Tag Archive | Daniel Maldonado

Sobre Mundo en jaque, de Ailin Mc Cabe

Baraja de sombras es una colección pensada por un grupo homónimo de investigadores ocupados en la literatura latinoamericana. Cuenta con ocho libros editados; cada uno  se ha escrito por alguien de nuestro continente que plantea una escritura poco digerible por las editoriales multinacionales -sean estas corporaciones o autodenominadas independientes-.

Acá pueden descargar, de forma gratuita, cada uno de los volúmenes.

Ahora publicamos la presentación, escrita por Daniel Maldonado, de Mundo en jaque de Ailin Mc Cabe, el último libro que ha aparecido en Baraja de sombras.

Presentación 

 

Daniel Maldonado Velázquez 

 

Es la palabra. Cuando opera, sobreviene el asombro. Y más: éste se vuelve trascendente cuando ella, la palabra, lo satura de esplendor. El asombro, ese que no participa de la abulia que pareciera ser consustancial a los días cotidianos. No es que se halle por doquier, no es que resulte común. Lo común, en todo caso, consiste en anularlo, en estimarlo inexistente. Lo común supone hacer del asombro una suerte de anhelo bastardo, innecesario por improductivo. Hijo insípido del convencionalismo, lo común invita a adoptar el supuesto de que lo asombroso resulta menos una forma de dilapidar la estrechez de miras —tan corriente, tan instalada— que un franco imposible. Se entiende: resulta por demás peligroso abrazar la posibilidad de que el mundo, la realidad y el afuera sean más complejos de lo que parecieran ser a simple vista. 

Existe cierto tipo de ficción que guarda una relación bastante estrecha con el asombro. A fuerza de ser sinceros, lo asombroso es un código secreto que mora en el núcleo de numerosas obras literarias. No es la costumbre, sino la vitalidad que las recorre, lo que las ha convertido en referencia casi perpetua. Asombro despierta la debilidad primera vuelta entereza constante de un gigante llamado Frodo; asombro hay en los sueños plagados de androides que tuvo Philip K. Dick; asombra la megalomanía del Dr. Frankenstein, moderno Prometeo, hacedor de pesadillas. Asombro produce, también, la palabra que trastorna lo dado, que desmonta —al crear un sentido otro— los absurdos que manufactura permanentemente la lógica del status quo. 

 

Desde sus inicios, la ciencia ficción se ha caracterizado por configurar horizontes en los que el imposible adquiere la condición de mensaje oracular consumado. Los cultores del género han visto en la innovación tecnológica y en los desarrollos alcanzados por la ciencia aplicada motivos o, mejor, pretextos ideales para dar cuenta de algo más. En ese algo más radica la potencia que convierte a los relatos de ciencia ficción en dispositivos explosivos, mecanismos en cuyo diseño seminal yace además la clave que ha de permitir la reinvención del mundo o, si se prefiere, su puesta en jaque. 

Los relatos contenidos en Mundo en jaque, de Ailin Mc Cabe, se hacen eco del talante subversor del género. Ya en su origen, la ciencia ficción anticipaba tímidamente —y quizá de manera involuntaria— una muy probable catástrofe futura. Julio Verne o Mary Shelley, deudores de la utopía del progreso, colocaron los cimientos sobre los cuales pensar el presente en términos distópicos. La razón instrumental, que fue la suya —y que en buena medida sigue siendo hegemónica—, hizo nacer no pocos monstruos. 

Sí: asombra lo monstruoso, la angustia derivada de las historias que alguna vez pretendieron dar cuenta de lo por-venir. Pero en Mundo en jaque, además, asombran otras cosas. En “Enemigo común”, asombra la extraña familiaridad que producen la capacidad de seducción que despliega una autómata atrofiada, las torpezas en que incurre una abuela metálica o el fastidio —tan adolescente— de una maquinita de última generación. En “Terremoto”, pasma o cimbra presenciar el impacto que generan dos grandes cataclismos en la vida de una mujer. No solo asombra el borramiento pleno de los límites de su cuerpo, su caída en la inmensidad; también lo hace, asunto no menor, el reconocimiento de que es posible —y quizá hasta deseable— reírse como un loco después de renacer. En fin: asombra verse reflejado en las maneras impacientes, delirantes, viles de cyborgs demasiado humanos. 

No hay realidad sin palabras. No hay mundo sin palabras. No hay, no podría haber, tampoco asombro. La invención de un sentido irreverente, distinto del que circula sin ataduras por doquier y que se erige en valor único y verdad oficial, pasa por hacer de la palabra el centro de una perturbación necesaria. Solo a través de tal palabra es que se puede subvertir lo que, a fuerza del uso corriente, se concibe como la norma. 

No es privilegio exclusivo de la ciencia ficción el urdir mundos que no son. La literatura es eso: otra realidad, acaso más viva. O, sin más, la forma pura de la experiencia (Piglia dixit). A la luz de la literatura, del ánimo contestario que la constituye, la energía y brillantez de palabras como fusión y terremoto habrán de fisurar la corrección predominante que es más bien terror cotidiano, mezquindad disfrazada de asepsia bien-pensante. 

 

 

El modo mismo de tramarlo o anotaciones sueltas a propósito del relato

Por Daniel Maldonado

OLYMPUS DIGITAL CAMERA

I

Un principio. Lo que abre o inaugura. Un comienzo, el de una narración. Conviene, inquietud natural, sopesar la pertinencia del uso que aquí se hace de la palabra comienzo. El principio o lo que empieza, diríase. El principio o la ética. ¿Implica el término mencionado sólo un punto de partida, germen de un flujo verbal por venir? La palabra principio supone, también, una ocasión, una más bien de acento ético, para dar cuenta de lo que no es sino un asunto de toma de decisiones, incluso de escala de valores. ¿No prevalecen acaso en quien emprende la escritura de un relato, en quien pone en marcha su confección, principios que se estiman fundamentales? La duda nomás contribuye a agudizar la zozobra. Puede que no sea procedente hablar de principios. Pero basta con que exista uno solo para que esa otra fabulación, el sentido, adquiera la tesitura anhelada, la forma –uno no deja de soñar– pretendidamente última. Principio, sentido y narración.

Entonces, de nuevo. En el principio, aunque cueste trabajo reconocerlo, estuvo el principio, la ética del escribiente, ese payaso que consideró pertinente servirse de la pluma y el papel –instrumentos de la consignación– para urdir una forma en la que estuviese contenida una vida, la existencia atravesada de historias, al paso, recogidas. Lo que se pepena. Voces, anécdotas, cadencias incodificables, narraciones. Lo que se instala en el corazón y en la memoria del que escribe son, sí, los decires de los otros: vidas ajenas vueltas signo. [A veces la prepotencia no deja de inmiscuirse en la labor diaria, de filtrarse hasta el tuétano en la voluntad de uno. Reconocimiento a fortiori: también lo que se inscribe en mi interior no es sino el conjunto de sucesos que componen la vida experienciada –materia susceptible de transformarse en futura narración.]

Hablemos del desplazamiento evidente; el que conduce, condujo alguna vez, de la oralidad a la escritura. No hace falta tratar con profusión este asunto para dilapidar, hasta aquí, la cuestión tratada. El desplazamiento al que se alude arroja más luz sobre lo evidente: en el principio fue el verbo. Y el verbo era Dios y con él –o tras él– sobrevino el mundo, su saturación de asombros. Pero una vez que aparecen sobre el papel estas palabras; una vez inscritas sobre este cuaderno –soporte de la escritura que no es sino acto– reaparece la inquietud, la duda que deviene escozor, una incomodidad plena que se desprende del repaso veloz de las últimas líneas que, ya consignadas, delinean –si se quiere de manera imprecisa– los contornos de una pregunta: ¿no es el verbo que es palabra que es mythos y que es logos y que es Dios un principio ético en toda regla? Read More…

“No seduce todo lo que se revela”. A propósito de El diario De la Riva. Por Daniel Maldonado

 

Son legión los escritores que incurrieron –que siguen incurriendo– en la manía de registrar sus acaeceres más o menos cotidianos. Figuras como Pavese, Woolf, Piglia o Pitol no sólo escribieron diarios, esas bitácoras en las que consignaron aquello que se les antojaba pertinente, sino que hicieron de esa variante intimista de la narración un ejemplo preclaro de la experimentación formal.

Es en esta especie de naturaleza bicéfala del diario (testimonio puntual de lo experimentado regularmente al tiempo que laboratorio en el que es rasgo constante el juego con formas narrativas diversas) en donde podría descansar, también, su condición de interrogante. ¿Cómo narrar, cómo dar cuenta de aquello que, quizá por valioso o por pretendidamente inaprensible, se vuelve difícil cifrar en palabras? O, en última instancia, ¿qué detona la escritura de un diario –qué detona, sin más, el acto de la escritura?

