«Mujer de la montaña»: acercamientos a la narrativa de Josías López Gómez. Por José Osbaldo García Muñoz
Hace tiempo, mientras buscaba un tema para abordar el indigenismo en Chiapas, tuve un encuentro fortuito con el escritor Josías López Gómez. Siempre alegre y bonachón, presto para las bromas y la risa, tuvo la amabilidad de regalarme su primera novela, recién publicada: Te’eltik ants, Mujer de la montaña. «La firma sí se cobra», dijo, bromeando, cuando le solicité que me rubricara el obsequio. Enseguida, pidió que le hiciera algunos comentarios a su obra: «Pero hable bien de mí, pues, si no le voy a tener que pedir mi libro otra vez», puntualizó con su clásico y sonoro tono de voz para, de inmediato, echarse a reír en abierta carcajada.
- El autor
Josías nació en la comunidad Cholol, municipio de Oxchuc, Chiapas, el 1° de agosto de 1959. Licenciado en Etnolingüística y Maestro en Lingüística Indoamericana, de 1981 a 2013, se desempeñó como profesor bilingüe en áreas rurales de Chiapas. Autor de varios libros, entre los que destacan La aurora lacandona, Todo cambió, Lacra del tiempo y Palabra del alma, fue ganador del premio a la narrativa indígena, emisión 2009, convocado por el CONECULTA-CELALI y del Premio de Literatura Indígena de América 2015. Actualmente, pertenece al Sistema Nacional de Creadores.
Se trata de un narrador autodidacta, exsupervisor escolar bilingüe, esposo, padre de familia y hombre preocupado por el «vacío» que existe en el «arte indígena», según sus propias palabras. Esto último, es el factor primordial que lo mueve a ser un literato, al estar convencido de la «utilidad» de su trabajo en la cuestión lingüística y cultural concerniente a los pueblos originarios. Bajo su óptica, su narrativa:
- Es «un recurso para la defensa de la lengua bats’il k’op, ante la amenaza constante de descalificaciones y pérdida gradual».
- Aunque su obra «No expresa la totalidad del mundo de los bats’il winiketik […], sí ofrece elementos culturales, cosmogónicos, sobre todo, de la explotación y del abandono que caracterizan a los pueblos originarios de Chiapas».
Literatura e identidad: planteamientos étnicos y estéticos en la contemporaneidad. Por José Osbaldo García Muñoz
Inicialmente, debo decir que no soy bueno en el manejo de la teoría, además de tener muy mala memoria cuando de citar autores se trata. Por otro lado, no me gustan los monólogos intelectuales, donde el “saber” es solo atribuible a quien habla. Por ello, prefiero reflexionar a partir del diálogo y la interacción con otras voces. Así, en esta ocasión, voy a retomar a un autor en particular, de tal manera que, a través de sus escritos, podamos “desombrar” un poco esta insondable selva de personas y personajes que representan la literatura y la identidad. Desde luego, la literatura no tiene identidad. No es esa la función de una obra literaria. Pero como todo texto es creación humana y, por ende, resultado de un tiempo y espacio específico que lo acuñan, bien podemos arriesgarnos a pensar en ese “pequeño dios” que está detrás de cada trabajo artístico. En eso coincido con aquellos que dicen que un artista nace y se hace, pues nadie puede asumir un don sin recordar su origen, es decir, el lugar donde se ha forjado y las personas con quienes ha convivido.
Nuestro acompañante en este espacio será un joven y prolífico escritor e investigador de San Juan Chamula, Mikel Ruiz, a quien deberemos los aciertos y la lucidez que pueda haber en esta mi intervención; las fallas e imprecisiones serán atribuibles a mi persona, toda vez que el escritor no es responsable de lo que cada quien quiera entender acerca de lo que lee. La obra de Mikel es interesante y variada: lo mismo escribe poesía, cuento o novela que ensayos o trabajos profusos y complejos de investigación. Como mi intento es, en cierta medida, abordar la obra de nuestro invitado, me voy a enfocar en tres de sus últimos ensayos, los cuales son prolíficos a propósito de nuestro tema. Los tres textos a los que me refiero fueron publicados en Tierra adentro y Confabulario, bajo los títulos de “El retorno de los fantasmas”, “Tote (abuelo) o cómo tejer los recuerdos” e “Identidades fantasmas”. Justamente, fue este último quien llamó mi atención al leerlo. ¿Cómo puede la identidad ser un fantasma, una ilusión? Por ende, haré una breve reflexión acerca de la novela La ira de los murciélagos, a veces, haciendo puenteo con el trabajo cinematográfico de María Sojob, Tote.
