La subjetividad en Colombia. María, La vorágine y Cien años de soledad
Por Carlos Augusto Rodríguez Martínez
Investigador GIPRI
Desde 1537 con la publicación del Discurso del Método se anuncia una nueva época marcada por el ascenso de la conciencia de los hombres como dueños y señores del mundo. Desde entonces, no es posible asegurar un espacio trascendente y mucho menos desentenderse del papel activo de la inteligencia dentro de la estructuración y construcción de la realidad. Los actos de los hombres hasta ese momento mediados por las construcciones teológicas y plagados de múltiples intersticios mágico-religiosos se convierten paulatinamente en una tema de recurrente preocupación y de constante reflexión. La sociedad y los actos humanos ahora son un asunto que debe ser decidido libremente por los nacientes individuos, ellos son ahora los responsables de su propio destino. Ya no es posible culpar a fuerzas extrañas al inframundo, Hegel en el prólogo de la “Fenomenología del Espíritu” expone con claridad el modo en que una época da transito a otra: “Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos y de imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia divina, hacia una presencia situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo. Para dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poseía lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la atención del presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia.»[1] En este sentido, es que la razón se convierte en fundamento. Sin embargo, dicha condición no es posible para Hegel, si no se advierte la circunstancia de la libertad que remite de manera directa al papel activo de la subjetividad.
Así, la subjetividad, la individualidad y la autonomía comienzan a llenar los diversos espacios del pensamiento y de las manifestaciones del espíritu. La Experiencia de los hombres ahora es un asunto del mundo, y se advierte como constante y continua en el dominio de la naturaleza, en la preocupación que por la invención de la máquina y por la búsqueda de la regularidad, que son los primeros pasos de la ciencia moderna, la cual encarna las nuevas maneras de dar cuenta de la realidad. Los hombres ya no pueden ilusionar un mundo pletórico de entes metafísicos, la libertad no se realiza en un más allá, se hace acto concreto. Esto se expresa de manera maravillosa y sublime en el arte. El Renacimiento pronto mostró que la belleza es un asunto de la armonía, del equilibrio de las formas y de las técnicas, allí se buscaba concretar la tensión entre concepto y formas, que ha sido considerada como la esencia del arte. Así, los hombres prácticos empiezan a ser valorados como fundamentales en los nuevos espacios, que más o menos rápido se alejan de la cotidianidad del mundo rural para incorporarse a la naciente ciudad, a los lugares adoquinados y a las nuevas relaciones sociales mediadas por el comercio y por la economía del naciente capitalismo. La estática que caracterizó de manera importante -aunque no de forma exclusiva- a las comunidades premodernas, en donde se tenía claro el estrato social al que se pertenencia, con una configuración del tiempo de orden “natural”, es decir, se percibía como una extensión de los ritmos de la naturaleza y apenas se veían las alteraciones propias de los ciclos estacionales o de las cosechas; la experiencia con respecto al paisaje y la geografía se reducía para la mayoría de los hombres a unos pocos kilómetros circundantes al lugar de nacimiento, en donde el entorno era plenamente conocido; más allá de aquellas fronteras sólo unos pocos tenían la posibilidad y potencia para aventurarse. Todo eso se transformó gracias a la dinámica que introdujo el Naciente capitalismo, en donde la movilidad social se convirtió en un asunto de todos los días. Ya no era posible garantizar los órdenes establecidos, los hombres pudieron -y efectivamente lo hicieron- luchar por situaciones más favorables que condujeran con mayor rapidez a la satisfacción de sus necesidades y deseos. El mundo del cuerpo y de la sensualidad se expresó como una de las potencias realizables. Así, el hedonismo y el epicureismo, retornaron a la realidad activa de la cotidianidad. Por medio del arte que se descentró, esto es, rompió los lazos que lo ataron a la iglesia y de los grandes centros religiosos para incorporarse en las habitaciones y los espacios públicos. El arte ya no trató de manera exclusiva lo divino, por el contrario, ahora se inclinó por registrar y eternizar los actos concretos de los hombres.
