Las criaturas del mirón impenitente. Por Daniel Maldonado

A propósito de La muerte por todos lados la muerte, de Héctor Cortés Mandujano

Editorial Tifón
2024

 

I
En los albores de la historia, lo real ejerció un influjo tiránico sobre la narración. Su impronta fue tal que narrar supuso durante mucho tiempo referir con precisión lo experimentado. Hallar el sentido de la vida exigía entrar en contacto directo con el entorno, atender lo que éste comunicaba o, incluso, subordinarse a su dictado. Hacer la relación pormenorizada de sus rasgos: eso era narrar. Elaborar un relato implicaba imitar la realidad.
Construir mimesis, sin embargo, exigía emprender la hechura de la ficción. En algún momento de la historia, el que narró para otros lo visto más allá de las fronteras de la tribu remozó su experiencia: salpicada de invención, la narración se convirtió en cosa de encantamiento. Ya no se trataba del relato fiel, pormenorizado, de lo alguna vez vivido. En determinado momento se obró el prodigio: alguien se animó a narrar de otro modo. Más que hacer de ella una calca verbal, ese alguien —narrador incorrecto— quiso inventar la realidad: hacer poiesis antes que mimesis.
Se narra, escribe R. Oloviot, porque se alberga la creencia —que a ratos es firme convicción— de que el mundo, el entorno, la existencia (eso que se estima como lo real), pueden ser de otra manera. Como tendrían que ser. ¿El opuesto —insidioso— de la realidad? En el núcleo del relato palpita el afán del narrador por urdir otros mundos.
¿Qué busca quien escribe? Una tentativa de respuesta podría ser la siguiente: “Negar la realidad, rechazar lo que ya es. La literatura, finalmente, es una forma privada de la utopía.”

II
En Aproximaciones a la poesía y narrativa de Chiapas (UNICACH, 1997), el escritor y académico Jesús Morales Bermúdez lamentaba que las condiciones prevalentes en el estado no fuesen propicias para el cultivo de una narrativa menos apegada a la realidad. “Borges, la literatura fantástica, la necesaria experimentación formal, la imaginación pura, son elementos y temas todavía distantes en el hacer de los chiapanecos. Lo inmediato, lo cotidiano, lo real señorean” (1997: 191). En el fondo, las palabras de Morales Bermúdez, salpicadas de un hálito desesperanzador, evidenciaban la ausencia de narradores arriesgados, dispuestos a construir lo radicalmente nuevo. Con esa especie de lamento ante la inexistencia de una narrativa fresca e indócil, liberada del impulso por incurrir en el mero retratismo, concluía Morales sus reflexiones. El apunte, no menor, de uno de los novelistas chiapanecos más importantes de los últimos años, ilustra el ascendente que la pretendida realidad había ejercido en la tradición literaria (y, particularmente, narrativa) local.


Por eso resulta curioso observar que en el capítulo dedicado a los cultores de “La nueva narrativa” Morales Bermúdez hablara en estos términos de un, por entonces, muy joven escritor: “Erotismo y su contrario: muerte, es el tema […] obsesivo en Héctor Cortés Mandujano. Sus dos […] libros La muerte por todos lados la muerte y Palabras agitadas, son la expresión de una voluntad narrativa en ascenso a la que aún queda cierto despojo de personalismo para mostrarse en la dimensión cabal del hecho literario. La agudeza de su sensibilidad, sin embargo, su olfato temático y lingüístico prometen en él a un narrador consistente y variado” (1997: 190).
El primer libro de cuentos de Héctor Cortés Mandujano se aleja de cualquier abordaje anquilosado. Aunque más que abordar la realidad, se le hace frente: su tiranía es puesta en suspenso por medio de la imaginación extraña. Eso convierte a La muerte por todos lados la muerte en una rareza. Y la erige en punto de partida, mito fundacional. Buena parte de la ficción ulterior de Cortés Mandujano inquiere sobre la naturaleza de lo real o, de plano, busca desmontar los soportes sobre los cuales se sostiene su tan cacareada pertinencia. Su obra, en fin, lleva impresa la marca de un anhelo exploratorio que proviene de aquel texto seminal.