Lo primero que hay que aclarar es que nuestras reflexiones se apoyan en la llamada —para algunos, mal llamada— “literatura indígena” o “literatura en lenguas indígenas”. Se trata de un movimiento surgido allá por los años setenta del siglo pasado —y quizá un poco más atrás—. A diferencia de la literatura indigenista, sus creadores son escritores y poetas provenientes de algunos de los pueblos originarios que, asimismo, hablan su propia lengua. No vamos a detenernos en esta revisión histórica, basta con saber que su aparición se da en el ámbito de las luchas de defensa territorial y reivindicación cultural y lingüística. Aunque incipiente en el campo de la crítica literaria, existen varios trabajos que dan cuenta de las etapas y características de esta corriente artística. Por lo mismo, podemos distinguir tres momentos fundamentales: 1. La transcripción/traducción (escrituración de las lenguas indígenas); 2. La recreación (de la tradición oral, principalmente); 3. La creación.
Sobre Claroscuros de voces antiguas, un libro escrito por José Osbaldo García Muñoz
Este texto corresponde a la presentación que se llevó a cabo en el Centro Estatal de Lenguas, Arte y Literatura Indígenas -CELALI-, en San Cristóbal de las Casas, el 22 de abril de 2022
1
Recuerdo que, antes de leer un relato suyo, lo escuche. En lo que contaba, había neblina y los pasos de alguien en cuyas pantorrillas trepaba la humedad de la hierba. Quizá todo discurría en un escenario de los altos de Chiapas. La niebla silbaba un misterio acrecentado con la voz de Osbaldo y los movimientos circulares de su dedo índice derecho dirigido al cielo.
Luego él compartió sus escritos a sus compañeros de doctorado, vía correo electrónico. Como suele ocurrir, de respuesta hubo silencio o los manidos “te felicito, está muy bueno” o el “me gustó”. No sé por qué se supone que la respuesta ante un texto deba ser un “me gusta”; es como si la lógica de Facebook y demás redes sociales de internet se haya extendido al punto de estructurar nuestras respuestas ante un escrito.
Me acerqué a él y le pedí permiso para que esos relatos fueran editados y publicados en milinviernos.org. Él aceptó y, desde ese entonces, se ha trenzado una relación sustentada en la lectura y escritura.
En las publicaciones de milinviernos jamás se ha hecho hincapié en las características de quien escribe -solemos obviar las biografías- y, en el caso de Osbaldo, ha permitido que no presentemos su trabajo con el criterio de “literatura indígena”; esto ha propiciado no darle preeminencia a una teoría para luego acomodar un texto -labor apreciada para hacer tesis en carreras de letras, en donde lo conceptual opera como lente y ortopediza a lo escrito, lo cual es una necesidad gremial y de tener enganche laboral, con lo que no discuto porque yo mismo me veo impelido a hacerlo ya que no cuento con agentes literarios como para criticar a las universidades y tampoco cuento con el sustento económico familiar como para vivir en alguna ciudad europea y dedicarme a bordar delicadas novelas que abrace Galimard-. En milinviernos no hemos usado categorías como “weird”, Ciencia ficción u horror, suponemos un encuentro con lo escrito que permita la construcción de una lectura particular, sin que incurramos en una fantasía de “lector puro”, es decir, libre de prejuicios de un arsenal de conceptos que terminará acomodando.
2
El “megusta” es el eje de reseñas o ensayos que se precien de una mirada crítica. Se la vincula con la exposición de motivos de por qué le gusta o no le gusta algo al enunciador de dicho “megusta”: se urde una suposición en torno a la cual se asume que lo que escribe un crítico corresponde a lo que él verdaderamente piensa[1].
En esa adscripción a una escritura que sustente un gusto se corre con el albur de desembocar en la manida oración de que “entre gustos no hay disgustos”, lo cual desactiva cualquier propuesta de lectura en la medida que todas se validan en virtud de dichos atributos adjudicados a las preferencias personales del que escribe con un fundamento en ese despliegue argumental.
Esta primera tentación no aparece en el libro de Osbaldo. Él no se ocupa de hacer un listado de sus admiraciones y rechazos. Es tal su distancia que, en un momento dado, señala la escualidez que hay tras afirmaciones que consagran a un texto como “bueno” o lo condenan como “malo”.
Para tales efectos, Osbaldo problematiza el postulado de la literatura sin adjetivos, el cual supone que un texto está o no adscripto a la literatura sin que importe su apellido; en suma, algo escrito es o no es literatura:
El problema que enfrenta la literatura sin adjetivos es la tendencia racional de clasificar y distinguir a fin de eliminar el problema. Siendo así, encontramos una situación compleja que implicaría dejar de lado la historia y las prácticas y discursos que van definiendo lo que es la literatura. Así, cuando nos encontramos ante textos que no encajan en l que el consenso dominante exige acerca de lo que es literatura, se desprecia los relatos escritos o narrados oralmente por los “no profesionales”, entendiendo que existe un nivel al cual aspiran los escritores dedicados a ello. La literatura indígena o la literatura en lenguas indígenas combate, por así decirlo, con dos enemigos aparentemente solidarios: uno, la lengua castellana/española y sus propias formas expresivas de la cultura occidental; dos, la cultura occidental y su lógica estética que percibe el arte como un conjunto de normas y procedimientos consensuados y legitimados siempre por aquellos que saben lo que es o debería ser una obra de arte (García, 2020:176).
3
La pregunta por lo que es la literatura -manejada como sinónimo de aceptación de un enunciado concreto a ese sistema que implica el aparato literario- suele ser molesta para quienes parten del supuesto de que es algo que se define. A partir de dicha suposición, se incurre en categorizaciones como las del ya fallecido Harold Bloom cuando establece categorías en las que hay un centro que irradia al resto de la literatura.
En ese esquema, semejante a la de una carrera de caballos o a una clasificación de tabla en una liga de fútbol, hay algunos autores que ocuparán los primeros lugares (sí, ellos, o sus nombres, los ocupan, no los escritos: en esas escalas no se coloca a una novela en un primer lugar y a otra en el último si son firmadas con el mismo nombre. Los nombres son una franquicia y se convierten en una prenda de garantía: cuando el lector, muy cercano al consumidor que acude al supermercado y ve en un mostrador diferentes marcas de un producto, se acerca a la librería, prefiere no tomar riesgos y optar por la garantía de que algo bueno está escrito con esa rúbrica).
Osbaldo toma distancia con las más entusiastas loas que se le pueda hacer a un escrito en tsotsil, por ejemplo. Él tensa la idea misma de las jerarquizaciones, no porque las quiera revertir en su contenido, lo cual respondería a una misma estructura y sería la carne predilecta que engulliría un predador como Bloom cuando acusa a sus contradictores de propalar la moral del resentimiento porque ellos no han sido capaces de escribir Otelo o Don Quijote de la Mancha. Si simplemente se busca invertir la jerarquía, se mantiene una visión unívoca, preceptiva de lo que es la literatura y la crítica se acerca a un juicio.
4
Ignoro si los glifos de las ciudades antiguas se hayan inscrito sujetos a que le gustara a los demás. En ese gesto de la inscripción, quiero suponer, la cuestión del gusto no resultaba relevante (puede que ni siquiera haya sido una pregunta porque lo escrito tomó la figura de designio, de algo inevitable). En esa inevitabilidad que tienen, creo yo, laten hipótesis de lecturas que sobrepasan al mero gusto (aunque, claro, cabe la pregunta de por qué alguien decide estudiar un libro concreto y no otro: en ello puede mediar el gusto… aunque esa categoría pasa por lo racional: el rechazo y la repugnancia son tan intensas como el gusto, incluso más fuerte: hay una captura, algo que provoca arcadas o un disgusto que no se equipara con el mero “megusta”; pese a que no lo haya advertido Bloom con su pasión por Shakespeare, en él, en ese apasionamiento quiero decir, hay elementos que implican represiones, rechazos y omisiones).
Las hipótesis de lectura suponen una resignificación de lo leído y una nueva escritura que reescribe lo que se leyó. En ese tenor crítico, Osbaldo hilvana su trabajo. Él no se ocupa de levantar un rechazo o un monumento, pese a que algunos de los escritores que cita sí tratan de instalar momentos fundacionales y presencias que irradian una figura casi mesiánica pues no sólo transforman, sino que trazan un porvenir (como ocurre con Reyes Matamoros o Montemayor).