Esto fue bien notorio en la literatura. El Decamerón de Giovanni Boccaccio, La Divina Comedia de Dante Alighieri, la obra de Petrarca, Shakespeare, Cervantes, Fernando de Rojas, Quevedo, Lope de Vega, entre otros, expresaron el nuevo espíritu, en donde los actos de los hombres se convirtieron en el tema principal, así el amor y la pasión mundana hicieron su aparición en la vida de las letras. De igual manera, las preocupaciones por el manejo del Estado, y por las decisiones sobre la felicidad, tanto privada como pública fueron los asuntos que se expusieron. No es gratuito que los personajes de Cervantes en todo instante estén relacionados con la época, no se trata de sujetos aislados de las angustias y afectos de la vida comercial y de los deseos de hacer mundo. Alonso Quejana (El Quijote) es un individuo de cincuenta años de edad que satisfecho y aburrido de una vida de rutinas, de días enteramente iguales, en donde sus preocupaciones no pasaban del huerto y de las misas de domingo, decide emprender las aventuras que le harán vital, que le reconfortaran la triste y desusada existencia; por su parte, Sancho Panza, un labriego del lugar entiende con perfecta claridad que ya no pertenece a dónde ha nacido, y que puede aspirar con cordura por encontrar un nuevo sitio y “Destino”; entonces se aventura al mundo de las fantasías del hidalgo, teniendo como meta una gobernación. Allí se expresa la movilidad social y las aspiraciones de los hombres. Qué ya no van a girar de manera exclusiva en torno a la salvación del alma. El mundo que recorren aquellos aventureros es el del nuevo espíritu mediado de forma continua por la economía. El dinero ha transformado las relaciones de los hombres, ahora el interés particular y el ansía de ganancias rigen buena parte de las relaciones sociales; lo que es claro, pues, antes de continuar sus propósitos El Quijote debe volver a casa para aprovisionarse de camisas y dinero, éste último es indispensable para la continuidad de su viaje. El dinero no sólo es símbolo de riqueza, es mucho más, es la expresión de la movilidad social. Las palabras con las que iniciara Alfred von Martín la Sociología del Renacimiento, son aclaratorias: “ ¢Italia siempre gozándose en lo nuevo. Ya nada es estable… de los criados, con gran facilidad salen los reyes…¢ Eneas Silvio puede hablar así, porque detrás de lo que dice se percibe la nueva fuerza del dinero, tan movible y que, a la vez, lo mueve todo; porque es peculiaridad del ¢proceso económico del dinero el someter a su propio ritmo todos los contenidos de la vida¢”[2].
Experiencias similares se advierten en las demás formas en que el arte se expresa: la pintura abandonó los caminos de las representaciones de vírgenes y santos para adentrarse en la cotidianidad de los puertos y de los comercios, en la belleza de las mujeres y en las representaciones voluptuosas, que gracias a la perspectiva y a los volúmenes se hicieron cada vez más expresivas; el mundo adquirió valor en sí mismo. El trabajo empezó a ser la expresión más visible de la nueva época, pues los pintores eran también artesanos e inventores. En sus manos y en su inteligencia se asentó la búsqueda de técnicas y métodos para satisfacer las necesidades de los centros urbanos. Por su parte, la arquitectura se vio obligada a enfrentar problemas relacionados con las situaciones que estaban emergiendo; ¿cómo proteger las ciudades?, ¿qué mecanismos son más eficientes para la fabricación y mantenimiento de los puertos?, ¿qué nuevos materiales se pueden utilizar para la construcción de habitaciones cómodas y elegantes?, todos estos interrogantes debieron ser resueltos de manera rápida, pues la competencia así lo exigía. Para el caso de la música se advierte el estallido de las voces populares, de nuevos instrumentos, la armonía se convirtió en indispensable en los nuevos espacios sociales y en particular en las “tabernas” de las nacientes ciudades. Al respecto Henry Raynor afirma: “La actividad repentina y revolucionaria de los músicos en Francia y España durante el siglo XII es sólo una parte de un desarrollo mucho mayor de la vida intelectual europea. La organización comercial y municipal muestran igualmente la influencia de ideas nuevas y formas progresistas en el pensamiento; la pesadez y solidez del estilo arquitectónico que en Gran Bretaña se conoció como normando dio paso a la mayor riqueza y complejidad del gótico; la literatura y las artes florecieron fuera de la iglesia… el crecimiento de las ciudades produjo tantos efectos como el nuevo prestigio de la música y el estudio académico de su teoría. En las ciudades la música se estaba convirtiendo en una necesidad social y ceremonial, con la formación de bandas municipales como waits, los Stadtpfeirer los piffei, que hicieron popular y más respetable la música instrumental.”[3] La nueva condición de los hombres exigió ideas y respuestas innovadoras que como se ha advertido filtraron todos los intersticios de la intimidad de los individuos y, por tanto, de la sociedad. Ya no bastaba con que unos pocos tuvieran acceso a las elaboraciones más refinadas del espíritu, ya no era posible sostener que unos hombres habían nacido designados desde la cuna para las artes y para la vida contemplativa, mientras otros fueron condenados desde el nacimiento a la producción de la vida material.
