UNTÉMONOS DE COLOMBIA, por Umberto Amaya Luzardo

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UNTÉMONOS DE COLOMBIA

(Así es el Pacífico)

Era un sueño de tercero de primaria, cuando en la clase de geografía aprendí que el país tiene tres cordilleras y dos mares; yo era un muchachito llanero que no conocía los cerros y mucho menos el mar; pero como era un niño y los niños tienen la capacidad de soñar despiertos, mientras el profesor hablaba de los kilómetros de mar atlántico y la cantidad de costa pacífica que nos pertenecía, yo en la imaginación, como en el joropo llanero: “salí por un caño abajo, a ver si a la mar salía”.

A los doce años cuando miré por primera vez la cordillera, pensé que en esos lugares los hombres eran demasiado guapos para trabajar, cuando eran capaces de hacer esos montones de tierra tan grandes que llamaban cerros; porque nosotros entre tres hermanos, turnándonos la carretilla para echar el piso de la casa, habíamos durado cargando tierra todas las vacaciones. Ahora, estábamos en Bogotá, mirando su cadena montañosa, y esperando que amaneciera para escalar el cerro que nos quedaba más cerca siguiendo el curso de la quebrada. Cosa de maravillarse, la quebrada estaba llena de piedras y como tampoco las conocíamos, todas nos gustaban y queríamos recogerlas todas, porque en los arenales del llano solo conocíamos dos piedras: una pequeña que tenían en la cocina para machacar los ajos y otra grande bajo la sombra de un árbol, la piedra de amolar, que traían desde Tame, a puro lomo de burro.

f“Viajar es necesario, vivir no tanto” decían los que se inventaron la democracia, como si viajar fuera un acto democrático, y nosotros, bajo el régimen de mi papá nos fuimos a conocer el mar; pero si las montañas me fascinaron, el mar no; el mar me asustó, porque pensaba que si el río Arauca, con lo pequeño que es, tiene caimanes, rayas, pirañas, remolinos y corrientes bravas en los que a cada rato se ahoga la gente, en esa inmensidad de agua tendrían que haber monstruos inmensos y furiosas tempestades; entonces me metí al agua con un recelo que me ha durado toda la vida.

Conocí el mar por la parte arriba de nuestro mapa, por el Atlántico; apenas me metí en el agua, que estaba tragándome el primer sorbo para comprobar que de verdad era salada y empecé a recordar las palabras del profesor “al país lo bañaban dos mares”, entonces me entró la necesidad de conocer el Océano Pacífico, y para allá me fui, pero esta vez no con la intención de asolearme en la playa, meterme un ratico al mar, y salir en pantaloneta para el hotel a comer pescado frito; sino que esta vez, mi intención era embarcarme y navegarlo, y muchos años después lo logré.

El pacífico colombiano empieza en Cali, con su cultura niche. Los caleños llevan el mar pacífico y la música afrocolombiana en cada folículo piloso, y de la misma manera que Brasil tienen estatuas de Pelé, en un centro comercial de Cali, está la estatua de Celia Cruz; diez metros de alta, con un vestido fucsia y su bemba colorá. Qué alegría para los ojos viajeros, mirar el buen gusto de los vallunos. Subiendo la cordillera occidental, por la carretera que conduce de Cali al mar, cruzando apenas el último barrio: Terrón Colorado, aparece el Saladito y La Cumbre; y siente uno que está viajando por lugares hermosos. Entonces llega el fin del afán y el comienzo de las casas bellas; es algo así como para los Bogotanos visitar La Calera, pero las casas de campo vallunas son más espaciosas y con mejor arquitectura, en otras palabras, mucho más bonitas, más espaciosas, con mejores jardines y menos frío.

Después de atravesar pueblos pequeños y tres horas de recorrido se llega a Buenaventura, que es algo así como la extensión de la bodega de un barco carguero; una barahúnda en su comercio, en la forma de sus calles y en su tránsito; pero en cuanto a la gente, Buenaventura no es más que un pedazo de África, negros de buena estatura y mucha fortaleza física y todas las mujeres con grandes y hermosos traseros, y las que no, con traseros estrambóticos, pero culos planos y piernas flacas no ven en la costa pacífica; todas como dice el currulao: “caderona vení menéate, vení menéate pa’enamorate, re-meniate y remeniate, re-meniate caderona”. Y allá en ese mundo del currulao, el chontaduro, el agua de coco y el pescado, está Buenaventura, la mayoría de sus casas paradas en zancos, y al frente el mar pacífico con su muelle gigante, sus barcos cargueros, sus islas y manglares. Se está trabajando. Con túneles y viaductos se mejora la carretera al mar, y con dragados se profundiza el puerto, preparándolo de esta manera para esperar lo que le viene y va: todo el comercio con los países del Pacífico; y en poco tiempo, veremos una ciudad que hace honor a su nombre y a su himno: “bello puerto del mar mi Buenaventura”.

