisito, se traficaban también con muchas clases de aves: pavos reales, palomas, colibríes, quetzales, águilas, canarios halcones. Sin embargo, a pesar de esta gran variedad nunca nadie consiguió loro alguno, de ningún espécimen, el foráneo primerizo se delataba si preguntaba por alguno de estos animales.

El director de la compañía de correos, muchas veces borracho, afirmó que despachó miles de cotorras desde su oficina y explicaba que quizás eran hembras que hacían parte de un harem gigante para la reproducción de Roberto: el soberbio loro yako, la joya del Sr. Herazo, el amo de la ciudad, dueño de prostíbulos, jefe mafioso conocido y contribuyente de las campañas políticas más importantes, y quizás este era el motivo por el cual se protegía a estas aves. No obstante, esto hacía parte de uno de los tantos mitos que rondaban la localidad en las noches, realmente no se sabía de la reproducción de aves y tampoco se quería ahondar en el tema, lo único significativo cada noche era disfrutar hasta el amanecer. Todos en algún momento soñaban tener la suerte de ser invitados a la mansión del Sr. Herazo, allí donde el cuerpo y la mente se deleitaban y trasgredían todas las leyes de la ética y la moral establecidas.

Muchos habitantes de pueblos o ciudades aledañas iban a perder sus ahorros a Crisálida, pero no hacían referencia de sus experiencias o encuentros, se creía que todo el mundo había tenido al menos una noche de locura en Crisálida.

Cada mañana después del desenfreno, Crisálida convertía a sus habitantes en penitentes, la ciudad se despertaba con una resaca terrible producto de las noches de lujuria y descontrol. Las calles eran limpiadas con esmero, reflejando el ansia de la gente de enmendarse, nadie miraba a los ojos, se veían como extraños, todos evitaban las conversaciones largas y lo que sí se escuchaba eran oraciones por doquier o en su defecto monólogos, este duelo diario duraba siempre hasta el crepúsculo. Al extinguirse la claridad se detonaba nuevamente aquella vida circular nocturna de locura y depravación.

La mansión del Sr. Herazo divisaba toda la ciudad, entraban y salían autos lujosos todo el día, la parte oriental de dicha residencia era la más custodiada y no tenía acceso casi nadie a ella; el resto era un palatino en toda su fastuosidad y lujuria. En los cuatro puntos cardinales de la mansión había equipos de amplificación como para despertar un país, y precisamente, al despuntar la aurora, el Sr. Herazo daba los buenos días a la que llamaba su ciudad. La ciudad caía en un gran sopor, mientras sonaba música culta de fondo.

Las fiestas ofrecidas por el Sr. Herazo eran un despilfarro de lujo y de locura, el anfitrión aparecía en las veladas en algún momento de la noche con Roberto. Aquí el frenesí era detenido unos minutos para escuchar alguna de las emulaciones de voces humanas que hacía el pajarraco. Una de las imitaciones favoritas del dueño de casa era la que hacía de una soprano, al entonar un fragmento de la pasión según San Juan, de Bach, “Disolviendo mi corazón”. Lo hacía de una forma tan estupenda que el Sr. Herazo repetía con orgullo que era su joya más preciada. Era tal la adoración que profesaba al plumífero que alguna vez sus matones sacaron los ojos de algún comensal drogado por burlase del ave. Había un dicho en Crisálida: “puedes cogerte la mujer de Herazo, pero no mirar mal a Roberto”.

“La Noche”, como fue nombrada aquella velada en donde el Sr. Herazo sorprendió a sus invitados con una música ambiental bastante particular: se escuchaban violines que se iban acelerando en el pasar de los minutos, voces graves que se mezclaban con tambores y cencerros, y sobre todo un silbido profundo, que hacia estremecer a todos los invitados que después de estar expuestos a ella por más de 30 minutos dejaron a un lado sus prejuicios y temores: una esposa de un empresario tuvo sexo con más de la mitad de los asistentes, cosa que sorprende si se tiene en cuenta que era una de la pocas mujeres que nunca asistía a fiestas y era considerada una mujer de moral intachable; el alcalde de la ciudad se vio muy acaramelado con la hija menor del presidente de la República, cosa que no cayó muy bien. Quizás esto fue lo que propició la caída de Crisálida, o mejor, del gran mafioso y su casa, pues a nadie le gustó que quedaran al descubierto sus debilidades, pasiones y gustos más ocultos, se comenzó a odiar y a temer como nunca a Herazo. Después de “La noche” muchos de los distinguidos invitados comenzaron a disminuir sus apariciones en la mansión; se dice que la clase gobernante se reunió celosa y amargada para planear la ruina de Herazo. Es así como unos pocos meses después un grupo del ejército de la nación formado por más de mil hombres invadió la residencia y tomó preso al excéntrico capo. Ese mismo día el general que dirigía la operación propinó certero disparo a Roberto, vengándose de jornadas donde se paraba la orgía para escuchar al pajarraco repitiendo música. Su dueño, al ver al loro sin vida, perdió el habla, jamás volvió a pronunciar palabra alguna, ni siquiera un quejido cuando lo torturaron para sacarle información del sitio donde tenía guardado todo el dinero recaudado por sus jornadas de crímenes.

En la expedición que se hizo en el ala oriental de la mansión se encontraron más de cincuenta mil loros de todos los tipos: guacamayos, yakos, cotorras, y un equipo de ultima tecnología para amplificar el canto de estas aves al unísono. Especialistas siguen estudiando los experimentos que hizo Herazo con toda la población de Crisálida. Creen que cada madrugada los cantos que se escuchaban tenían algún tipo de mensaje subliminal, que se metían en los sueños de cada durmiente de Crisálida, manipulando sus pasiones pero al mismo tiempo haciéndolos sentir cautos y temerosos de algo que no recordaban muy bien.

Un par de meses después de la incautación de las aves, en una tarde calurosa, uno de los cuidadores del aviario, mientras se refugiaba del sol sofocante olvidó cerrar la puerta principal, el resultado fue desastroso para la ciudad: las aves invadieron cada rincón de Crisálida. Lo que al principio fue un espectáculo multicolor e imponente, se transformó en una pesadilla y todo se convirtió en una invasión de mierda y plumas, las miles de aves imitando voces y sonidos hicieron que la ciudad fuese evacuada por miedo a la locura.

 Algún tiempo después, en la celda donde Herazo murió, se descubrieron las palabras: EL LORO QUE PERMEÓ EL SUEÑO.

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