En el libro, se enfatiza esa presencia de ese hipotético escritor, plegado a la aspiración a la “gran literatura” sin que problematice de dónde proviene dicha jerarquización y si ella es el único camino para entender a eso que se llama literatura y que no se define con claridad:
Profesionalizar el arte que proviene de los artistas de los pueblos originarios implica encaminarse y alinearse a un discurso dominante que dicta lo que debe ser la literatura. En cuanto se le pide al escritor “indígena” apegarse a la formalidad de los cánones estéticos, también se le exige alejarse de la impronta que hace posible su obra: la reflexión acerca de ese ser negado y humillado históricamente; ese ser potencialmente creativo que, aunque no quiera, tiene un modo distinto de ver y nombrar la realidad (Garcia, 2021: 177).
En ese disciplinamiento habrá novelas y cuentos que provoquen el bienestar y el placer estético de los académicos y demás literatos que se acerquen a ella. Aparece en el horizonte del mercado editorial, la producción de novelas que sirvan de corpus para maestrías en literatura, estudios culturales y demás posgrados que hoy día proliferan en la industria de la educación. Serán estos libros el material más propicio para hacer papers y rellenar cientos de revistas indexadas: en suma, la crítica y la academia precisa de esa “buena literatura” para así justificarse en los departamentos universitarios, lo que propicia una simbiosis entre estos dos campos y un aislamiento con respecto a ese ser negado y humillado que refiere Osbaldo.
Esta presión de lo que debe ser la literatura opera incluso en contextos que se pretenden más plurales, como sería el caso de un mestizo que quiera escribir deliberadamente cosas “aburridas” sin “verosimilitud” y con “errores sintácticos”. El sistema de la literatura intenta excluir a todos estos discursos y por ello aparece la opción de escribir sin que lo que está escrito se adscriba a la literatura y, en ese orden de cosas, los glifos tampoco lo serían.
Osbaldo contribuye a una discusión que sobrepasa los contextos cómodos de estudios remitidos a la cuestión indígena o de los pueblos originarios. Su pregunta se expande a todo el discurso literario o a la llamada literatura universal.
Una respuesta que el propio Osbaldo ha mencionado en su libro y que ha llamado mi atención, ha sido la de la “literatura sin traducciones”. Esta consiste en
una exploración literaria a partir únicamente de las lenguas indígenas, asumiendo que detrás del supuesto diálogo que ofrece la literatura bilingüe, en realidad, se encuentra la trampa que tienden los discursos dominantes de exclusión para alienar y apropiarse de los movimientos de resistencia. Paradójicamente, el reconocimiento de una literatura indígena conlleva, en sí misma, su anulación (García, 2021:183).
La literatura es intraducible. Y las traducciones son, más que versiones, nuevas escrituras que adhieren a ese corpus pluricéfalo. La literatura sin traducciones, más que una propuesta por el ostracismo, es la aceptación de que en cada palabra hay una opacidad inasible y que no siempre es el vehículo para darse a entender o comunicar. Por eso, el propio Osbaldo afirma: “El artista acepta que no transcribimos la realidad, sino que la transmutamos” (García, 2021:57).
5
Osbaldo, como lo dije en un comienzo, también escribe ficción, sin que ello implique decir mentiras. En su trabajo ensayístico, ella está presente en su propio aparato argumental, como ocurre acá:
Al observar el reflejo de la luna en una fuente de agua, al igual que los niños, imagina un escenario que tendría por impulso atraparla. ¡Eso es imposible! ¿No es cierto? No obstante, al meter la mano a la fuente, descubriría que aquella luna tiene la consistencia del agua. Luego, voltearía al cielo y vería que hay otro círculo luminoso que se parece al que halla bajo sus ojos. Intentaría alcanzarla, pero no podría. Tendría, entonces, dos situaciones distintas que parten de una misma realidad. Por lo que toda esa complejidad, en tanto aprendizaje del mundo objetivo, tiene que ser resuelta por el artista en el momento mismo en que comprende, a su modo, cómo funcionan las cosas que nos rodean. No trataría de explicar el fenómeno de la refracción de la luz, sino de la naturaleza de las cosas atravesada por atributos simbólicos y emotivos que perduran en la conciencia de las personas […] Así, poetas como Jaime Sabines escribieron que la luna “se puede beber a cucharadas” (García, 2021:55-56).