El arte y la técnica se convirtieron en poderosos niveladores sociales, el primero porque es idóneo para expresar los deseos más íntimos y más universales de los hombres; la segunda, porque le dio acceso a más individuos a los bienes materiales y porque aligeró y disminuyó la fuerza de trabajo muscular necesario para la producción de lo más indispensable para la existencia. En ese sentido, se puede asegurar que el arado es el camino de la libertad, tanto como la obra de Rafael o Miguel Angel.
Otro elemento que debe ser tenido en cuenta en este panorama fue la expansión del mundo geográfico; lo que implicó la construcción de naves más fuertes y mejor dotadas, como también la preparación de mentes más rápidas y ágiles para poder enfrentar las situaciones que se estaban presentando. Así, los viajes que circunnavegaron el África como el descubrimiento de las tierras al otro lado de Atlántico, expresaron el nuevo espíritu. No sólo se trataba de nuevas tierras, sistemas geográficos nunca antes imaginados, una naturaleza que en nada se compadecían con los conocimientos adquiridos hasta ese momento por los europeos. También, hombres con costumbres y tradiciones culturales ajenas a las ideas concebidas por los habitantes del antiguo continente. Las respuestas antes ensayadas no eran del todo útiles, y las prácticas añejas poco servían. Donde “siempre” se buscaron respuestas, esto es, la Biblia y los libros de los Padres de la Iglesia pronto mostraron insuficiencia.
Los hombres debían hacer uso de su inteligencia y creatividad para enfrentar la situación cambiante en los nuevos espacios. La nueva mentalidad cumpliría un papel de primer orden, pues la vida activa lo exigía. La crítica frente a los discursos tradicionales no se dejo esperar, Francis Bacón, Renato Descartes, Nicolás Copernico, Giordano Bruno, Galileo Galilei, entre otros, anunciaron una nueva forma de concebir la realidad, ahora mediada por la potencia del pensar, la construcción de un método y el nacimiento del experimento; ellos pondrían las bases para que el impresionante edificio levantado por la iglesia judeo-cristriana desde el siglo V se viniera al piso. Allí se afianzaba una nueva concepción de lo humano, que no sólo significaba el ascenso de la economía de mercado, sino también el afianzamiento del individuo y con el la Libertad, esto es, la autonomía. Desde entonces la lucha por la Libertad y la Autodeterminación han marcado los derroteros del trasegar humano. Los últimos quinientos años de la historia de occidente han estado atravesados por esas ideas, ellas han sido, y siguen siendo, el motor de la actividad material y espiritual de los hombres. Desde entonces se reconoce en la propia actividad la fabricación del destino, que en palabras del filósofo de Röcken sería “humano, demasiado humano”, y que Jorge Luis Borges expresaría así:
La Suma.
Ante la cal de una pared que nada
nos veda imaginar como infinita
un hombre se ha sentado y premedita
trazar con rigurosa pincelada
en la blanca pared el mundo entero:
puertas, balanzas, tártaros, jacintos,
ángeles, bibliotecas, laberintos,
anclas, Uxmal, el infinito, el cero.
Puebla de formas la pared. La suerte,
que de curiosos dones no es avara,
le permite dar fin a su porfía.
En el preciso instante de la muerte
descubre que esa vasta algarabía
de líneas es la imagen de su cara.