A veces la ingenuidad se empeña en inmiscuirse en la propia actividad creativa. ¿Qué es lo que se narra? ¿Acaso los hitos que configuran –que van configurando– la propia trayectoria existencial? Puede que lo que se narre, así sea insulso o anodino, represente el lado menos nocivo de eso que se entiende como realidad. Hipótesis: el resultado de la escritura de un diario –o, en todo caso, del acto creativo– es justamente una forma, un modo de narrar. Un modo, en fin, de estar –e incluso de incidir, por vía de la palabra– en el mundo.

Read More…

Nudo de serpientes o cómo ser de otro modo. Por Daniel Maldonado

 

Es cosa curiosa que en la incipiente tradición narrativa chiapaneca la historia (entendida menos como oficio que como síntesis o compendio de los hechos ocurridos en tiempos ya idos) haya ejercido una considerable influencia en un puñado de narradores. Eraclio Zepeda, antes Rosario Castellanos y, desde luego, Jesús morales Bermúdez se sirvieron de momentos, etapas del pasado para recrear sucedidos que los cultores de la historia oficial –esa falacia pretendidamente aséptica y objetiva– se han empeñado en borrar –cuando no en ignorar de plano.

A estas alturas, señalar el fuerte acento político y hasta contestatario de novelas como Oficio de tinieblas o Ceremonial sería incurrir en una franca perogrullada. En estos relatos están presentes las vidas de quienes han padecido el oprobio y la explotación. Pero también palpita en ellas otra cosa: una impronta estética notable que se sostiene en la fuerza del lenguaje que las recorre.

Tanto en Ceremonial, como en Oficio de tinieblas, la historia o, mejor, su recreación poética por vía de la palabra se convierte en vehículo idóneo para dar cuenta de sucesos que, aún hoy, suponen una herida permanentemente abierta: la derrota de los alzados de 1869 en la región de los altos de Chiapas a manos de las fuerzas criollas de la ciudad de San Cristóbal. Ni una ni otra, sin embargo, son novelas históricas. Antes, podrían ser vistas como narraciones en las que la historia se erige en fantasma, lamento. Recuento de afrentas y de ultrajes. Injusticias.

Nudo de serpientes (Viento al Hombro, 2007) de Alejandro Aldana Sellschopp prolonga, al tiempo que la robustece, esta suerte de tradición. Igual que las anteriores, tampoco la de Aldana Sellschopp es necesariamente una novela histórica. Cierto: en Nudo de serpientes se dan cita distintos acontecimientos que cabe tipificar de históricos: la masacre de Wolonchán, la formación y consolidación de agrupaciones guerrilleras en el contexto de la llamada Guerra sucia, la emergencia –y posterior despliegue operativo en la región de los altos de Chiapas– del EZLN.

En efecto: la novela de Aldana se instala en esa tradición. Pero en función de sus propios recursos (que son logros), también se distancia de ella. Ahí en donde Morales Bermúdez se sirve del mito para reconfigurar la historia, Aldana coloca utopía y diatriba.

Dentro de la ficción de Aldana, utopía y diatriba hallan asiento en las figuras del mayor Moisés y de Augusto Castillejos. ¿Protagonista y antagonista?, ¿héroe y villano? Mejor: el uno como el reverso franco del otro y viceversa.

A Moisés de cuando en cuando lo persigue la sombra de su padre: cifra de su vida pasada y, aun, efigie de su habitus de peón acasillado. A Augusto Castillejos lo atosiga, encerrado en un jacal, prisionero de guerra de aquellos a los que no tiene empacho en considerar casi que bestias salvajes, el espectro de su más rancia estirpe: Bernal Díaz del Castillo.

Read More…

Morir al sur o el reverso posible de la historia. Por Daniel Maldonado

 

Quizá la historia de la literatura no sea sino un compendio de los modos en que ficción y realidad se entrecruzan. O, en todo caso, puede que el reverso de lo que se ha entendido como historia de la literatura dé menos cuenta de un conjunto, señero, de nombres y obras que de los modos, siempre sugerentes, de que se han servido narradores diversos a la hora de incurrir en el ejercicio de la narración. Ya lo decía Ricardo Piglia: en realidad, un cuento (y, agrego, también una novela) siempre cuenta más de una historia.

¿Cuántas son las historias que circulan en La ciudad ausente o en El largo adiós o en Guerra en el paraíso? Puede que el número de historias, de relatos que se cruzan en las tres novelas mencionadas sea infinito, como casi infinitas parecieran ser las que marcan el derrotero de personajes como Sherezade o don Quijote, figuras nodales que han trascendido las fronteras de sus respectivos universos narrativos.

