"Juan, el Salvador", un relato de Pär Lagerkvist

Por: Pär Lagerkvist.

Traductor: Fausto de Tezanos Pinto

Me llamo Juan, pero me dicen el Salvador porque he de salvar a los hombres de este mundo. Me llaman así porque he sido elegido para eso. Yo no soy como todos. En la ciudad no hay nadie como yo. El Señor ha encendido en mi pecho una llama que no se apaga nunca. Día y noche le siento arder y arder dentro de mí. Tengo que salvar a los hombres y debo sacrificarme por ellos. Por mi fe, por la fe que les predico serán redimidos.

Sí, sé que debo darles la fe. A los que dudan, a los que sufren de hambre y de sed insatisfechos he de llevarles consuelo. En sus horas de angustia y de necesidad me llaman, y de angustia y necesidad los libero con mano bondadosa y cordial.

Sí, yo he de salvar a los hombres de este mundo. Desde mis dieciocho años sé que estoy destinado para esto. Desde entonces soy distinto de los demás.

Tampoco me visto como ellos. Es fácil verlo. Mi chaqueta tiene dos filas de botones de plata, una cinta verde a manera de cinturón y otra colorada de brazal. De mi cuello cuelga la tapa de una cigarrera en la que está grabada la imagen de una mujer joven y hermosa; no recuerdo cuál es su significado, pero la llevo lo mismo. Sobre mi frente va atada, con hilo invisible, la estrella que recorté en una lámina de metal, con el resplandor del sol se la ve desde muy lejos, todos tienen que advertirla.

En la calle todos me contemplan y se asombran. «Mira al Salvador», se dicen unos a otros porque saben que lo soy, saben que he venido a salvarlos.

Mas aún no me comprenden. No creen como debieran, no creen como yo. La fe no arde en ellos como en mí. Por eso les hablo y les enseño a creer; por eso he de permanecer aún mucho tiempo en la tierra.

¡Me parece tan extraño! ¡Ven a su Salvador, oyen su voz, lo tienen a su lado, y, sin embargo, no lo entienden! Mas un día se abrirán sus ojos y habrán de contemplarlo tal cual es.

Hoy fue día de mercado. Fui a la plaza y prediqué como de costumbre. Allí estaban los campesinos con sus carretas. Se reunieron en torno mío. Les hablé de cuanto llevo en mi alma, del mensaje que debo transmitir al mundo, de que me encuentro entre ellos para redimirlos y que por mí alcanzarán la paz. Me escuchaban asombrados. Creo que mis palabras los consolaba.

Lo que no comprendo es por qué ríen. Yo no río nunca. Para mí todo es grave. Cuando estaba allí, contemplando aquella enorme multitud, y pensaba que en cada uno de esos hombres existe un alma que debe ser salvada para que no se condene a los infiernos, que necesita de la fe para no precipitarse a los abismos de la desesperación, me sentía impresionado por algo muy grande y muy serio- Era maravilloso estar allí y ver cómo se congregaban a mi lado. Por un momento me pareció como si me encontrara ante una muchedumbre interminable, en la que estuvieran también toodos los que hoy no fueron a escucharme porque es una pequeña plaza de mercado en la que no cabe mucha gente, como si me encontrara ante todos los hombres del mundo, ante todos los que sienten hambre y sed de paz y yo pudiera salvarlos. Fue un momento de bienaventuranza que no he de olvidar jamás.

Pienso que hoy estaba poseído por el espíritu sagrado y que me interpretaban.

Cuando terminé, uno de ellos se me acercó y, en nombre de los presentes, me ofreció un repollo. Lo traje, y con él hice esta noche una sopa sustanciosa. Hacía mucho que no tomaba nada caliente. Que Dios lo bendiga.

¡Qué lástima que los hombres sean como son! Todos se sienten desdichados, todos se desesperan, todos padecen. El panadero Johanson es desdichado porque ya no le compran a él desde que se instaló otra panadería cerca de la suya. Sin embargo, su pan es muy bueno y a menudo me regala una torta para que me lleve. Todo pan es bueno. El policía Ekstrom, con quien suelo hablar con frecuencia, es desdichado porque su mujer no cuida de su casa y tampoco se preocupa más de él. También se siente desdichado el señor juez porque ha perdido su único hijo.

El único dichoso soy yo, porque dentro de mí arde el fuego de la fe, que no se apaga nunca, y ha de arder y arder hasta que me consuma. Yo no siento vacilación ni angustia: no soy como ellos. No puedo ser como ellos.

No, yo no he de desesperar. Debo transmitirles la fe.

Me han traído al hospicio para que pueda despreocuparme de las necesidades materiales y dedicarme por completo a mi misión. Aquí estoy bien, comemos dos veces al día. Los otros que aquí están son unos pobres hombres que me inspiran mucha pena. En el fondo son buenos y tranquilos, me parece que nunca me han comprendido tan bien como ellos. Ellos también me llaman el Salvador, lo mismo que los demás, y sienten por mí una gran veneración.

De noche predico para ellos. Me escuchan con ansiedad y cada palabra les llega al corazón. ¡Cómo se les ilumina la mirada cuando les hablo! Están pendientes de mí, de mis palabras: soy su única esperanza. Comprenden que estoy aquí para salvarlos.

Los reúno a diario después de las comidas y les hablo exaltadamente de la fe que permite sobrellevarlo todo y transformar este mundo en el hogar feliz que el Altísimo ha creado para nosotros. El director dice que hago bien. Está contento de mí. Después nos vamos a descansar. En mi dormitorio hay cuatro camas. Desde mi lecho puedo mirar las estrellas. Su claridad ilumina mi sueño mientras duermo. Yo no soy como las otras gentes de este mundo.

¡Oh, qué angustiada está mi alma! ¡Nos sentimos desesperados!

La estrella se ha perdido. La estrella del Salvador, la única que puede indicarnos el camino verdadero. Esta mañana, al despertar, descubro que el clavo donde la cuelgo está vacío. Nadie sabe dónde puede hallarse. Nos sentimos rodeados de sombras, y en vano busco un rayo de luz que me ayude a salir de las tinieblas. La preocupación es general, toda la ciudad está abatida.

Desde lo alto del hospicio vemos la ciudad como cubierta por la ceniza de la pena. El cielo se ha nublado.

¡Cómo nos liberaremos de esta ansiedad! ¡Cómo escaparemos a esta desesperación que nos oprime!

Todos confían en mí. Mas ¡qué puedo yo si la estrella no brilla sobre mi frente y su celeste luz ya no me guía! Sin ella no soy nada. Sin ella soy tan desventurado como los demás.

¿Quién vendrá a salvarnos?

¡Bueno, ahora todo está como antes! He pasado el día arrodillado, dando pruebas de gratitud con mis plegarias. Era el viejo Enok quien la había escondido. La encontramos debajo de su colchón. Nos sentimos otra vez contentos y llenos de confianza. Mi fe es aún más ardientes después de esta prieba.

El viejo Enok la había escondido para hacernos una broma, y lo he perdonado.

A veces siento la soledad y el vacío alrededor de mí. Es como si los hombres no entendieran mi mensaje, y empiezo a dudar de mi superioridad sobre sus almas. ¿Cómo podré redimirlos?

Cuando les hablo sonríen bondadosamente y se les ilumina la cara al mirarme. Pero ¿creen verdaderamente en mí?

Paréceme tan raro que no comprendan quién soy, que no sientan mi fuego interior, ni mi celestial entusiasmo, ni cómo todo arde y se consume dentro de mí… Sólo yo sé de todo eso…

A veces, cuando predico, es como si me hallara solo, aunque me estén escuchando verdaderas multitudes. Soy como una llama que arde cada vez más y alza su claridad y su pureza hacia los cielos. Pero nadie se quema en ella…

¡Oh, duda que intenta destruirme! ¡Qué sería de nosotros si fuéramos tan miserables y tan viles como tú!

Hoy he estado entre los pájaros y las flores, y los pájaros y las flores sentíanse felices de tenerme entre ellos. Era inmenso el júbilo de las alondras; y las prímulas y las violetas se destacaban sobre la hierba. Prediqué un momento con profundo recogimiento. Todas las cosas me dedicaban su atención. Las alondras se posaban sobre mi cabeza para escucharme mejor. ¡Qué infinita paz la del alma en medio de la naturaleza! ¡Allí todo me comprende tan bien!

Si los hombres fueran árboles y flores entonces también me comprendería. Serían felices.

Pero los hombres están atados a la tierra y, sin embargo, no le pertenecen. Son flores arrancadas de raíz: el sol se limita a quemarlas, y el polvo espera que vuelvan a ser polvo. Aquí nada los hace felices, y nada puede salvarlos como no sea el mensaje celestial que yo les traigo. Eso aclarará todas las cosas, y un perfume de lirios bañará la tierra… Entonces conocerán la paz.

Por la noche, cuando regresaba a la ciudad, había mucha gente en las aceras de las cervecerías y llamaban a su Salvador pidiéndole que les predicara… Pero les dije que había estado afuera hablando con mi Dios y que debía regresar a casa para meditar en lo que me había dicho.

Tal vez no hice bien, pero me sentía como un extranjero y me alejé afligido.

¡Oh corazón mío, qué difícil es vivir! ¡Qué pesada es de llevar mi carga!

Esta tarde, mientras iba por la calle absorto en mis pensamientos, me encontré con los chicos que salían de la escuela. Corrieron hacia mí. «¡Mira al Salvador!» Me rodearon y tuve que detenerme. Entonces uno me señaló con el brazo y exclamó: «¡El Crucificado! ¡El Crucificado! ¡El Crucificado!» Estoy seguro de que alguien tiene que haberles enseñado eso porque todos hicieron lo mismo. Todos me señalaban con sus manitas, y , en torno mío, no se oía más que sus voces infantiles que repetían: «¡El Crucificado! ¡El Crucificado!»

Fue como si un puñal me hubiera atravesado el pecho. Sentí que se me paraba el corazón y un sudor angustioso me inundaba la frente. Perseguido por sus gritos conseguí abrirme camino y huir del escándalo. Me refugié a llorar en casa de Lundgren, el carpintero.

Amo a los niños. Nadie los ama tanto como yo. Cuando miro en el fondo de sus claras pupilas siento una alegría que nada en el mundo puede ofrecer. Quisiera que vengan a mí. Los sentaría sobre mis rodillas, acariciaría sus cabecitas, y ellos apoyarían sus tibias mejillas contra mi cara…

Es lo que a menudo he visto hacer al muchachito del panadero Johanson cuando llega la noche, y Johanson se sienta a descansar. Da unas palmaditas en las mejillas de su padre, le echa los brazos al cuello, y así permanecen sentados largo rato, sin preocuparse de nada. Al verlos así siento la necesidad de una manita que me dé palmaditas en la cara…

Mas quien ha de salvar a los hombres tiene que estar solo y es como un extranjero entre ellos. No tiene hogar, ni alegría, ni pena en este mundo. Tiene que permanecer aislado porque en él arde el fuego que habrá de consumirlo. ¿Cuál de entre ellos puede considerarse su semejante?

«¡El Crucificado! ¡El Crucificado!»

¡Creer y nada más que creer! ¡Creer por ellos! Por las noches me siento tan cansado como si hubiera vivido sus mil vidas. Me hundo en mi lecho y duermo como un animal. Sólo las estrellas brillan allá arriba para que pueda creer aún más al despertarme.

¡Por qué he sido elegido para esto? Con frecuencia, cuando desde la ventana del hospicio contemplo la ciudad, pienso qué extraño es que sea precisamente yo quien haya de salvarlos, siendo yo tan humilde y habiendo en el mundo tantos otros más poderosos que yo. La carga es demasiado pesada para que mi debilidad pueda sobrellevarla, siento que voy a caerme de rodillas y mi alma se llena de tristeza.

¡No puede caer de rodillas el Salvador? ¡No puede acongojarse su alma?

¡Oh, por qué yo, el más débil de todos, he de creer por ellos!

Esa tarde, al atravesar la plaza, me encontré con el juez, quien, al pasar, me saludó amistosamente. «Buenos días, Juan», me dijo.

Estuve a punto de pararme…

¡No me había llamado Salvador!

No dijo más que «buenos días, Juan»… Solamente Juan, nada más.

Nadie me había llamado así desde mi niñez… Ahora recuerdo que mi madre también me llamaba así. Solía sentarme en sus faldas y acariciarme el pelo… Ahora que lo pienso lo recuerdo muy bien.

«Buenos días, Juan»…

Era muy cariñosa conmigo. De noche, cuando llegaba a casa, encend{ia la lámpara y preparaba la comida. Después me trepaba sobre sus rodillas. Tenía el pelo castaño y las manos blancas y delgadas… Ahora me acuerdo muy bien de todo eso… Yo también me abrazaba a su cuello.

