Diario del coronavirus desde Chiapas. Día cuatro
El calor y el viento frío provoca que los habitantes de San Cristóbal salgan con abrigos delgados mientras que los turistas se coloquen, apenas, un esqueleto y calcen alpargatas. Unos sienten frío y otros calor; entre el tiritar de uno y la transpiración del otro, aparece una tenue desconfianza y el hambre de un final del mundo en un municipio que parece cumplir, al menos en sus andadores del centro, las características de una postal de National Geographic.
Hace mucho tiempo, un obispo de Chiapas, un dominico neogranadino que se llamaba Francisco Nuñez de la Vega, avizoró dos posibles levantamientos apocalípticos que tendrían como centro a Chiapas.
El primero de ellos, según el profeta que se ocupó de acabar con cualquier credo o rito que fuese en contravía del catolicismo, ocurriría en 1712. En ese año ocurrieron cosas que, para algunos, fue el fin de una época e, incluso, de su mundo: se levantaron los tzeltales en Cancuc y empezaron a llamar a San Cristóbal-nuestra Ciudad Real- Jerusalén, pues estaba llena de impíos de sangre española que podía trocarse por la de los malhadados judíos y buscaban su caída gracias a la sublevación.
Para infortunio de los tseltales, Jerusalén no cayó y, pese a que no es la ciudad más grande de Chiapas, pervive y es una babel en cuyas puertas abiertas se exhiben y venden artesanías costosas, joyería hecha a base de plata y ámbar y blusas coloridas que bien pueden funcionar como souvenir o como rasgo distintivo para acceder desapercibido a alguna casa de altos estudios culturalistas.
La segunda premonición de Núñez apuntó a una nueva hecatombe que tendría lugar en 1994. Ese fue el año en que el EZLN llegó hasta San Cristóbal y protagonizó la narrativa de una revolución que funcionó como un estertor ante la andanada de triunfalismo que se orquestaba desde los Estados Unidos, desde que se destruyó la burocrática Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por unos días pareció que Francis Fukuyama sería mordido por los murciélagos de la selva Lacandona.
El mundo siguió andando, a pesar de las revoluciones siempre encharcadas en mitad de sus propios sueños y del pregonero Nuñez.
Y seguirá andando a pesar de mi sudor frío y de la tos. O del coronavirus que ya empieza a cansar a los habitantes: no llega a San Cristóbal y poco a poco empieza a difuminarse, salvo porque haya un estallido que, de una vez por todas, sacie el hambre de una catástrofe equiparable a la angurria del fray dominico.
Hace un par de días un lector comentó que el coronavirus iba a ser como la visita del papa a Colombia: mucha expectativa y una subsiguiente decepción. Lo que decepciona es la falta de letalidad y su lentitud; de hecho, puede que sea letal pero, si es tan perezosa como el SIDA, termina por convertirse en una afección asimilable a la naturaleza propia de vivir. Es como si el juicio final tomara los mismos tiempos que un proceso judicial en un juzgado: quizá ese juicio se convierta en el punto final de un purgatorio lleno de bostezos cuyo sellamiento es una condena inimportante.
Hoy San Cristóbal está escéptico e incurre en su normalidad. Los turistas se toman fotos y se sienten en el fin del mundo, o el confín, porque el fin parece ser asunto de Fray Núñez, al menos en estas latitudes.
Hoy hubiese sido un día maravilloso para que la peste comenzara, pero lo único que semeja a un embate de proporciones bíblicas es la avalancha de turistas enrojecidos como langostas que, por donde pasan, dejan un hálito de mortandad, como las langostas, las otras, las que azotaron a Egipto. Y, pese a todo, Egipto continuó.