El síndrome del pedestal (novena entrega)
Por Ernesto Zarza González
(erzagon@gmail.com)
Les presentamos el noveno capítulo de «El síndrome del pedestal». Acá podrán leer la entrega anterior.
IX.
-Proemio del Infierno de Dante-.
El viaje pavoroso.
“El mundo de nuestro tiempo, toda la fiebre de actividad y el afán de arribismo, la vanidad entera y todo el juego superficial de un espiritualismo fementido y sin fondo”.
HERMANN HESSE, ‘El lobo estepario’.
Enrique Salas salió del cinema furioso. No podía creer que alguien como él hubiera consentido en ver una película con un guión tan trillado; de hecho, no sabía a qué atribuirle la razón que lo llevó a una ventosa sala de cine a ver una cinta cuyo título bien le hacía notar en qué consistiría su trama: la típica niña maltratada en su casa, que se enamora de su padre, con el consecuente surgimiento de celos de la madre, lo que deviene en una tragedia más sacada de una insulsa novela del corazón que de la mente de un ser pensante; un héroe de pacotilla que llega en el momento oportuno, como no podía ser de otra manera, y que termina viviendo feliz y contento, para siempre, por lo demás, con la damisela a la que sacó de apuros.
“Un bodrio más dentro del cúmulo de mendicidades y de mediocridad a la que el consumismo propio de esta sociedad, en la que lo banal prima por encima de lo verdaderamente importante, ha impelido a la gente, a los corderos que se dejan llevar por un pastor de mentiras que los obliga a ver a los demás como objetos de rencillas y de urdimbres, de envidias y de chismes. Una película propia del materialismo que hace que las personas dejen de pensar y que, por el contrario, se dediquen a delinear su personalidad por intervención de lo que los medios de comunicación y sus ambigüedades ligeras les imponen, que repitan las mismas estupideces que dicen las modelos descerebradas y los autores de porquerías que se creen buenos escritores porque la gente compra sus libros y porque en las tertulias de los que no saben nada hablan de ellos como si fueran algo que realmente valiera la pena. Pueril, cursi, ordinario”, se diría a sí mismo Salas, haciendo uso de tres de las palabras que prefería.
Todavía enfrascado en su furia, el joven veía pasar frente a su mente las razones que lo motivaron a acudir a la ventosa sala de cine a ver lo que consideraba uno más de los exabruptos de la mente humana. A pesar de saber bien cuál era el motivo principal, procuraba, de una manera un tanto sofista, inducir más causas a su mente, de tal forma que ante sí mismo no quedara como un fiel esclavo de las pasiones, hecho que pretendía denegar. En primer lugar, pensaba que debía, como todo buen esteta ha de hacerlo, procurar vislumbrar un poco de cada arte, hecho inteligente que otorga razones para poder hablar de ese asunto con marcado conocimiento; él nunca hablaba sin saber, aunque fuera un poco, de un tema. Detestaba a los que pretendían hacerlo. Claro está que un inconveniente se presentaba al pretender amalgamar esa pobre excusa dentro de sí mismo: el poco convencional odio que él detentaba hacia las reuniones y demás tipos de manifestaciones mundanas y formularias, en las que las personas no parecían seres pensantes y con una obligación propia y para con el prójimo de trascendencia; con absorta molestia veía cómo en ellas se dedicaban a establecer amistades por conveniencia, a hablar de temas frívolos, a enunciar dictados estúpidos, a reírse de chistes poco originales, a celebrar ocurrencias hechas sin inteligencia, a festejar los dictados de la cretina moda, a burlarse de los seres que prefieren la soledad antes que andar entre corderos que no tienen sangre, cerebro ni memoria, a hacer de la hipocresía un culto, del odio una esperanza, del chismorreo y del sarcasmo una forma de vida, a engañar a las virtudes y entronizar a las bajas pasiones, la exageración de la doblez y la veneración al vacío que encierra toda forma de levedad. Por lo tanto, decidió pensar en una segunda posibilidad, por la cual su mente le demostraba la verdad: había acudido a ver esa escueta película porque la mujer con la que estaba saliendo, Rosa María, se lo pidió.
Aún rabiando, Enrique se molestaba más consigo mismo por ser incapaz de fraguar una excusa más; tan sólo había encontrado una que no era la más indicada, hecho que lo dejaba de frente a la realidad. Rosa María, sin usar un lenguaje adulador ni zalamero, le comentó que nunca iban a cine, por lo que debían hacerlo; sus amistades de la Embajada no hacían más que hablar de la película; ella la quería ver, no podía aceptar ser la única en el trabajo que no la hubiera visto, pues todos departían platicando acerca de la cinta. Por otra parte, no deseaba ir sola, luego quién más propicio para acompañarla que el hombre con el que estaba acostándose. Y eso era, precisamente, lo que hacía que Salas se sintiera incordiado consigo mismo: no era el argumento trillado del que acababa de ser testigo, transmitido por la pantalla grande y al que reprochaba, ni por el desdén que le tenía a los convencionalismos que aborrecía, sino por el hecho de que estaba dejando que una mísera ventolera por una mujer arribista se interpusiera entre sus pensamientos y los ideales que había considerado fijos e invariables.
