El síndrome del pedestal (vigesimoquinta entrega)

Zarzadante

Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:

XXV.

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude). Aro VIII: Consejeros fraudulentos.

 

“Las acechanzas del mar le parecen remotas a quien sólo escucha el lejano bramido de las olas al quebrarse en la playa”.

AMBROSE BIERCE, ‘El monje y la hija del verdugo’.

 

            Una tarde de finales de verano Enrique estaba muy sosegado en su apartamento leyendo un libro de arqueología, ‘La resurrección de las ciudades muertas’, de Marcel Brion, cuando oyó que el acuciante timbre de su apartamento deseaba anunciarle la llegada de alguien imprevisto, que había arribado sin hacer la previa llamada telefónica de rigor. Se asomó al balcón, aunque sin dejar que la persona (visitante ocasional) que lo necesitaba lo viese; pensaba que podía ser Rosa María quien llegaba a interrumpir su momento de sosiego. Para su sosiego, era Carolina. ¡Carolina! Le sorprendió que ella llegara a buscarlo; a pesar de no pretenderlo, era curioso: optó por recibirla. Pensó que ella tenía noticias de Mateo.

Pronto pudo percatarse de lo equivocada que era su suposición. Ella quería saber si él, como amigo de Mateo, tenía noticias suyas; andaba perdido. Habían pasado unos días, casi veinte, desde la última vez que vio a su querido Mateo (en quien, según lo que Enrique pensaba, ella veía cualidades que lo unían con su padre, de quien todavía estaba enamorada); le preocupaba que él no se hubiera comunicado con ella. Fue a “Mi Recoveco” buscando alguna razón, pero todos la recibieron agriamente, como si ella fuera una policía indeseable, como si fuera una soplona. De mala gana le hablaron, muy poco le dijeron; nadie había visto a Mateo en días, de la misma forma que a Lucas. Le dijo a Salas que no le afectaba que la trataran peor que a un perro callejero, por lo cual determinó ir todas las noches hasta que supiera algo de Mateo. Lo amaba demasiado; no le concedía importancia alguna al largo viaje que debía hacer desde Berazategui, en el sur del cono urbano bonaerense, ni al dinero que gastaba en pasajes de tren o de colectivo. Quería saber algo de Mateo. Necesitaba saber algo de Mateo.

En una ocasión recordó que Mateo le había indicado el sitio en el que Enrique vivía, por lo que fue al apartamento del colombiano. Enrique le contestó que él no sabía nada de su amigo; lo había llamado varias veces al celular, pero no le contestaba; ni siquiera viendo que era él, Mateo respondía a la llamada. Muchas conjeturas pasaron por su cabeza; inclusive llegó a pensar que Mateo ya se había ido a Italia, tal como a veces venía diciendo, pero le sorprendía que no se hubiese despedido de él. Antes de separarse se pidieron el favor de comunicarse cualquier noticia que tuvieran respecto al común amigo.

            Unos días después Enrique recibió una llamada de Carolina. Ella le comentó que Mateo estaba en la Cárcel de Devoto, nuevamente. Las circunstancias bajo las cuales fue apresado no pudo decírselas por teléfono, pero le sugirió que fuera al local de Teddy, para que éste le contara cómo sucedieron las cosas. Eso hizo Enrique y se enteró de que su amigo había sido atrapado por la policía, en el mismo momento en que llegaba a “Mi Recoveco”, con cuarenta gramos de cocaína. Un balde de agua fría cayó sobre quien supuestamente esperaba cualquier cosa de las personas y de las circunstancias. Al desear saber más al respecto, le dijeron que alguien había traicionado a Mateo: los policías llegaron precisamente a la hora a la que el antiguo dios del Recoveco acostumbraba entregar la mercancía, como si tuvieran un pleno y anticipado conocimiento de todos sus movimientos y de la materia que transportaba.  Teddy le dijo cómo podía comunicarse con el común amigo que estaba en la cárcel. Enrique intentó hacerlo, pero no le fue posible.

            Al cabo de unos días Enrique recibió, con sorpresa, una llamada de Mateo. Se reunieron con Eduardo en un restaurante de la Avenida de Mayo, en donde Mateo les comentó cómo sucedió todo. Fue un plan elaborado maquiavélicamente por “El Brasileño” (Enrique sintió dentro de sí la satisfacción que se da a quien supo de antemano las cosas, no porque fuera un psíquico que tenía pleno conocimiento de lo que estaba por acontecer o un sacerdote encargado de develar los oráculos que le encargaba su dios, sino por el juicio que se preciaba de tener de la raza humana; los hijos destronando a Cronos), quien, como era de esperarse, deseaba quedarse con el negocio para él solo, en vista de los buenos resultados que estaban consiguiendo. Compró a unos policías y fiscales, les informó de todos los movimientos de Mateo, les prometió que determinado día lo atraparían… y de esa forma sucedió.

            Mateo les contó a sus amigos que había quedado en la quiebra, pues los policías le habían secuestrado el auto y le habían quitado siete mil dólares, que era todo su capital. Ante el requerimiento de Enrique, que estaba preocupado porque era muy factible que descubrieran que Mateo anteriormente había cometido el delito de fuga de presos (por el cual se presentaría un concurso de delitos, al estar aunado al de  tráfico de sustancias prohibidas), Mateo les comentó que los policías fueron especialmente violentos con él: lo golpearon por todo el cuerpo de una forma tal que parecía que lo odiaran de toda la vida (a Enrique y a Eduardo les llegó a la cabeza la historia del joven al que Lucas y Mateo habían golpeado, a cada uno de acuerdo a su conocimiento de los hechos) o como si los hubieran mandado a hacerlo por medio del pago de una respetable cantidad de dinero. Había sido, también, idea de “El Brasileño”. No contentos los policías con inflamarle la cara y romperle unas cuantas costillas, le dejaron las manos hinchadas, pues deliberadamente desearon partírselas a golpes. Pero, sin que lo supieran, los policías con su sevicia contribuyeron a la salvación de su víctima.

            En el momento en que fueron a tomarle las huellas dactilares, con el consiguiente temor de Mateo de ser descubierto como el que se escapó de la misma cárcel dos años atrás, les resultó imposible reconocerlo por el lamentable estado en el que sus dedos se encontraban. La suerte lo acompañó. Eso sí, lamentaba haber perdido el anillo que le recordaba que había asesinado a un amigo. Por otra parte, Teddy se encargó de contratar a un respetable abogado, quien terminó haciendo que se le concediera libertad condicional. Unas llamadas telefónicas fueron suficientes para conseguir dos documentos adulterados. Mateo pensaba que había tenido demasiada estrella. No podía abusar de ella, debía irse a Italia.

            Pero la conclusión del acto vendría después. Mateo, con suma tristeza, terminó enterándose de que la promesa de mucho dinero y de droga diaria para suplir su acendrado vicio había hecho que aquel a quien él le decía “mi padre” terminara aliándose con “El Brasileño”; juntos lo habían delatado, juntos habían planeado todo, juntos lo habían traicionado. Las facciones de Mateo se tornaron adustas y sumamente mohínas al decirles a los jóvenes, con cínica amargura, que los perros de la ciudad estaban dándose un banquete con los frescos pedazos diseminados de los dos traidores.

“¡Como si un hombre pudiera cambiar de verdad!”

ERNESTO SÁBATO, ‘El túnel’.

            Esa era la despedida: Mateo les aseguró a sus amigos que, de la forma en la que había llegado sin un peso a la Argentina y había logrado hacer algo, de la misma manera, estaba seguro, le iría en Italia, con mucha mayor razón si se tenía en cuenta que su hermano estaba allá, y en ese momento libre de problemas, para ayudarlo. Se iría sin avisarle a ninguna de sus mujeres: ni a Carolina ni a la que estaba en Paraguay, con quien tenía un hijo. Nunca más tendrían noticias suyas. La niebla se lo había llevado junto a ella a las regiones donde el frío es endémico y a las que los mortales no podían llegar.

            Esa noche Mateo no pudo dormir. Una terrible pesadilla, en la que los edificios tenían caras y lo culpaban de un asesinato, en la que el cielo lloraba sangre, en la que Lucas, Teddy y él caminaban de espaldas cargando un fardo, en la que entraban a “Mi Recoveco”, en la que él se arrodillaba y le recababa piedad a un Dios que hacía tiempo había olvidado, le había hecho recordar muchas de las acciones que había llevado a cabo en su vida, entre ellas la golpiza que le propinaron al muchacho que dejaron tirado en la calle desangrándose. Y, ya que no podía dormir por el insomnio que le produjo la formidable alucinación onírica, decidió no hacerlo de ninguna manera.

Esa noche Enrique y Eduardo quedaron entristecidos, pues sabían que nunca más verían a Mateo, el feliz y soberbio personaje que a sus vidas había llegado para demostrarles que la existencia es dura y que, aun así, se debe vivir y tratar de disfrutarla, que el ambiente hace al hombre, que las circunstancias que lo han rodeado a veces hacen que su devenir sea insalvable, que la amistad puede desarrollarse y tomar forma aun entre seres tan distintos y con intereses tan diferenciados como lo eran ellos mismos.

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