Diario del coronavirus desde Chiapas. Día cinco

Mañana ni siquiera seré un mal recuerdo: como una admonición a cualquier promesa de eternidad que gravite en torno a la memoria, se inserta en los enunciados que, a lo largo del recorrido, uno se encontrará. No me refiero al cementerio de San Cristóbal sino al de El Triunfo, en Colombia. Triunfó el coronavirus y su entrada, entre laureles de prócer, fabulan un pánico que anuncian a la plaga.
Seguramente, en el cementerio de El Triunfo no yace ningún triunfador. Si es que por triunfo se le denomina a un espejismo en donde el nombre sobrevive al cuerpo por algunas centurias. El Triunfo mismo se abroga su nombre porque ni siquiera será un mal recuerdo. La Tierra misma tampoco lo será; el cielo, en esos espacios oscuros, está lleno de cosas que se postran en algo más profundo que la amnesia.
Pese a la cercanía de San Cristóbal con el Coronavirus de Tuxtla, este dio un salto cualitativo y llegó a Bogotá. Los senderos del virus son semejantes a los de los electrones; no hay trayectoria que pueda predecir los puntos de partida y llegada porque no hay de dónde salir ni a dónde llegar.
También mis pensamientos saltan y los dirijo a mi ciudad de origen; sin cerrar los ojos, me figuro a sus calles sembradas con caras muertas y abrigadas con tapabocas. Pero esto es más una ilusión, como la del cementerio de El Triunfo. Triunfar también consiste en carecer de deudas bancarias y ningún muerto de ese lugar puede considerarse triunfador. Todos le deben algo a alguna entidad que haya promocionado un crédito para comprar la comida a unos pollos que se murieron de SARS o una casa que se derrumbó con el último terremoto. Las que jamás se muere ni se derrumba son las deudas: los espacios negros del cielo son los saldos en rojo de las cuentas bancarias y los intereses mensuales causados por un préstamo con cláusulas leoninas.
Covid-19 es uno de esos créditos, firmados por un laboratorio que cobra por anticipado el precio de una vacuna que aún no inventa. Y si no hay lugar a la vacuna, se acude a una renovación de modelo: Covid-20, Covid-21, Covid-22, hasta que se pase a otras siglas o se le diga, genéricamente, el mal chino.
Y chinos malos sobran, como dicen en El Triunfo, como lo repiten en San Cristóbal. Pero ya este asunto no es cuestión de los chinos sino que hasta el mismo clima de Chiapas se ha plegado al frío para propiciar un ambiente más adecuado con l una plaga. Hoy el cielo semejó el otoño, y los árboles que se guían por las estaciones más adheridas al ártico permanecen pelados, como chamizos prestos a incendiarse por la misma providencia divina que designa las hecatombes y sus víctimas.
En esa baja de temperatura se llevó a cabo un concierto de cello en el norte de la ciudad. Interpretaron Adiós Nonino y, en el intermedio, un guitarrista ejecutó unas composiciones de Agustín Barrios. La presencia de Sudamérica me retrotrajo a otros tedios, más juveniles, y, por lo tanto, más llenos del entusiasmo de extinguirlos. Ahora soy un tedio que se asume como tal y quiere más cucharadas de aburrimiento.
Espero a Covid-19 y puede que sólo me llegue el 21 o el mero mal chino en forma de un plástico que se rompe tan rápido como la bolsa en la que viene envuelto. Quizá no tenga el suficiente pasado crediticio para hacerme al virus. Quizá todo consista en sentarse a esperar la enfermedad mientras se muere esperando.