El síndrome del pedestal (decimotercera entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de «El síndrome del pedestal», una novela escrita por Ernesto Zarza González. Acá podrán leer el capítulo anterior:
XIII
Suenan acordes de la “Cabalgata de las Valquirias”, autoría de Richard Wagner.
“A veces tengo la impresión de que todo lo que me sucede viene de una región marginal y nefasta ignorada de los demás y destinada desde siempre sólo para mí”.
ÁLVARO MUTIS, ‘Amirbar’.
En un quilombo se había metido. No hacía otra cosa más que recordárselo su madre, una y otra vez, sin solución de continuidad. No era posible que alguien como ella fuera tan desobediente y rebelde, después de la formación católica que le habían brindado.
Con sumo celo su madre procuró llevarla siempre por el camino del bien y de la santidad: constantemente le recordaba el imperativo deber de honrar a sus padres, lo que se traducía en respeto, en obediencia ciega, sin preguntar ni chistar, a lo que sus progenitores le mandaran. Sin objetar debía ayudar a su madre a cuidar a sus hermanos menores; sin rebatir debía humillarse e ir a pedir limosna de vez en cuando; sin argumentar nada había de darle de comer a su anciano abuelo, un ser desdentado y con un apestoso aliento a recuerdos viejos y atesorados entre inmundicias; sin reclamar por un pequeño fuero de dignidad debía bañarlo, limpiarlo, aguantar las inmorales razones del viejo, los lúbricos comentarios, las insidiosas tocadas de nalgas, las manos que le agarraban sus incipientes senos, los molestos dedos que hurgaban dentro de su camiseta y de sus bombachas, dedos que le jalaban los pequeños pezones y le tiraban los nacientes vellos púbicos, mientras tenía que sufrir su vidriosa y lasciva sonrisa negra, sin dientes, hedionda y miserablemente cruel. Sin que una queja pudiera aparecer en sus labios debía soportar los ultrajes del viejo, pues su progenitora nunca creyó que el hombre que era su padre pudiera hacer algo así con su hija; ese señor la había educado y guiado dentro de la más católica de las costumbres, era un ejemplo de bondad cristiana y de abnegación por el prójimo, en su vida no le fue infiel a su difunta esposa y siempre bregó para que sus hijos recibieran los dictados que la religión impone.
Andrea, la pobre cenicienta, la mayor de los hijos de un matrimonio fallido, que propició la huída del irresponsable padre con el consiguiente abandono de sus tres pequeños hijos, había sido la designada por el destino para ser el blanco de las amarguras de su madre, del odio que le había tomado a los demás seres humanos, de la impotencia que sentía por la pobreza en la que estaba sumida, de la rabia que se tenía a sí misma, de la poca consideración de un padre tirano y despótico (sin embargo, al que ella amaba más por atavismo que por real cariño), de la falta de confianza que resultó de una relación que la dejó sucia y marginada por el resto de sus días. En consecuencia, Andrea debía pagar por la tirria de su madre hacia los demás, de su incapacidad para poder mantener a su familia, del poco amor propio que le quedaba. Siendo muy joven, una niña todavía, dejó de pedir limosna, de bañar a sus hermanos y a su abuelo. Siendo una niña de trece años fue obligada por su madre a casarse con un hombre maduro de su pueblo, un hombre que nunca había contraído matrimonio, una de las personas más ricas del lugar.
Las cicatrices de todos los golpes que había recibido Andrea de una tierna y abnegada madre no le impidieron al respetado hombre de negocios hacer un contrato verbal con la que sería, en breves días, su suegra. En un diminuto poblado como ese no le fue difícil a la madre establecer contacto con alguien que los sacara de la pobreza y de la indigna miseria en la que estaban cayendo. Sin dificultad alguna halló al objeto de sus pesquisas y le propuso el trato: él tendría a una virgen a su disposición, una esposa joven que lo podría atender en todo lo que deseara, en tanto que mantuviera a su familia, que no exigía demasiadas cosas para su cotidiano vivir.
A los trece años Andrea fue vendida.
A los trece Andrea estaba casada con un ser que quintuplicaba su edad; un hombre lujurioso, horripilante, mísero, taimado y cruel que, sin embargo, se encargaba de que la madre y los hermanos de la niña tuvieran todo lo que necesitaban. La madre siempre juraba que era lo mejor que les podía haber pasado y golpeaba con saña a Andrea cada vez que ella se quejaba de la situación en la que estaba. No era posible que fuera tan egoísta y tan falta de conciencia para que sólo pensara en ella viendo cómo estaba de feliz su familia, cómo su hermana y su hermano se encontraban saludables y bien vestidos, cómo su abuelo tenía a una joven moza para que lo bañase y le prodigara de vez en cuando favores orales, cómo su madre podía salir a la calle sin que la vergüenza la cobijase por entero. Debía dejar de lado el egoísmo, debía resistir su sufrimiento con resignación, con abnegación, con la particular paciencia que le es propia a los santos y a los demás pecadores de la iglesia, con sacrificio. Debía dejar de lado el egoísmo, no tenía derecho a ser egoísta: por ella su madre había pasado largos años trabajando y rompiéndose el lomo; por ella su madre había dejado de lado su virginidad, su juventud, sus sueños; por ella su madre había olvidado lo que era tener un cuerpo hermoso y ser el objeto del deseo de los hombres.
A los quince años, luego de sufrir durante dos años por las largas sesiones de violación y de ultraje a su niñez y a su castidad, Andrea quedó embarazada del miserable que se le echaba encima como si ella fuera una oveja, lavándola con la saliva que esparcía por todo su pequeño cuerpo con su lengua corrosiva, con su fuerte y hediondo sudor, con las gotas de orines rancios y fermentados que un esfínter tosco y agotado no podían contener. Sintiéndose sucia, abatida, humillada, violada, lloraba sin parar. Su niñez le había enseñado a odiar a la vida, a comprender que no tenía madre, a ver muy difícil encontrarle un sentido al tortuoso camino de una existencia que ella no había pedido, a llorar sobre sus sentimientos, a sentirse mancillada, violentada física y moralmente, a ser un remedo de alguien con una fuerte personalidad, a ser débil en sus concepciones, a saber que el sufrir es parte necesaria de la vida de los pobres, a pretender atraer a la muerte con ruegos e imposiciones que nunca fueron escuchados, a mirar con envidia a los que tuvieron la suerte de ser niños, a los que tuvieron padres, a los que sus abuelos no les tocaban sus partes pudendas, a los que sus hermanos no les exigían comida, a los que su propia madre no había vendido, a los que no tenían que llorar sobre las inmundicias de un ser que la poseía como si fuera un objeto inanimado.
Poco a poco veía cómo en su pequeño y débil cuerpo la panza crecía desmesuradamente; la empleada del servicio, solapada enemiga de su propio patrón, le hizo saber a la pobre Andrea que su barriga estaba así de grande por motivo de su embarazo. Andrea, desesperada, lloró como si se hubiera enterado de que el infierno ya le tenía destinado un cupo, lloro como si no hubiera sido suficiente con todos los sufrimientos que había tenido en su vida, lloró porque no deseaba parir a un hijo del maldito viejo que la había violado. En consecuencia, le pidió ayuda a su confidente, ayuda para acabar con el engendro del demonio que dentro de ella se estaba desarrollando. Como si no le importara su propio cuerpo, o como si quisiera morir junto al hijo que no había parido, tomó cuanto brebaje y cuantas pastillas le fueron brindadas, pero en balde: la panza se hacía más ostensible, tanto, que el viejo asqueroso que la sojuzgaba se percató del estado de su esposa.
Sin poder ocultar la alegría que de él se apoderó, el viejo depravado le encargó a la mucama por el bienestar de su mujer, aunque de manera agresiva y descortés. La joven empleada, después de simular sumisión, maldijo al viejo interiormente y convenció a Andrea de lo imperioso que era acabar con cualquier recuerdo del cruel y despiadado monstruo con el que vivían. Cuando, momentos después, el hombre entró a la habitación, vio a la muchacha saltando sobre la barriga de Andrea; presa de una furia mayor que la de Aquiles, golpeó al par de jóvenes hasta dejarlas sin sentido; luego las ató y esperó a que se recobraran. Una vez se percató de que lo escuchaban, las amenazó con torturarlas y matarlas si lo dejaban sin primogénito.
A partir de ese día las dos mujeres sumaron un motivo más a su desazón, un motivo más al odio que hacia el inhumano personaje sentían, un motivo más a la desidia de reír: varios de sus dientes fueron arrancados de sus bocas.
Los años, viles e infatigables, fueron transcurriendo; Andrea, medrosa y temerosa de su madre, seguía unida al hombre que la martirizaba constantemente con su lujuriosa presencia. Su hijo ya era un hermoso crío, la adoración de una abuela que seguía sintiendo el mismo desprecio altivo por la hija. El niño no comprendía cómo su madre podía ser tan triste y apocada, pues él era la criatura más feliz del mundo: consentido en todo por su padre, receptor de todo el amor de su abuela, mimado por un tío y una tía que sabían que él era la base de su prodigiosa buenaventura. Pronto el infante fue viendo que le era más cercano a una abuela solícita y amorosa que a una madre retraída y ensimismada, triste y acomplejada. Pasaba más días en casa de la abuela, gozaba más con los tíos. Andrea lo estaba perdiendo.
Su esposo, por otra parte, cada vez era más insoportable; los achaques de la vejez estaban empezando a aparecer en él. Las reminiscencias de su libidinoso abuelo no la dejaban en paz. Si antes odiaba a su consorte por lo que le habían obligado a hacer y por la forma desnaturalizada como la trataba, su tirria hacia él crecía en proporción a su edad y a los recuerdos ingratos y siniestros que le traía. Procuraba evitarlo cada vez que podía, hacía valer su fuerza sobre él en caso de ser necesario; le gritaba, lo mancillaba como otrora él lo hiciera con ella. El tiempo, cruel maestro y prestidigitador de los destinos humanos, pronto hizo de las suyas con el marido de Andrea: lo hizo un enclenque ser que no podía sostenerse; precisaba de un bastón para andar, de alguien que lo ayudara a comer, a bañarse, a ser como el abuelo que Andrea tanto había odiado. Las escaleras de la casa siempre eran una amenaza para el viejo consorte de la que ahora era una mujer de diecinueve años; de repente habían dejado de ser un medio de intimidación para constituirse en un objeto asesino: cuando las bajaba en una ocasión, perdió el equilibrio; poco importaron los ruegos que le hacía a Andrea para que lo socorriera mientras se balanceaba en el aire antes de caer. Ella miró con seño indiferente cómo su esposo rodaba por los largos escalones, cómo se fracturaban los huesos de los brazos y las piernas, cómo se rompía la columna vertebral. El maldito hombre murió después de haber sufrido un buen rato una serie de dolores que harían chillar a Hércules. La empleada de la casa, para fortuna de Andrea, vio que el señor cayó solo y que su abnegada esposa trató de hacer todo lo posible por salvarlo. Quizás algo tapó su vista y la cegó; quizás deseó ser una ciega por su propia voluntad.
“No hay peor odio que el de la misma sangre”.
CAMILO JOSÉ CELA, ‘La familia de Pascual Duarte’.
Su madre nunca le perdonó el quilombo en que se metió, por haber matado a su esposo: la golpeó sin parar mientras pudo, con todo lo que estaba al alcance de su mano. No se explicaba cómo pudo haberlo asesinado sin esperar a que hubiera escrito un testamento. Los parientes de su yerno habían contratado a uno de los mejores abogados de la provincia, compraron al juez y dejaron a la pobre Andrea sin un centavo. Los golpes la dejaron inconsciente. El objetivo homicida de la madre se vio frustrado por la repentina aparición del hermano de Andrea, que detuvo a su madre y llevó a su hermana al hospital. Después, hubieron de decirle a la progenitora que Andrea se había ido para la Capital Federal; nunca más la vio, ni al hijo que sus entrañas habían guardado durante nueve meses, el mismo que su madre terminó escondiéndole, el mismo al que su abuela convenció de que ella era la única madre que había tenido.
“No olvidamos, no perdonamos. Tus hijos”.
Escrito en una pared de Buenos Aires con tinta negra.
Fue un ser a quien su madre siempre odió.