En el poema de Sabines, la luna no se puede beber sino tomar: más que una inexactitud de Osbaldo es la muestra de lo que ocurre con cada enunciado; éste se transforma cuando lo volvemos a citar. En el poema de Sabines, el verbo tomar es sinónimo de beber y de allí el equívoco. Luego, en el poema, se afirma que se puede tomar como una cápsula cada dos horas: el apuro está en que no se bebe una cápsula, se toma, y por eso el verbo de tomar trae consigo la polisemia que propicia que la luna pueda agarrarse con una cuchara, como si el cielo fuera una sopa que hemos de ingerir todas las noches, antes de dormir, incluso para alimentar nuestras pesadillas de infinito.
Lo escrito por Osbaldo obedece a su impulso creativo y de transformación; eso ocurre en las glosas: hay una transformación de lo glosado, una variación como la que se cultiva en la música, y se plantean entonces diferentes horizontes que emanan de dichos movimientos que se varían. Osbaldo parte de esa variación infligida a un verso de Sabines para urdir una propuesta de lo que hace el artista. O lo que haría: hay un condicional que marca a todo el segmento; dicha condición es que, como el artista tiende a ver las cosas como si fuera la primera vez, observa el reflejo de la luna en un estanque y, de allí, se desencadena toda la acción. Este argumento, tejido desde su propia perspectiva, pone en evidencia que él mismo ve el actuar del artista como si fuera la primera vez: es un regreso al origen, que trasmite y rehace a la realidad -al modo de los alquimistas respecto a la transmutación de los metales en oro-.
Esa misma transmutación opera en campos como la pintura, de la cual también es cultor Osbaldo: se aleja de la mera representación o imitación y la torna extraña porque ocurre por primera vez a los ojos del artista. Cuando se ve algo nunca antes visto, aparece el asombro. La normalización enceguece esa mirada; el extrañamiento del mundo forma parte primordial de la mirada del artista. La visión del crítico con respecto a lo que lee y escribe ha de acercarse a la primera vez; de allí que la suposición de lo literario opaca esa primera mirada.
En el primer momento que se ve algo, se transforma lo pintado o lo que se escribe en virtud de eso que se siente como extraño:
Cuando se pinta un paisaje de una comunidad cualquiera, el resultado deja de ser el paisaje mismo; o sea, se logra hacer algo que no estaba ahí, no es una copia de lo existente, sino la implantación de otro “paisaje” (García, 2021:222).
Esta primera mirada, que corresponde al artista, no emana de un sujeto definido como tal: es un encuentro; puede acaecerle a cualquiera, por más que tenga o no ese título o etiqueta. No hay una sustancia concreta sino una relación cifrada en el acto de ver. Aunque persiste el extrañamiento, ese mundoraro que brota hasta en las entrañas de la propia lengua que se hace ajena a medida que se la escribe hasta que surge la poesía.
Una pregunta que aún me inquieta es sobre la denuncia a esa educación para el olvido que operó en muchos de los autores entrevistados en el libro. En sus testimonios se constata la represión de sus lenguas maternas para así circunscribirse en la instrucción hecha en el mundo del español/castellano de México[2]: ¿El olvido precipitó la primera mirada de muchos y muchas que hoy día escriben? Cuando regresa reprimido, aparece lo ominoso, pero eso que resulta ominoso o siniestro porque es lo familiar que deviene extraño (como la lengua materna que se intentó obviar en diferentes instancias institucionales), instiga a la escritura y esta no es un mero vehículo para comunicar ese extrañamiento: la palabra misma, la lengua, forma parte de eso que se torna extraño y por ello se la despanzurra, se la digiere y se la expulsa para generar una nueva lengua -atendiendo así a esa suerte de compromiso que instaló Montemayor cuando les dijo a los escritores de lenguas mayas que debían construir su lengua: esa construcción no debe ser un proyecto deliberado sino una emanación de la extrañeza que se da cuando se regresa a la lengua madre; es más, puede descubrirse que ella es una quimera, un ideal, algo inalcanzable y que simplemente estamos destinados a tomar, como a la luna con una cuchara, el reflejo de lo que es dicha lengua ideal-.
