Ana. Por Osbaldo García Muñoz

I
Despiertas más tarde que de costumbre. Estás despierto; lo sabes porque, soñoliento y torpe, adviertes el ruido en las calles y el picoteo de pájaros rojos en la ventana. “¡Pájaros del demonio!”, ruges, escupes desde el fondo ascendente y circular de tus intestinos. Abres los ojos, despegando los párpados con una pesadez y la sensación de que cada parte de tu cuerpo se golpea una contra otra. Tratas de incorporarte y la vida te oprime, te duele como un resucitado que desconoce la luz. “Todavía es hora”, piensas, mientras miras un brazo sobre tu pecho. “¿Y esto?” te dices, haciendo un esfuerzo por quitarte de encima el bulto de carne sudoroso que aprieta sus senos contra ti. El olor de su aliento alcoholizado te repugna. Aun así, observas su rostro de vela desencajado y el cabello enmarañado sobre el hombro. “¿Quién putas eres?”
Te sacudes la cabeza, te das golpes en la frente, soplas y resoplas igual que hembra a punto de parir. Luego, tu nebulosa memoria le da forma a todas esas cosas que preferirías olvidar en ese momento: tu desordenada vida que de pronto se da vuelta y te trae como vorágine lo sucedido. Sí, aun entre la bruma, lo recuerdas: once treinta. Ahí está la hermosa prostituta de veinte años frente a ti, moviéndose como poseída por algún ser mitológico y desconocido: ¡hidra, serpiente de agua y fuego!; ahí está esa virgen quimérica con su rostro pálido y el cuerpo lamido por las luces neón; ahí está, sacudida hasta el espanto. Y estás tú, acariciando con los ojos el aire, extasiado por aquella ebriedad colectiva del centro nocturno que conoces como tu casa; ahí está todo ese estiércol con aroma a Dios incólume que te libera de la mierda cotidiana: la música, el bullicio descarnado y las estridentes risotadas de las mujeres y los hombres de figuras fantasmales. “Es la nueva, se la recomiendo, patrón”.
Ana es su nombre. Ana, la “misericordiosa”, la recién llegada, la migrante convertida en fugitiva del hambre y del dolor. Sí, ahí estaba, pidiéndote que la desnudaras, que la hicieras olvidarse de El Salvador y las “broncas” para llegar a México: “¡Quítame el vestido!” te dijo y tú creíste que habías encontrado a la mujer de tu vida: “Eres la mujer de mi vida”, dijiste; se lo dijiste, se lo repetiste tantas veces que aún te zumba el oído con ese “amor eterno” que se esfumó entre los cigarros y las botellas de ron. Ana, una ninfa enflaquecida que parecía conocer los misterios del amor y la fantástica realidad de los sueños a ultranza.
—¡Ana, despierta!

II
Ana no ha querido moverse desde que le dijiste que se levantara. Así que te la quitas de encima con un fuerte empujón y ella sólo gime un poco. Te incorporas ridículo y mientras te sientas en la orilla de la cama, te llevas las manos al rostro, inclinándote sobre tus rodillas. Te refriegas los ojos, ves el reloj que te regaló el día de tu cumpleaños aquella novia tuya con la que estuviste a punto de casarte y te das cuenta que son las ocho en punto. Intentas ponerte de pie y todo empieza a darte vueltas. Tu cabeza parece desprenderse. Avanzas unos pasos y te detienes a ver la fotografía de tu madre —a la que nunca conociste— colgada a un costado de tu cama en aquellas paredes amarillentas de tu cuarto. Junto al retrato, hay un cuadro vacío con una hoja en blanco que dice: “Este es mi padre”. Sobre el piso sin alfombras, unas minúsculas pantaletas se confunden con las pantimedias, calcetines y condones dispersos. Un olor penetrante a licor, marihuana, cigarro y sexo se percibe. Sientes que te asfixias; quieres vomitar, pero te contienes.
Abres la ventana que da hacia el patio y la luz entra fugaz sobre tu rostro. Afuera, el ruido de los autos y la gente en su interminable ir y venir de todos los días te parecen un insulto. Algunos pájaros citadinos revolotean en los escasos árboles de las calles. Respiras profundo, te meces los cabellos, das la vuelta y te quedas observando el bulto sacro de la Santa Muerte que posa sobre una repisa empotrada justo arriba de la cabecera de la cama. “La Santa Muerte es la santa de los desprotegidos, de los desamparados; es la madre de la gente que vive sola, ausente, muerta desde la muerte más profunda de sus sueños” recuerdas, mientras piensas en la anciana del mercado que te vendió a la fuerza esa imagen enlutada y cadavérica. A tu derecha, el guardarropa permanece abierto.
Ana se retuerce por unos instantes, amodorrada entre tus sábanas y tú te cruzas de brazos para observar su inquietante desnudez: la negra cabellera que se enreda sobre sus hombros; su bello rostro embadurnado de cosméticos baratos; su cuello delgado que delinea un camino entre sus pechos; sus finísimas manos sobrepuestas en el vientre pulcro y tersas y sonrosadas piernas que se abren ofreciendo su profundidad eximia; sus minúsculos pies terminados en uñas de un delicado color violáceo.
Estás quieto, aturdido por el recuerdo pastoso y estercolizo de las imágenes que tratas de ordenar en tu cerebro. Vuelves a respirar profundo, pero ahora mueves la cabeza como negándote a creer que sólo apenas unas cuantas horas habías pedido a la muchacha que se casara contigo. Se lo pediste con insistencia, con una ansiedad de moribundo, exigente y locuaz, tierno e impositivo, iracundo y pueril hasta el ridículo, que ella sólo se puso a reír sordamente.