No sin jiribilla traje a colación los títulos de las novelas de Piglia, Chandler y Montemayor. En las tres subyacen las voces de quienes han padecido, o en todo caso contemplado, la acción criminal de los monstruos sin rostro: la dictadura, la desigualdad inherente al capitalismo omniabarcador, el brazo armado del Estado. Pero además, en todas ellas también palpita una tensión: la que sostiene la ficción o, mejor aún, la literatura frente a lo real. Ninguna de estas narraciones se plantea, al menos no de manera directa, ser la crónica precisa de los acaeceres y sucedidos consignados por la nota periodística a modo o por el discurso imbécil de los referentes de la progresía mediática. Lo que hacen las voces de los personajes que habitan las páginas de estas novelas es poner en suspenso los resortes operativos sobre los cuales se sostiene el sentido, ominoso, de lo que en no pocas ocasiones se ha erigido en Historia oficial.

Entendida durante mucho tiempo como género menor, la novela policiaca o, digamos mejor, negra supo replantear, por vía de la figura del detective, la relación entre lo visible y aquello que, soterrado, opera a su sombra. Lo que hace el detective es aproximarse de otro modo a lo real. Mira, si se quiere, de modo desviado –por mal intencionado o cínico– no lo que flota sobre la superficie, sino aquello que sumergido como está implica riesgos, silencios, malas pasadas, intrigas. El reverso sórdido del ethos –pretendidamente aséptico– de los bienpensantes.

Morir al sur (2022, Nitro/Press), novela ganadora en 2020 del premio “Una vuelta de tuerca”, de Gabriel Velázquez (Cintalapa, 1984) es en cierto sentido tributaria de esta forma de entender la relación entre ficción y realidad (o entre fondo y superficie). Sí: la de Velázquez es una novela que se hace eco de algunos de los elementos –clichés, dirían sus detractores– de un género que figuras como Hammett o aun Chandler cultivaron con maestría. En Morir al Sur hay un crimen, un asesino y huellas de violencia extrema sobre los cuerpos de sujetos marginales que trasiegan el arrabal. Pero no sólo: lo que se plantea en Morir al sur es que en Tuxtla, San Cristóbal y Ocosingo (puerta de entrada al dominio, también marginal, de la selva) prevalecen el oprobio y la impunidad cifradas en la lentitud, incapacidad y opacidad propias de las instituciones locales procuradoras de justicia.

No es casual que sea un periodista y no un MP (o, aun, un detective a sueldo) quien se sumerja en los entretelones de una realidad política turbia, asfixiante por nociva. En última instancia, a Santigo –protagonista de la novela y fortuito private eye de una agrupación clandestina que busca declararle la guerra al gobierno– le corresponde zurcir los retazos de una trama compuesta de sucesos sólo en apariencia inconexos: el asesinato sistemático de prostitutas, la desaparición de un posible jefe guerrillero y la presencia de un alto mando militar en la ciudad de San Cristóbal de las Casas en vísperas del arribo de un año axial: 1994.

No son pocos los méritos (éticos al tiempo que estéticos) del relato de Velázquez. En Morir al sur, la selva es, antes que el paraíso bucólico canonizado por la lógica plástica del marketing, habitáculo en el que se gesta un levantamiento, armado y popular, todavía sin nombre. Puede que en esto último se encuentre otro mérito de la novela. Al recorrer sus páginas, asistimos a la construcción de un sueño terrible que luego habría de cifrar su grandeza en cuatro letras; entendemos que los ejercicios militares que realizan los marginados en el corazón de una selva llamada lacandona –individuos que se comunican entre sí en una lengua que al protagonista de la novela le resulta del todo incomprensible– concentran la memoria de una serie de ultrajes experimentados a lo largo de 500 años.

Otra cosa. Ahí en donde la historia oficial ha colocado a los sublevados como figuras anquilosadas, ahí en donde la historiografía oficial –o, verdad sea dicha, afín al establishment– ha hecho de los alzados entes brutos y ávidos de exterminar al otro por el prurito de sólo hacerlo, Morir al sur, de Velázquez, opone el reverso de esta ominosa narración: los que se asumen del lado correcto de la historia casi siempre se empeñan en ocultar las huellas, las marcas que dan cuenta de sus crímenes.

¿Cuántas historias circulan en Morir al sur? Posiblemente la menos visible de todas sea la más importante: la que conduce a la revelación de un crimen por vía de la ficción, de la fabulación. Aquella que hace de la novela, de la literatura sin más, el correlato iconoclasta de la narrativa –erigida en verdad irrefutable– del poder.