«Buenos días, Juan»…

¡Qué bien que sonaron esas palabras cuando las dijo el juez! Me dieron una sensación de algo sólido y tranquilo. Sentí como una gran paz interior, como si me hubiera librado de toda inquietud y preocupación.

Solamente Juan, nada más.

¡Si pudiera ser como los demás! Si se borrara el signo de mi predestinación, si no tuviera que salvarlos, si pudiera ser como ellos, nada más que como uno de ellos… Si pudiera vivir serenamente, cumpliendo con mis obligaciones terrenales, lo mismo que los demás, días tras día, y de noche regresara a mi casa y me acostara fatigado por los trabajos del mundo… Si fuera como debiera ser, sin tener que creer y nada más que creer…

Tal vez pudiera ser tornero en la carpintería de Lundgren. O, si eso fuera difícil, podría cuidar el jardín.

Entonces sería como ellos, y no me quemaría el fuego interior, ni me consumiría la angustia.

Juan, a secas, y nada más que Juan… Todos sabrían quién soy, y me considerarían lo mismo que a los demás… ¡Juan, el que cuida el jardín!

¿Por qué he de ser precisamente yo, el más pobre y el más débil, el que tenga que salvarlos? Yo quisiera vivir tranquilo, agradecido a la tierra que me ha invitado a vivir sobre ella, como un huésped que se acerca de rodillas a la rica mesa que se le brinda, como una flor apenas alzada sobre el suelo.

¡Dios mío, Padre mío, si ellos es posible aleja de mí este cáliz!

¡No! ¡No! ¡No puedo dudar! ¡No puedo decepcionarlos!

¡Qué es esto que pretende confundir mi alma? ¡Qué es esto que intenta arrojarlos a un abismo de tinieblas si los decepciono?

Me ha sucedido algo espantoso. ¿Qué puede ser? ¿Habré dejado de creer?

¡No! ¡Yo creo! ¡Creo más que nunca! ¡Los salvaré! ¡Soy yo, soy yo quien los salvará!

Deambulo en medio de la noche sin poder tranquilizarme. Me alejo por las calles, me voy por los senderos, me interno en el bosque y desde allí regreso. Sopla el viento y las nubes se amontonan. ¿Dónde estoy?… Me arde la cabeza… Estoy tan cansado… ¡Sí! ¡Creo! ¡Creo! ¡Los salvaré! ¡Me sacrificaré por ellos! Pronto, pronto…

¿Por qué siento entonces semejante angustia? ¿Es que el salvador de los hombres no debe afligirse ni desesperarse como yo?

No, no…

¿Estoy de nuevo en el bosque? ¿No oigo el murmullo de los follajes? ¿ Por qué vagabundeo por aquí?… ¿Por qué no estoy con los hombres que esperan y esperan…?

¡Pero ellos no me entienden!

¿ Cómo podría entenderme quien permanece en el dolor y la duda? ¿ Cómo podría creer en mí quien anda errando en la inseguridad de las sombras?

¡A ésos no soy yo quien puede salvarlos!

Su salvador sólo tiene una angustia y un anhelo que no entienden. Es como un pájaro en las alturas, arriba, arriba, muy por encima de sus cabezas. Oyen su canto, mas no comprenden su significado porque está muy arriba. No lo comprenden mientras no cae a tierra, ensangrentado y muerto. Sólo entonces son capaces de creer.

«¡El Crucificado!» «¡El Crucificado!»

!Sí, me sacrificaré, me sacrificaré!

Serán redimidos por mi sangre, por mi pobre sangre…

Pronto, pronto ha de ser…

Descansen dulcemente en la noche las flores, los prados, las plantas y los hombres de este mundo. Descansa, tierra amada: Yo he de redimirte.

Yo velo por ti en la noche y hago mía tu desesperación. No dejes padecer ni acongojarte. Por ti daré mi vida.

Qué callado está el bosque… Camino sobre las hojas secas y mis pasos no se oyen…

Muchas son las flores y las hojas que se deshacen ahora, en el otoño, y la tierra está blanda debajo de los árboles, callada y blanda… se siente el olor de la tierra…

Esta es la campana del reloj de la ciudad… una… dos…

Estoy muy cansado… me iré a casa.

tengo que regresar y descansar, tengo que acostarme un rato… bien se imaginan donde estoy.