Por unas sesiones de sexo, salvaje y movido, eso sí, él, que se creía un mar de opulentos pensamientos y de ejemplares razonamientos, se estaba convirtiendo en un charco de tristes inclinaciones y en un títere de las circunstancias: yendo a estrenos de películas insulsas, a comidas lujosas que lo dejaban con hambre, a reuniones esnobistas que lo deponían más vacío que una sesión de sexo con María, habiendo de escuchar estupideces relativas a la moda, pamemas de seres fríos y poco espirituales. Por un poco de acción en una cama de un hotel costoso Salas había dejado de lado algunas de sus amistades, como el trío de personajes del Sur que en su estadía por Argentina había conocido: todos tres inteligentes, lectores, poco amigos de los cerrilismos sociales y de los acondicionamientos de los faltos de espíritu y de razón, jugadores de truco y de dominó, bebedores de cerveza, dos de ellos escritores aficionados; como Mateo, su compatriota, un ser agresivo y hasta cruel, pero comprensivo y amigable cuando a él se dirigía. Por ver desnuda a Rosa María y sentir su piel entrar en contacto con la suya había olvidado lo que era sentarse a leer un buen libro, a ver una buena película del poco comercial y convencional cine europeo o latinoamericano, disfrutar del programa de “Coco” Sily y Daniel Araoz, fumarse un cigarrillo y mirar a los murciélagos revolotear por el aire nocturno en el que eran iluminados por las estrellas que vislumbraba desde el balcón en esos momentos en los que escuchaba a “La Renga” o a “Héroes del Silencio”, salir a “Mi Recoveco” para encontrarse con Eduardo Ortega y Juan González, de tal manera que se dedicaran a tratar temas profundos e intelectuales, de enredos vistos en novelas, de polémicas entre filósofos y de amores imposibles en libros que no existen, mientras disfrutaban de unas buenas dosis de cerveza. Por haber seguido un lineamiento superfluo, marcado por el síndrome del espejo, tenía que oír enunciados insulsos y faltos de contenido y sustancia. Por unos cuantos momentos de locura y de entrega sin amor Enrique había tenido que verse abocado a conocer individuos vacíos, seres sin conceptos, mujeres bellas y arrogantes, petimetres estúpidos, entes estrafalarios que se creían excéntricos porque se vestían de manera distinta, con prendas hechas por los que son considerados grandes diseñadores; hombres y mujeres sin sustancia, sin contenido, entregados al poder, al dinero, al éxito, a la imagen, al goce ilimitado y sin restricciones, a la falta de convicciones, a la anorexia de pensamiento, al hedonismo, a la vulgaridad, a la permisividad, al materialismo y al consumismo.
Enrique se odiaba a sí mismo en esos momentos. Detestaba el escueto engendro en el que se había convertido, todo gracias a unas piernas largas y tersas, a una figura esbelta y graciosa, a un rostro angelical en el que dos ojos grises danzaban entre una roja y larga cabellera, a una sonrisa sin picardía, a una boca sin historia, a una piel blanca y maquillada. Se aborreció, una vez más, por haber llegado a ser un tiranizado por las fogosidades carnales, por unos vestidos caros, por unas comidas escuetas, por unos parcos sentimientos y por unos ralos razonamientos. Quizás esa fue la razón por la cual, una vez María lo hubo alcanzado, se lanzó en ristre contra ella, profiriendo cuanta imprecación llegaba a su mente.
-Oye, ¿pero qué te pasa? –le preguntó la consternada fémina, con ese acento peculiar que emplean las personas vacías, consentidas y engreídas en Colombia, las que se conocen con el vulgar dejo de “hijo de papi y mami” o de “gomelas” (“conchetas” para los argentinos).
-¿Qué ha de pasarme? –contestó Enrique todavía amolado- Que soy un idiota, eso es lo que me pasa.
Enrique prendió un cigarrillo y, sin decir más, empezó a caminar por la calle Lavalle, buscando alejarse de la cantidad de transeúntes que por la rúa peatonal se movilizaban a esas alturas de la noche. La cantidad de luces de neón que formaban abigarrados y numerosos letreros lo encandilaban y la molestia que sentía hacía que en su interior ese juego de luces hirviera más de lo que podía aguantar su sangre y las ganas que tenía de darle un trompazo a Rosa María. Pronto llegó a la esquina de Lavalle con Suipacha; tomó ésta última en dirección sur, como si quisiera alejarse de ahí lo más rápidamente posible, dirigiéndose inconscientemente a “Mi Recoveco”.