Si bien, lo que hasta aquí se ha mencionado es perfectamente claro y conocido, aun es necesario mencionar una de las categorías más complejas y estructurales de esa nueva mentalidad, se trata de la Razón. Pues si desde Descartes es claro en que el pensamiento es el fundamento de la existencia, eso no implica que se pueda advertir la fuerza y el carácter de necesidad del mismo, el sólo anuncio del pensamiento es insuficiente, se hace indispensable problematizar esa categoría, pues pensar no significa tener representaciones mentales, o llenar de contenidos, de predicados el cerebro. Es mucho más que eso, Hegel considera que es la constante búsqueda del Concepto, aquello en donde lo humano se puede recrear como autoconciencia de Sí. El problema no es formular una definición que se pueda guardar en cualquier lado para ser usada en el momento necesario, ya que toda definición es en lo profundo premoderna. La razón implica el estado constante de incertidumbre, en donde la crítica juega un papel de primer orden; se podría afirmar que pensamiento sin crítica es un imposible o por lo menos un contrasentido. No se trata de encontrar ideas que conduzcan a la seguridad, ya que esas arrastran inevitablemente a la estática, al dogmatismo, que como ya se ha anunciado es parte de la concepción de la realidad como dada de sí. Los hombres de la nueva época se ven enfrentados de manera constante a sus propias creaciones y a poner en duda eso que han elaborado, pues más o menos rápido cada pensamiento se enfrenta con otros que están en orillas opuestas, o que comparten apenas una parte de las formulaciones. Ese es el drama del doctor “Fausto”, quien a pesar de tener un acumulado amplio de saberes y de ser reconocido por la mayoría de los hombres de su tiempo como un doctor, advierte a cada paso la insuficiencia de su saber y la inestabilidad y poca seguridad de su existencia, la cual anuncia de la siguiente manera: “Con ardiente afán, ¡ay!, estudié a fondo la filosofía, jurisprudencia, medicina y también, por desgracia, la teología; y heme aquí ahora, pobre loco, tan sabio como antes. Me titulan maestro, me titulan hasta doctor, y cerca de diez años hace ya que llevo de las narices a mis discípulos de acá para allá, a diestro y siniestro… y veo que nada podemos saber. Esto llega casi a consumir el corazón. Verdad es que soy más entendido que todos esos estultos, doctores, maestros, escritorzuelos y clérigos; no me atormentan escrúpulos ni dudas, no temo al infierno ni al diablo… pero, a trueque de eso, me ha sido arrebatada toda clase de goces. No me imagino saber cosa alguna razonable, no me imagino poder enseñar algo capaz de mejorar y convertir a los hombres. Por otra parte, carezco de bienes y dinero, de honores y grandezas mundanas. No siquiera un perro quisiera seguir viviendo. Por esa razón me entregué a la magia, para ver si mediante la fuerza y la boca del espíritu, no me sería revelado algún arcano, merced al cual no tenga que seguir explicando con fatigas y sudores lo que ignoro yo mismo, y pueda conocer lo que en lo más íntimo mantienen unido al universo, contemplar toda la fuerza activa y todo germen, sin verme así precisado a hacer más tráfico de huecas palabras.”[4] Por eso se asegura que la época moderna es fáustica, esto es, de constante incertidumbre, de la angustia que provoca la imposibilidad de atrapar la totalidad y de explicar de modo reflexivo esa totalidad. Las pretensiones de la ciencia, se advierten en cada individuo como infinitas, inabarcables. Así, el individuo da cuenta de la condición de finitud de su existencia y de la inmensidad del proyecto moderno. La consecuencia es clara, la ciencia no es un asunto de individuos aislados, es una elaboración social, es el resultado de la época, contiene en su propio proceso la historia de sus saberes, y sólo en tanto ser genérico, el hombre logra ampliar los horizontes comprensivos, lo que significa que cada época y cada aporte individual es un eslabón de la cadena que compone lo que se ha denominado como humanidad, que no es más que sus propias elaboraciones de lenguaje.
Entonces, el pensamiento implica estar en la tensión que es la que permite saberse despierto, pues como Descartes lo advertía no basta con la capacidad del pensar, es necesario hacer uso de esa capacidad. De igual manera, la existencia de la racionalidad no implica que todos los hombres se comporten de forma racional, no es un asunto, ni una actitud natural. La historia de occidente ha ilustrado la potencia y capacidad de la irracionalidad de los hombres, en donde la autonomía y la libertad se han visto seriamente comprometidas. La emergencia de sistemas de dominio y control de masas, eficientes y autoritarios han demostrado con creces la necesidad y posibilidad de la utopía, esto es, de la constante búsqueda por un mundo más justo y humano, más racional. Max Horkheimer en el prefacio de la “Teoría crítica” advertía: “La época tiende a la liquidación de todo aquello que se ligaba con la autonomía, aunque fuera relativa, del individuo. En el liberalismo, el ciudadano podía, dentro de determinados límites, desplegar sus fuerzas; en cierta medida, su destino era el resultado de su propia actividad. Extender esa posibilidad para que todos gozasen de ella, fue el postulado de la libertad y la justicia. En el movimiento de la sociedad, el ascenso de unos suele estar compensado por la degradación de otros; la regulación central de la vida, la administración que planifica cada detalle, la llamada racionalidad estricta, aparecen como un compromiso histórico. Ya en el tiempo del nacionalsocialismo resultaba claro que la conducción totalitaria no era algo fortuito sino un síntoma de la marcha de la sociedad. El perfeccionamiento de la técnica, la extensión de los medios de transporte y de las comunicaciones, así como el incremento de la población, determinan una organización rígida.”[5] La cita remite a un asunto hoy muy poco problematizado, pues se asegura con facilidad que justamente esos medios son los que han posibilitado mayor libertad, sin embargo, la instrumentalización de la sociedad contemporánea se advierte como una barrera a la libertad misma. Como se hace notorio, la tensión esta siempre presente, y es mucho más fácil decidirse por aquello que implique poco esfuerzo, por la irracionalidad, por una vida administrada y plena de reglas e instrucciones, pues la vida activa, la responsabilidad sobre los actos, el tomar las decisiones dentro de los rangos de la autonomía implica la racionalidad reflexiva, que en el mundo académico es el campo del estudio, que definiera Giorgio Agamben como un espacio “…en sí interminable. Cualquiera que haya vivido las largas horas de vagabundeo entre los libros cuando cada fragmento, cada código, cada inicial con la que se topa parece abrir un nuevo camino, que se pierde de repente tras un nuevo encuentro, o haya probado la laberíntica ilusión de la «ley del buen vecino» que Warburg había establecido en su biblioteca, sabe que el estudio no sólo no puede tener propiamente fin sino que tampoco desea tenerlo.”[6] Y todo eso significa el legado y la permanencia de la Modernidad, pues no es un tema que como algunos consideran esté agotado, por el contrario es la espina que recuerda a cada momento la existencia, y cómo ella implica conciencia de ser en el mundo, esto es, la posibilidad siempre existente de la Libertad, no entendida en forma restringida, sino de manera universal.
II
Ahora valdría la pena preguntarse cómo se ha construido la Modernidad y la subjetividad en Colombia. ¿Hasta dónde las ideas que desde el siglo XV han venido siendo temas recurrentes de la inteligencia y del pensar se han incorporado dentro de los espacios intelectuales y materiales del territorio, cómo y de qué forma se ha problematizado el espíritu y sus manifestaciones?. El camino para responder a estos interrogantes es variado, y podría seguir diferentes derroteros. Sin embargo, uno de los lugares más idóneos es el de la literatura, pues ella ha sido la expresión más acabada del pensamiento en la América hispano-lusitana. En el mundo de las letras han fluido las diversas ideas y el pensamiento se ha convertido en concreto, se han objetivado los diversos espacios de la conformación de la conciencia. Para el caso que aquí se trabajará se realizará una aproximación a las tres grandes novelas del país, pues en ellas es posible construir una conexión y las tres parecen compartir algunas ideas y problemas. Los autores de ellas “reconocen” la ausencia de la autonomía, la fuerza de la tradición y el peso de los entornos religiosos en la conformación de la conciencia, lo que significa que la vida activa de los hombres ha sido mediada por una fuerza extraña y ajena, que los presiona desde afuera y que les impide autodeterminarse en los actos. Entonces, las elaboraciones más abstractas y las más concretas, como también los actos “espirituales” y mundanos se advierten como dependientes de potencias supramundanas, los hombres son arrastrados en los torbellinos de la existencia, por el destino, las pasiones, la irracionalidad o el odio, pero en todo caso, no por los caminos propios del pensamiento moderno y del valor reflexivo de la conciencia. La crítica se convirtió en un espacio no inaugurado, y en caso que apareciera se advirtió como inconveniente y poco rigurosa.