La escritura de los escritores indígenas también es una labor de extrañamiento sobre el español: en el olvido o represión que se inflige esta lengua hay desvíos. Algunos los castigarán como incorrecciones gramaticales, pero otros podrán ver acá nuevos vericuetos en el sentir y el pensar en un espectro semántico que no se agota por más que le pese a la RAE.
Ese también ocurre en quienes suponemos habitar una sola lengua: los arrullos y las palabras mordidas de mamá, o los gestos y chistes que se tejen entre amigos, se convierten en nostalgia y sus resonancias cobran una música propia que instiga determinadas sensaciones. A ellas se las vincula con una melodía, con un sonido específico que apenas podemos rasguñar en un papel y, ese rasguño por sí mismo, es otra forma de la lengua, otro extrañamiento, con lo que siempre habremos de habitar un exilio de esa lengua madre.
En medio de estos extrañamientos, la pregunta por si es bueno o malo lo que se escribe, es una vanidad, o una broma, como todas, impertinente. Ni siquiera se busca que un extrañamiento guste o no, éste ocurre.
Para esa mirada que es como una primera vez, se precisa de otro, ya sea un sujeto o un objeto, al cual remitir la trayectoria visual. La invidencia es carecer de un punto en el cual fijarse -no por nada, hasta en las técnicas de meditación se recomienda tener un objeto concreto porque, de lo contrario, la conciencia da tumbos como un invidente a plena luz del día o un vidente en medio de la oscuridad (que sería como un invidente: en la oscuridad absoluta es inútil abrir los ojos)-. Osbaldo tiene esto presente cuando establece la relación del que hace arte con la comunidad; no es una actividad solitaria, hay una relación que es la que hace brotar ese hecho artístico.
6
Osbaldo toma un pasaje de Mujer de la Montaña de Josías López Gómez en donde aparece lo siguiente: “Mi varón nació como todos, sucio de sangre” (García, 2021:95). Él extiende la imagen a otros momentos, adjudicados como fundacionales -al menos por sus nombres- para lo que se ha llamado el pensamiento Occidental:
Si imaginamos a los grandes pensadores griegos como Platón o Aristóteles en el momento de su alumbramiento, lo único que podemos ver es un cuerpo emergiendo de “la sangrante abertura de la madre”, olvidando por un momento la trascendencia de las ideas y las profusas elucubraciones del ser: el hombre nace siempre “sucio de sangre” porque ésta es la impronta biológica que se percibe como “suciedad” al ser el estigma de su naturaleza animal inmanente e ineludible. La sangre es la marca del hombre terrenal que tiene madre, una raíz… (García, 2021:195-196).
Bastaron unas líneas para regresar al momento en que un pequeño humano, sin que aún tuviera el apodo de Platón o lo llamaran Aristóteles saliera de una mujer. Ocurre un extrañamiento, una primera mirada a algo que se obvió pero que siempre estuvo ahí: alguna vez Platón y Aristóteles fueron fetos y pendieron de un cordón umbilical. Envolverlos en sangre se acerca a ver a Jesús, en un pesebre, embadurnado con los fluidos de su madre virgen y el misterio perviviría en eso que ata a la vida y que se obvia hasta olvidarlo. Osbaldo ha hecho regresar algo familiar que se ha reprimido; su mirada, como la primera, nos contagia de la extrañeza de algo que, para muchos, es familiar como el nombre de esos dos pensadores del mar mediterráneo.
Recuerdo que, una de las veces en las que fui con Osbaldo a Oxchuc, me dijo que los microbios eran vida. Lo hizo mientras caminábamos por el mercado: supongo que atisbó en mi mirada algún recelo higienista. Eso me permitió comer con placidez un tamal de fríjol mientras discurríamos por las calles, durante un descanso del taller de escritura que hicimos en la casa cultural del municipio.
Esa vida, que no omite las suciedades porque no las considera tal, es la que reflota en la mirada del crítico que ha escrito con los ojos de alguien que ha visto algo por primera vez como Osbaldo en su libro
Nota: el claroscuro de voces antiguas también obedece a esa mirada más compleja que la de la polaridad entre lo oscuro y lo luminoso. Las voces y su antigüedad aún se escuchan porque articulan palabras: hay oídos que las escuchan como si fuera la primera. Los oídos ven, los ojos huelen, la nariz toca, la piel huele y la lengua oye: en ese encuentro de los sentidos, todo nace por primera y única vez en la escritura.
Gracias.