III
Son las ocho quince. Te pones el mismo boxer desgastado, los mismos pantalones y calcetines y ese mismo rictus de borracho que te acompaña desde que eras adolescente. Sales del cuarto, tambaleándote un poco. Te diriges al baño como si contaras los veinte pasos que llevan a él. Frente al botiquín, repasas la mirada en las etiquetas de los frascos como si buscaras algo que te pudiera curar de la lujuria y la parranda; algo que te ayudara a deshacerte de esa resaca insoportable que llamas vida: una mágica poción que pudieras aplicarte en los dedos, en la cara, en los labios, en la lengua, en la garganta, en el alma misma para exorcizar esa sensación de soledad que no te abandona; para quitarte de encima ese que no eres tú, pero que te lleva de la mano como imbécil.
Te ves al espejo y pareces otro, sí, el mismo que le mentó la madre al vecino que estaba molestando con que le bajaras a la música y al escándalo; el que le dio de botellazos a la tienda de la esquina porque el dueño no quiso venderle unas cervezas a las tres de la mañana. Tal vez lo recuerdas y te arrepientes. Pero ya no importa. Tú eres así y nadie podrá cambiarte. “¡A la gente le vale madre lo que haga con mi vida!”, has pensado muchas veces; lo has dicho en reiteradas ocasiones, como ahora, mientras haces una mueca sarcástica que se pierde con otra de un dolor en la cabeza.
Te cepillas los dientes, pues ya no soportas esa sensación de inmundicia en la boca. Luego te lavas medio cuerpo, te pones la camisa azul del uniforme del trabajo que acostumbras dejar colgada para esos momentos. Sales del baño. Tus zapatos negros marcan un sonoro camino a la cocina. Abres el refrigerador y lo encuentras vacío. En el piso, unas latas de cerveza te recuerdan el escándalo que hizo la muchacha cuando le dijiste que era “una puta”, que tú no necesitabas de ninguna “puta” como ella. ¿Recuerdas? Se quiso ir; no la dejaste. Fue en ese momento en que discutiste con el vecino y si no hubiera sido por Ana, tal vez hubieras despertado en algún juzgado corriente.
Jalas una de las dos sillas de madera que acompañan tu mesa junto a una improvisada estufa de dos quemadores. Prendes un porro; fumas deliciosamente. Por un momento te quedas pensativo, hasta que suena la alarma del reloj anunciándote las nueve en punto. “¡Vamos a la chingada!”, dices, apagando tu cigarrillo y bebiendo rápidamente tres tazas de café frío sin importarte la gastritis que te diagnosticaran tres meses antes.
Cuando te diriges a la salida, te acuerdas de dejarle a la mujer el dinero con que pretendes pagar por sus servicios. Así que regresas a la recámara que habías abandonado no hace mucho tiempo. Al cruzar la puerta y entrar nuevamente al cuarto, tus ojos se abren desorbitados por la sorpresa: Ana ha desaparecido; entre las sábanas de tu lecho, la Santa Muerte te sonríe.

Tags: , , , ,

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

A %d blogueros les gusta esto: