Un relato fantástico latinoamericano del siglo XIX

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El relato que a continuación les presentamos fue escrito por Temístocles Avella Mendoza, uno de los autores que aparecen en el libro «Narradores colombianos del siglo XIX». La particularidad de este escrito es que cuenta con elementos provenientes de la fantasía, como lo advirtió José María Martínez al incluirlo en el volumen «Cuentos fantásticos del romanticismo hispanoamericano» (2011). El escrito, alejado del imperio realista, evidencia, quizá sin intención, el impacto de las relecturas devenidas en reescrituras pues proviene de unos versos hechos por Juan de Castellanos quien enunció:

Pues en labranza de aquel suelo (…)

Se vino contra él un indezuelo

Diciendo: «No me cojas mi labranza»

Sobre lo cual los dos andan al pelo (…)

Y el Almonte con ser hombre bastante,

le pareció luchar con un gigante.

Y en confianza de su fuerza mucha

A los principios pensó bien amarrallo;

Pero fuere tormento de garruncha(…)

Porque durante la terrible lucha

Vido cómo tenía pes de gallo.

Dijo: «¡Jesús! ¡Jesús!» Y en el momento

el indezuelo se le tornó viento.

Acudieron los de su camarada

A las débiles voces y al gemido:

Halláronle la cara rasguñada,

Ajeno de sus fuerzas y molido;

Y siendo la razón investigada,

Dijo lo que le había sucedido.

La transformación de Avella Mendoza es genérica y, además, revisa la versión del poeta-cronista español quien, como lo advierte Rodríguez Pérez en su «interpretación de las elegías de Juan de Castellanos», buscaba oponer la cruz a las supersticiones de los nativos para encumbrar al cristianismo como justo dominador. En el relato de Temístocles, el español y su cristianismo se traducen en cobardía e incomprensión (pese a que la razón la haya recobrado el europeo), y se presenta una ironía (quizá sin mediar la intención del autor pero el texto dejó de pertenecerle y su voluntad pasó a ser un incidente menor desde que lo entregó a la imprenta) al referirse el bautizo del lugar donde ocurrieron los hechos como Valle de San Bartolomé después de que lo llamaran Valle del diablo: esta fue la única manera que los conquistadores encontraron para cristianizar el territorio, confiando, con candor europeo, en la palabra.

Esta visita a las crónicas-elegías de Juan de Castellanos permite recordarnos que el trayecto de lo fantástico en Latinoamérica comenzó con esas narraciones y que el realismo mágico es sólo una expresión más de esa literatura, de modo tal que no resultan tan lejanas entre sí las tradiciones literarias del Río de La Plata, de los Andes y el Caribe. El texto de Avella Mendoza fue urdido en la cordillera pero se valió, como lo hizo antes Carpentier y el propio García Márquez, de unos versos escritos por un cronista de la conquista y su manera de ejecutar el relato recuerda a Borges y sus constantes encuentros con Martín Fierro.

El valle del diablo o la conseja de Diego Almonte

Si mal no recuerdo, fue en las Elegías de varones ilustres de Indias, por Juan de Castellanos, donde leí, hace algunos años, el caso que voy a referir.

Por supuesto que hay su diferencia entre aquella y esta relación: Castellanos refiere el caso en dos o tres octavas reales, en tanto que yo voy a hacerla en muchos renglones de neta y llanísima prosa. Queda, sin embargo, indicada la fuente, por si alguno quisiera incurrir en ella.

No puedo precisar el año, ni el mes, ni mucho menos el día del suceso, por la sencilla razón de que el cronista tampoco lo precisa; pero conjeturo que sería de la época ya remota en que gobernaba en Santa Marta García de Lerma, esto es, algunos años antes de que Gonzalo Jiménez de Quesada emprendiese el descubrimiento del Nuevo Reino de Granada.

Entre los aventureros de Castilla había uno llamado Diego Almonte.

Este sujeto, instigado sin duda por el mal ejemplo de sus compañeros, solía tomar las cosas ajenas contra la voluntad de su dueño. Sabido es que los conquistadores, como todos los que disponen de la fuerza, tenían una moral más o menos elástica. Robar era para ellos pura y simplemente ejercer un derecho lícito. Matar un indio era un pecado venial, del que probablemente hacían caso omiso en sus confesiones. Matar indios era una acción heroica que les abría de par en par las puertas de la gloria.

Un día Diego Almonte quiso apoderarse de una labranza ajena; pero un indiecito le cerró el paso.

-¡Hola!, exclamó el español mirando al indio con soberano desprecio, ¿te atreverías?…

Por toda respuesta el indio se cruzó de brazos y dio un paso adelante.

Almonte le dio un violento empellón, dispuesto a pasar por encima de un vivo o de un muerto.

Pero el indio resistió el embate y permaneció firme como un muro de piedra.

El castellano llevó la mano al ciento como para requerir la espada o la daga; pero no llevaba consigo ni daga ni espada ni aun rodela. Todas sus armas ofensivas y defensivas las había dejado en el campamento.

Por su parte, el indio tampoco llevaba más armas que sus desnudos brazos.

Almonte quiso darle una bofetada con la mano derecha; pero el indio le sujetó la muñeca con la izquierda como unas tenazas de hierro.

Quiso entonces Almonte emplear la mano izquierda con el mismo fin; pero el indio se la sujetó con más facilidad que la primera.

El español intentó entonces hincar sus dientes en aquellas manos que tan fuertemente le sujetaban. ¡Inútil empeño! El indio lo suspendió en el aire como si fuera un muñeco.

De segundo en segundo aquel indio, que al principio le había parecido tan pequeño y despreciable, adquiría a sus ojos las proporciones de un gigante.

En los labios del indio se dibujó una sonrisa de marcada ironía, que no se escapó al infortunado Almonte. Esa sonrisa hirió el amor propio del castellano y desgarró su corazón como un puñal agudísimo.

Almonte confesaba interiormente la superioridad de su adversario.

Bajó los ojos avergonzado, y vio, ¡Oh sorpresa! Que el indio no se apoyaba en dos pies humanos, sino en dos patas de gallo…

-¡Jesús! ¡Jesús!, exclamó Almonte aterrorizado.

El indio desapareció como por encanto, y Almonte cayó al suelo sin sentido.

Allí lo encontraron sus camaradas, a quienes, vuelto en sí, refirió lleno de terror lo que le había pasado.

El lugar en que pasó este suceso se llamó Valle del Diablo, pero alguna persona influyente y timorata le hizo cambiar este nombre por el de Valle de San Bartolomé.

Así se llamaba cuando Castellanos escribió sus crónicas en verso.

Tomado de «Narradores colombianos del siglo XIX», p 38-40. Selección de Henry Luque Muñoz, Instituto colombiano de cultura (1976)

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