[1] Muchas de esas críticas incurren en la inocencia de suponer que el enunciador de dicho texto es idéntico al empírico, aunque en el interior de esos hipotéticos textos se recurra a las venerables ancianas teorías francesas que discutieron esa correspondencia.
[2] Lengua que tiene sus variantes: es diferente la que circula en Sonora que la de Chiapas e, incluso, al interior del estado, varía de acuerdo a la comunidad.
La caza. Por José Osbaldo García Muñoz
Continuamos publicando relatos de José Osbaldo García Muñoz, pintor y escritor nacido en Chiapas (México). En esta ocasión, la neblina se convierte es un manto bajo el cual discurren cosas dichas con un lenguaje que las hace tan extrañas que nunca antes ocurrieron.
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Dibujo hecho pr Jorge Osbaldo García Muñoz
Mi padre afilaba el machete con gran parsimonia en el movimiento de sus brazos. Aún era joven, pero el rastro de los días y el trabajo duro lo agobiaban.
—El perro no quiso comer —le dije cuando lo creí oportuno.
—Es mejor —respondió sin levantar la mirada, arremangándose el pantalón hasta las rodillas.
Con golpes de lima sobre la hoja metálica, sacudía la limadura y, luego, con el pulgar derecho, recorría el borde, asegurándose de dar el filo adecuado. Por momentos se espantaba los mosquitos de los pies descalzos. Sus piernas eran largas, recias y ásperas como tronco de árbol.
—¿Afilarás el tuyo? —preguntó.
—No —dije, tímidamente—. Voy a llevar azadón.
Siguió en su actividad. Hizo una pausa. Me miró con seriedad.
—Tu obligación es aprender a obedecer antes de decidir por ti mismo.
Guardó silencio y colgó la mirada en las golondrinas de cuello blanco que se despedían de la tarde. La neblina, arrastrándose, subió la serranía. Los cenzontles trinaban como lo hacían en aquel entonces antes de acurrucarse y dormir entre los árboles de naranjo. El crepúsculo se fue desvaneciendo.
—Amarra al perro y prepara las cosas —me dijo, cuando se percató que daba los últimos toques al machete sobre mi rodilla.
—Está bien, papá —respondí, dirigiéndome enseguida al interior de la casa.
Trabé el morral de ixtle en el horcón central que detiene las vigas principales. Sobre la cama, puse dos lámparas de mano con pilas puestas y dos foquitos de repuesto, dos pares extra de pilas, una navaja, dos hondas, un puñado de piedras finas de río, dos dientes de ajo, una veladora y dos pañuelos rojos; en la puerta de salida, acerqué una varilla con la punta afilada, un azadón pequeño y el machete de mi padre. Llené con café dos botellas de plástico, envolví unas tortillas y las eché en el morral. Por último, llamé al “negro”, el perro, que moviendo la cola se dejó atar con gran docilidad. Al rato, los cenzontles cesaron su canto. Había oscurecido.
Mi padre se puso de pie, tiró la colilla de su cigarro y fue hacia donde yo estaba.
—¿Estás listo? —preguntó sin mirarme a los ojos.
—Sí —asentí animado.
Tomó la veladora para, después de pasárnosla a él y a mí en el cuerpo, colocarla encendida frente a San Antonio, sobre el altar de los santos que mi madre construyera en el umbral de su muerte, apenas un año antes. Enseguida, machacó ajos envueltos en tela roja, frotando luego el oloroso bultillo en el cuerpo del perro.
—No me falles, negro; no me falles, cabrón —le decía al animal, dándole palmadas en el lomo. Éste, agitando la cola, respondía lamiéndole el rostro.
—El ajo ahuyenta las malas sombras —explicó, pidiéndome que guardara un diente del condimento en mi bolsillo.
—No lo tires —concluyó, mientras se ponía las botas de hule y metía en ellas el largo del pantalón.