III
La narrativa mexicana es rica en expresiones de acento realista. Hay ejemplos notables. Cito sólo algunos: La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; Los de abajo, de Mariano Azuela o Paseo de la reforma, de Elena Poniatowska. En estas novelas se narra el oprobio, la vileza que se desprende de la nociva desigualdad social, económica. Pero hay también formas desviadas de narrar la infamia o el caos derivado de la experimentación de un mundo que no posee sentido. En “El mismo reloj en nuestras horas”, Cortés Mandujano pone en boca del narrador de la historia, fúrico memorioso, lo que sigue: “Érase una vez que se era un hombre muy sucio, harapiento. Apestaba a sudor, no usaba perfumes, cargaba muertos y los muertos pesan mucho, porque la muerte es cabrona. Perdón. Empecemos. Decíamos que era un miserable con las puntas de los dientes ennegrecidos, llenos de masa. Andrajoso. Trabajaba de cargador de muertos, ¿cargador de muertos? Sí, amiguitos, no os asombréis. En el mundo, en éste, no sólo existen príncipes, reyes, bellas durmientes, hadas buenas y malas; también viven los muertos de hambre” (2024: 47).
En este cuento, la narración se sustenta en el balbuceo, en la molestia que produce no dar con la inteligibilidad deseada. Se comprende: “El orden —dice alguien que se parece mucho a Héctor— no existe. [Porque] el mundo es un caos” (2024: 45). Es eso lo que parece incomodar a las criaturas del rebelde, joven, frágil creador que comienza. En las maneras dominantes de estar (y de ser) en el mundo se encuentra, asunto valioso, el germen de la subversión. (Para Albert Camus, el hombre —entidad anodina— experimenta una profunda transformación en el instante en que estima pertinente poner lo otro, una nueva realidad, sobre la superficie de la tierra, sobre la superficie de la página. En tanto que rechaza, al crear un mundo propio, la gran creación divina, se convierte en hombre rebelde, en hacedor de una obra subversora de lo natural.)
La razón de ser de los personajes o, si se prefiere, el modo en que se conducen se sostiene ahí. Son seres que incordian al hacedor, ficciones que lo desobedecen. A ratos, observan al creador sin que éste se percate de ello, sin que repare en su condición de objeto de deseo de un ente ficcional que es (también) voyeur, mirón impenitente (como ocurre en “Estoy listo”): “Quizá no lo sabes, pero vivo en una jaula de cristal finísimo. Al lado mío, en la jaula de la derecha, hay un duende de color azul, vestido […] con un traje vistoso, colorido. Es muy simpático y me sonríe, desde su lugar, cada vez que se cruzan nuestras miradas. Él sale no sólo en las noches, como casi todos los demás; también, en forma muy frecuente, se ausenta en mañanas y tardes, a cualquier hora. Yo he salido a veces, desobedeciendo las indicaciones, a buscarte. Conozco tu cuarto y he leído algunos de tus libros mientras he estado allí” (2024: 37).
El carácter fantástico de varios de los relatos de La muerte por todos lados la muerte (2024) no es tributario de la presencia de dragones (aunque podría llegar a haberlos) ni de castillos de acento medieval (aunque, otra vez, bien podría de cuando en cuando aparecer alguno). Lo fantástico es, en todo caso, fruto de una forma extraña de mirar, de entrar en relación con el entorno. De modo similar a como actúan los personajes de los cuentos de Río subterráneo, de Inés Arredondo o de Muerte en el bosque, de Amparo Dávila, las criaturas que habitan en las páginas de La muerte por todos lados la muerte se enfrentan a lo dado, se resisten a soportar pasivamente el sino trágico que el mundo y sus designios les quieren imponer. (La tragedia, como se colige de la lectura de “La muerte es sueño”, no consiste en atisbar la muerte que viene, ese sueño eterno; lo trágico radica en la imposibilidad de identificar los signos que dan cuenta de una catástrofe futura: perder la capacidad de asombro. Dejar de imaginar es la muerte de a de veras.)

IV
Si hay una ética en los personajes literarios esta se cifra en su modo peculiar, desviado, de ser y estar en el mundo. O, mejor, en su empeño por subvertir, hasta casi abolir, las reglas del juego. El juego, ya se sabe, supone el enfrentamiento de por lo menos dos figuras. Usualmente, las figuras que chocan entre sí son ficción y realidad. Pero el choque, en La muerte…, es convivencia en tensión: se enfrentan y conviven ficción y realidad; y los varios rostros, los tantos cuerpos, las múltiples versiones del ser que se es (como sucede en “Rostros convergentes”, “Magdalena se quitó uno de los rostros del miedo”, “Ensamble” o “Soy de letras”: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o los límites entre creador y criatura, obra y autor, que se difuminan).
Conmueve la fragilidad de quien escribe por primera vez. Asombra que dicha fragilidad cristalice en aventura, en juego, en un coqueteo con los dobles del misterio: el sueño y la muerte. En La muerte por todos lados la muerte, la escritura muta en acto por el que se vuelve posible incurrir en el desdoblamiento, en la exploración de los muchos otros que moran en el interior de todos. Lo Otro, la otredad, recorren buena parte de los cuentos. No se trata de meros motivos; antes, configuran un dispositivo que viabiliza la inmersión hacia una zona oscura, territorio del deseo: ese otro enigma.
El primer libro de Héctor Cortés Mandujano vio la luz en tiempos en que escaseaban, aquí, narradores que concibieran la escritura como un gesto de renovación y, antes, de subversión. Aquel escritor quiso construir lo nuevo sobre la base, el suelo firme, de un universo compuesto de las demasiadas ficciones leídas. Lo tuvo presente desde el comienzo: sólo a través de la creación se combaten la abulia y el tedio, tan reales, tan cotidianos. Despliegue señero de imaginación, vocación iconoclasta; ansia por construir, por modelar nuevos ámbitos. Por respirar el aire de transparencias más celestes.
Leo a aquel escritor a la luz del escritor, “consistente y variado”, que vino después. El joven no desmerece frente al fabulador de dilatada trayectoria. Uno y otro, lo creo así, se copian vicios que son placeres: uno y otro recorren, deleite suyo, el espectro ensombrecido de la realidad; y miran —deleite mayor— a los seres que, fascinadores, revolotean en él.

V
La primera edición de La muerte por todos lados la muerte es de 1990. Su aparición fue milagrosa; resultado de una síntesis afortunada, feliz incluso, de voluntades. Diríase que la historia detrás de su publicación es asunto ficcional, el pretexto ideal para componer un cuento en toda regla. Un escritor primerizo escribe un relato. Alguien más lo lee. Quien lee, entusiasta, envía el relato a un concurso de cuento en el que obtiene el tercer lugar. Quizá sorprendido por el resultado, el joven narrador escribe otro cuento con el que logra el primer puesto en otro concurso literario y viaja a la ciudad de México. Esos dos cuentos no bastan para explicar el origen de una vida dedicada a la escritura. O no se agotan allí las posibilidades. Sí: en el principio estuvo la bonhomía de un amigo entusiasta. En el origen de todo lo que vino después se encuentra la confianza ciega que ese otro depositó en quien, aun sin libro, era ya el autor de “Mudos batracios” y “La muerte es sueño”. La literatura por venir, arriesgada, indócil, siempre en busca de lo nuevo y de lo otro, había echado raíz. Y también la utopía personal, un paraíso privado que Héctor Cortés Mandujano supo, quiso compartir. Afortunadamente.

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