Desde Buenaventura hay muchas oportunidades para llegar a Guapi, la más económica es un barco que parte a las seis de la tarde, navegando primero por el mar cerca a la isla de Gorgona, lugar donde se aparean las ballenas, los tiburones y las tortugas marinas, que nadan a flor de agua carapacho sobre carapacho: encarapichadas. Para terminar el viaje se remonta el rio Guapi, con casitas humildes en ambas orillas, humildes pero atractivas, todas construidas en palafitos. En la mañana se llega al pueblo que no es más que un Buenaventura pequeño. “En Nueva York, hasta los ricos son insignificantes, allá priman los rascacielos”, dice Henry Miller, y de viajeros conozco dos clases, “los que van por el mundo y los que van por la vida” los que van por el mundo generalmente salen en tours o excursiones y andan mirando ciudades, monumentos, museos y catedrales; entonces el pueblo de Guapi, pavimentado y con los frentes de las casas bonitos atraería a estos turistas, porque su aspecto pintoresco se siente apenas comienzas a subir los escalones del puerto. Los otros viajeros, son los que van por ahí mirando las cosas, gastando vida y zapatos, maravillados con tanta agua, vegetación exuberante, y abundancia de productos naturales que ofrece la costa pacífica. Para esos viajeros que van por la vida, alojándose en pensiones económicas, haciendo contacto con la gente, y muchas veces conviviendo con ellos; para este tipo de gente esta región es ideal, cualquier campesino lo invita a encaramarse en su canoa, visitar su casa que queda unas cuantas horas rio arriba, a conocer su familia, a comer lo que ellos comen, a cantar sus canciones y a acertar sus adivinanzas: “la mamá camina, los hijos no: la ahuyama”. A los otros viajeros así no sepan inglés, les recomiendo como destino Nueva York, y una vez allá, que se paren debajo de un rascacielos y se tomen la foto correspondiente. Dejemos a Guapi aquí adentro, en la mente y el corazón como un recuerdo labrado en ébano de los braseros en el puerto, de los artesanos, los tamboreros, de los niños, y de las encargadas de manipular los alimentos para que no aguanten hambre ni sus hombres, ni sus hijos, ni nosotros los peregrinos. Dejemos a Guapi atrás, y continuemos esta vez, no agua arriba, ni agua abajo, sino agua a la izquierda, agua a la derecha, agua en los rebalses, agua entre las islas y todo por caminos de agua hasta llegar a “El Charco”, un municipio en el departamento de Nariño, a orillas del rio Tapaje. Entonces uno se da cuenta, que si por indolencia se llegara a acabar el agua del mundo, en la costa pacífica colombiana, sería la última parte donde se acabaría; y se da uno cuenta también, que si el Guainía es “tierra de muchas aguas”, el pacífico colombiano es “agua de muchas aguas”. Allá, se ven y se prueban, aguas saladas, semi-saladas y dulces, y el municipio del Charco, por ser el encuentro de dos mundos, el marino y el terrestre, es una verdadera despensa de frutos agrícolas, entre ellos las palmas de coco, de chontaduro y naidí, una palmera delgada y altísima que suben los muchachos para cosechar sus racimos y su sabor similar al seje o “mil pesos”.

Entre los frutos del mar, frutos del manglar, y los frutos del río encuentras: langostinos, camarones, cangrejos, pianguas, cangrejos “pate’burros”, camarón tigre, peladas, pargo rojo, tiburón de tres tamaños, curvinas, lisas, jurel, conchimula, bagre, gualajo, raya, muchísima raya ahumada, que es como la venden en el mercado , y las jaibas, unos cangrejos que según ellos son las pirañas de los manglares y que es el plato típico, los venden en canastos hechos con fibra de palma, que por fortuna, los campesinos de la región todavía no tienen el hábito de la bolsa plástica.

Se ven indígenas de las etnias emberá, esperara y cipirara, que viven monte adentro y llegan al pueblo a vender sus productos agrícolas y a llevar pescado salado. “indios” les dicen los habitantes del Charco y ellos llaman a los negros “negorros” y los negorros del Charco, todos son abiertos y cordiales, los niños te abrazan, los adolescentes te sonríen, los adultos te saludan, los ancianos te conversan y las mujeres son tan dulces y mansas que las dependientas de los almacenes siempre te saludan con un: “A la orden mi amor Mapas de Colombia no hay mi corazón, pero volvé, volvé por mí.” La primera vez que oyes a una morena sonriente, mostrando unos dientes grandes y blancos que contrastan con el color de su piel, uno se sorprende y siente que tiene algo pegado en el anzuelo, pero en la medida que oyes las mismas palabras en los otros establecimientos llegas a la conclusión: “así es el pacífico”.

Se arranca del Charco y dura uno cuatro horas travesando el parque natural de los manglares (el mejor regalo para los amantes de la naturaleza) y terminar el viaje el último puerto colombiano: Tumaco. Ahí, Si..! Hotel, pantaloneta y pescado frito en la playa del Morro, que nada tiene que envidiar a las playas del mar atlántico. Digamos pues que su única diferencia serían los precios súper económicos de Tumaco; el mejor ejemplo es el valor del transporte urbano: quinientos pesos solamente con derecho a escuchar en la radio música de marimba, porque si en el llano se oye el arpa y en Boyacá la carranga; en el pacífico colombiano se escucha marimba a la lata y si alguno de los lectores de esta crónica por algún motivo viaja al pacífico y se interesa en conocer un instrumento de magnífica factura, le pido a favor que entre a la Casa de la Cultura de Tumaco, y conocerá sin arrepentirse lo que es un verdadero piano de la selva.

Puedo llenar de razones válidas a los que se atreven a viajar por estas regiones habitadas por colombianos humildes, a participar con ellos aportando nuestra experiencia, nuestra alegría de vida, y recibiendo y aprendiendo de ellos y de su hospitalidad; puedo llenar de razones válidas a los que se atreven a untarse de Colombia.

 

Umberto Amaya Luzardo

 

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