Hay mucho barro en esta senda… es cierto que ayer llovió… ahora sopla el viento…

Pero ¡La campana suena y suena! Hace estremecer el aire… ¿Qué puede ser? Se diría algo terrible… son muchas campanas, y suenan desesperadas, como en el Día del Juicio Final… ¿Qué puede ser? ¡Hay que correr!

¡El incendio! ¡El incendio! El espacio está invadido por las llamas, y el cielo se ha puesto rojo por la sangre. ¡Es la ciudad que arde! ¡Se está quemando y destruyendo el mundo!

¡Dios mío, tengo que salvarlos! ¡Debo salvarlos! ¡Ellos me esperan… y yo no estoy, no estoy!

¡El cielo y la tierra están ardiendo! ¡El cielo y la tierra se destruyen juntos! ¡Todo parece un océano de fuego! ¡Tengo que salvarlos, tengo que salvarlos!

Tienes que resistir, corazón… buen corazón mío, si desfalleces no podré correr, no podré respirar… ¡Y tengo que salvarlos! ¡Tu sabes que tengo que salvarlos!

¡Nada más que un océano de fuego! ¡Y la tormenta ruge! ¡El cielo desparrama las llamas sobre el mundo y las acrece!

Ahora, ahora están cerca de mí. Tienen prisa por reunirse, y corro hacia ellos. «¡El mundo se hunde!», les grito… «¡Bah!- contestan-, no son más que las casas viejas!»

¡Sí, las casas viejas! ¡Ahora se queman por dentro todos los hombres cansados de la miseria, los que tienen hambre y sed porque no pueden creer! ¡Ahora se hunden y sólo yo puedo salvarlos!

Tienes que resistir, corazón mío, el final está ya próximo…

Las llamas crecen, el humo invade las calles, estoy sintiendo el calor…

Ya estoy cerca.

El director y mucha gente se han reunido allí.

«¡Los salvaré! ¡Los salvaré!», les gritó.

«¡No hay nada que temer!», me responden, y me obstruyen el camino, pero me precipito a las llamas.

El calor me hace perder los sentidos… no, no volveré a caerme, su Salvador no puede caerse… me tiemblan un poco las piernas, mi paso vacila al cruzar el vestíbulo y entrar en el dormitorio…

No hay nadie… Han subido…

El humo va a  asfixiarme en la escalera… ¡No, no me he de caer…! ¡He de salvar a todos, a todos…!

¿Dónde están?

Me arrastro, aturdido… hay una espesa capa de humo… las llamas ascienden… no puedo sostenerme.

¿Dónde están?

El viejo Enok, que no sabe manejarse solo…, y Anton, que tiene una pierna paralítica…, y la vieja Kristina, que está loca… y Samuelsson…, y Manfred, que está en el calabozo…

No puedo encontrarlos…

Me arrastro por el suelo… las llamas me persiguen… hay un ruido sordo que me rodea… después, el estrépito de algo que se desmorona…¿Dónde están?… han sacado los muebles, las camas, las sillas… aquí no hay nada y hace frío, es como si no viviera nadie…

¿Dónde están?… es indudable que aquí no hay nadie más que yo…, yo solo…

¡El incendio! Las viejas se desploman…, las llamas se agigantan… ¡corro en todas las direcciones! ¡Dónde están…, dónde… dónde están los pobres hombres! … los busco y no los encuentro…

Nada más que las ruinas y el fuego…, y yo…, yo solo…

¿Acaso eres tú el que arde, corazón? ¿Nada más que tú, quizá? Siento cómo consumes mi cuerpo, y mi pecho, y mis miembros, hasta que sólo tú quedas conmigo. ¡Destrúyelos, destrúyelos! ¡Quiero estar sólo en ti; en ti, corazón hambriento y sediento; sólo en ti, llama que me devoras!…

Quiero reducirme a ti…, sólo a ti…

Ahora ya no puedo más… es el fin… me siento caer… todo ha terminado…

Dios mío, perdóname que no busqué a los hombres que debía salvar… Perdona a un corazón en llamas…, sólo por la añoranza del sacrificio… y de la muerte…

Sí, sé que me perdonas…Tú perdonas al corazón que por Ti se quema…Es lo que amas…Lo dejas consumirse…, consumirse… Lo dejas ganar la paz…, la paz…

«¡El Crucificado! El Crucificado!»

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