Ana. Por Osbaldo García Muñoz
I
Despiertas más tarde que de costumbre. Estás despierto; lo sabes porque, soñoliento y torpe, adviertes el ruido en las calles y el picoteo de pájaros rojos en la ventana. “¡Pájaros del demonio!”, ruges, escupes desde el fondo ascendente y circular de tus intestinos. Abres los ojos, despegando los párpados con una pesadez y la sensación de que cada parte de tu cuerpo se golpea una contra otra. Tratas de incorporarte y la vida te oprime, te duele como un resucitado que desconoce la luz. “Todavía es hora”, piensas, mientras miras un brazo sobre tu pecho. “¿Y esto?” te dices, haciendo un esfuerzo por quitarte de encima el bulto de carne sudoroso que aprieta sus senos contra ti. El olor de su aliento alcoholizado te repugna. Aun así, observas su rostro de vela desencajado y el cabello enmarañado sobre el hombro. “¿Quién putas eres?”
Te sacudes la cabeza, te das golpes en la frente, soplas y resoplas igual que hembra a punto de parir. Luego, tu nebulosa memoria le da forma a todas esas cosas que preferirías olvidar en ese momento: tu desordenada vida que de pronto se da vuelta y te trae como vorágine lo sucedido. Sí, aun entre la bruma, lo recuerdas: once treinta. Ahí está la hermosa prostituta de veinte años frente a ti, moviéndose como poseída por algún ser mitológico y desconocido: ¡hidra, serpiente de agua y fuego!; ahí está esa virgen quimérica con su rostro pálido y el cuerpo lamido por las luces neón; ahí está, sacudida hasta el espanto. Y estás tú, acariciando con los ojos el aire, extasiado por aquella ebriedad colectiva del centro nocturno que conoces como tu casa; ahí está todo ese estiércol con aroma a Dios incólume que te libera de la mierda cotidiana: la música, el bullicio descarnado y las estridentes risotadas de las mujeres y los hombres de figuras fantasmales. “Es la nueva, se la recomiendo, patrón”.
Ana es su nombre. Ana, la “misericordiosa”, la recién llegada, la migrante convertida en fugitiva del hambre y del dolor. Sí, ahí estaba, pidiéndote que la desnudaras, que la hicieras olvidarse de El Salvador y las “broncas” para llegar a México: “¡Quítame el vestido!” te dijo y tú creíste que habías encontrado a la mujer de tu vida: “Eres la mujer de mi vida”, dijiste; se lo dijiste, se lo repetiste tantas veces que aún te zumba el oído con ese “amor eterno” que se esfumó entre los cigarros y las botellas de ron. Ana, una ninfa enflaquecida que parecía conocer los misterios del amor y la fantástica realidad de los sueños a ultranza.
—¡Ana, despierta!
El señor del cerro. Por José Osbaldo García Muñoz
En los sueños nos habla Dios. Y, cuando no es él, son sus espejismos, siempre reflejados sobre superficies sinuosas, hasta que sus nombres devienen innombrables y nos conformamos con hechizos para conjurarlos o invocarlos. En el relato que presentamos, Osbaldo trabaja desde un lugar donde lo verosímil se traduce en una vanidad que no permite, ni siquiera, soñar. Y esto es un sueño. Y, como han dicho desde hace unos siglos, los sueños sólo sueños son.
El señor del cerro
Todo barranco tiene que ser rellenado,
y toda montaña y colina allanada,
y las curvas tienen que convertirse en caminos rectos,
y los lugares escarpados en caminos llanos…
Lucas 3: 5
Fue él quien lo soñó; lo soñó y sólo él lo supo. En su sueño se lo contaron; le dijeron, le hablaron: “Tu suerte está en la montaña; ahí está tu suerte, ahí está”. Le contaron lo que debía saber, en su sueño se lo contaron. Lo tuvo claro en su mente, en su espíritu; claro como un amanecer sin nubes era él. Pero nadie le creyó cuando pidió ayuda; nadie: “Voy a derrumbar el cerro”, dijo; ayuda pidió. Nadie lo tomó en cuenta. La gente lo veía con desprecio, creían que estaba hechizado o enfermo de la cabeza. “Está hechizado, enfermo”, decía la gente; hablaban: “Está enfermo”.
Mas él no hizo caso. Vendió todas sus tierras y casa para derribar el cerro. Vendió su casa y su tierra y sus vacas. Compró picos y palas; contrató cuatro muchachos para derribar el cerro: “Ahí está tu suerte”, recordaba. Compró picos y palas, se dedicó sólo a derribar el cerro. De día y de noche golpeaba el cerro para abrirlo. Golpeaba. De día y de noche sin comer ni dormir, sólo arrancar la piedra del cerro; abrir su estómago de la montaña para encontrar lo que le habían dicho: “Está tu suerte ahí”.