Rosa María, de quien parecía haberse olvidado, caminaba detrás de él sin decirle nada, un poco confundida por su actitud, aunque sabía que de él lo podía esperar todo. Quería preguntarle las razones que lo impelieron a salir casi corriendo del local, a dejarla sola y parada como una tonta, a hacerle pasar ese ridículo -¡menos mal que ningún conocido pasaba por ahí!-, a ser tan grosero e indecente por no haberla esperado, cosa muy poco notable en quien se da ínfulas de caballero.
En tanto la pobre mujer se martirizaba tratando de encontrar una explicación a la poco meritoria conducta de su pareja; procuraba hallar la manera de dirigirse a un ser al que nunca había visto dominado por la furia, seguía caminando detrás de él, pensando que había dejado su auto aparcado justo detrás de ellos.
– ¡Enrique! –se decidió por fin- Oye, ¿a dónde vas? El carro está del otro lado, ¿no te acuerdas?
El hombre seguía caminando como un autómata, saboreando su rabia, su ira, la molestia que sentía por haber dejado de ser él para convertirse en uno de los seres que más detestaba en su vida.
-¡Enrique! –berreó, desesperada, Rosa María, percatándose de la poca, casi nula, atención que le era colocada, ¡a ella!, a quien todo el mundo consentía, escuchaba, admiraba, miraba, mimaba, quería. Enrique rió estruendosamente al escuchar el balido de la oveja que lo llamaba. -¿Adónde vas, Enrique? –volvió a indagar la ya desesperada mujer. –Mira que tenemos que ir a la reunión de los García, que acaban de llegar de Bogotá. El carro está detrás, Enrique…
-¿Qué demonios es lo que quieres? –bramó Enrique mientras se volteaba y botaba la colilla al suelo, indignado, molesto por los siglos de opresión que sentía encima de él- ¿Que vaya contigo adonde tus amigos, aquellos burgueses mercaderes de porquerías, de hipocresías, de mentiras, de engaños, de urdimbres y de levedad? ¿Con qué objeto? ¿Con el de mostrarme como si fuera uno más de los juguetes que tus padres te han regalado? ¿Para exponerme como al bicho raro que no es como ellos, que no es un trivial materialista? ¿Para que todos vean que puedes salir con seres exóticos y tus amistades, dentro de su estupidez, denominan ‘loco’, ‘excéntrico’ o ‘diferente’ a aquellos que no pueden entender y que son más inteligentes?
-¿Qué es lo que te pasa, Enrique? –María estaba espantada, aunque el tono de su voz no era un buen medio para expresar lo que dentro de su ser pasaba-. Nunca te había visto así; siempre estas tranquilo y diciendo cosas interesantes, que me gustan aunque no las entienda, pero ahora… ahora no eres más que uno de aquellos groseros que tanto criticas.
Enrique le dio la razón. No era él mismo, no era la persona que predicaba sobre la importancia de ser alguien emocionalmente estable y bien colocado. Por el contrario, estaba siendo soberbio e inconsciente, alguien que se dejaba guiar por sus emociones y no por su juicio; y, aunque halló lógico ese sencillo razonamiento, optó por darle la espalda y marcharse sin volver a dirigirle la palabra. El maligno sentimiento de odio persistía acuciándolo como Erinia, por lo que, si ella le decía algo más o lo irritaba de otra manera, no sería capaz de detener su instinto animal, las emociones primarían sobre las razones. Afortunadamente ella optó por quedarse callada; perpleja, abatida, humillada, solitaria, pero muda.
Salas despertó sudando. Había sido un sueño, pero tan real, tan presente, que aún con los ojos abiertos seguía odiando a Rosa María, a la mujer arribista que le había hecho seguir dictados contrarios a los que siempre había pregonado. Se sentía como un hipócrita y la maldecía, como movido por la fuerza de la aberración que hacia ella sintió en su sueño. Pronto cayó en cuenta, sin embargo, de que no todo había sido producto de una infesta mente que maquinaba mientras dormía; recordó una historia, funesta, aciaga y triste, que Mateo una vez le relatara: la de la típica niña maltratada en su casa, que se enamora de su padre, con el consecuente surgimiento de celos de su madre, lo que devino en una tragedia que parecía sacada de la mente de un escritor de bisuterías comerciales. Paradójicamente el héroe en la tragedia que tuvo lugar fue quien, en el fondo, siempre fue considerado un villano. Mateo.