Entonces, María, La Vorágine y Cien Años de Soledad son una parte de la historia íntima del país. No se trata de obras que provengan sólo del interés personal y de las preocupaciones privadas de algunos pensadores. En ningún caso la literatura es una mera entretención, y nunca una obra literaria es resultado del capricho de un individuo. Por el contrario, trabajan temas que están de manera directa entrelazados con los hilos que han conformado la realidad social y material del territorio. En las tres novelas es claro que el sujeto no logra su realización y que la libertad es un asunto que aun pertenece al espacio de la utopía. Así, Efraín y María (María) se ven condenados por la tradición cultural heredada de la contrarreforma y de los modos conservadores de entender y realizar las relaciones personales, su afecto y pasión no tienen lugar, deben ser aplazados hasta tanto no sea consagrado por el ritual del matrimonio católico. La condición de ellos está determinada por la vida consuetudinaria, en donde la estática es privilegiada y convertida en norma de comportamiento, las relaciones sociales se encuentran eslabonadas y soldadas, aseguradas. El salir de ellas implicaría un riesgo demasiado grande como para ser acometido. La tradición y su conservación es un elemento de vital importancia en la novela de Jorge Isaacs, no porque él la defienda o ataque, sino porque la registra como parte de lo que se aparece como normal en la sociedad colombiana a mediados del siglo decimonónico, en donde los lazos que atan a la tierra son fuertes, y la hacienda es el paradigma de la existencia. En ella se asegura el porvenir y la tranquilidad o no de los de los “individuos”. Cada miembro de la hacienda tiene un lugar establecido, unas funciones claras y un modo de ser que se corresponde de manera perfecta con la vida material que se le ha determinado antes de su nacimiento y que se encuentra consagrada por los sistemas religioso y espiritual vigentes. Entonces, no es gratuito que Efraín acepte sin oposición la decisión paterna de evitar que la relación matrimonial con María se efectué hasta pasado un tiempo. Si bien aquél siente y advierte que eso implica un dolor amplio y continuo, pues con aquella determinación se ve obligado a viajar al extranjero para continuar sus estudios, y por tanto, separarse del ser amado, él acepta con la seguridad de que el padre tiene la razón, y que la decisión que ha tomado es la más acertada, y aunque no lo fuera, de todas maneras es una orden que no puede ni debe ser contrariada.
Esa determinación es del mismo nivel que las otras que el padre ha tomado para asegurar el bienestar material y espiritual de la familia y de los habitantes de la hacienda. Las relaciones sociales corresponden a una estricta jerarquía que no puede ser alterada. Todo lo que se incorpora dentro de su orbita de poder y determinación es juiciosamente reglado. Esa misma condición se reproduce en las instancias menores del lugar, esto es, en las demás familias de los trabajadores de la hacienda; se trata de círculos concéntricos que no dejan escapar la autodeterminación del sujeto y ahogan a cada instante cualquier intento de libertad y de individualidad. El matrimonio y la vida adulta han sido organizados por los intereses del pater familias, la exposición de los deseos individuales es un asunto por demás problemático, pues debe calcularse que ellos correspondan a los intereses del padre, de lo contrario lo único que se puede esperar es un rechazo rotundo. Entonces, la responsabilidad por la felicidad no es el resultado de la reflexión particular y de la autoconciencia; el sujeto no se juega privadamente la determinación de su propio destino, éste es dejado al que encabeza la familia, a los hijos sólo les queda cargar con las decisiones tomadas, en caso de que sean acertadas la felicidad será garantizada, de lo contrarío se cargará la cruz el resto de la existencia, pues no se puede siquiera imaginar en un cambio de rumbo, el divorcio es un asunto imposible de pensar. También, dentro de ese espectro masculino se encuentra el mundo de los negocios y la producción, ellos son los que tiene a cargo los ganados, los cultivos, y la venta de los productos; por tanto, son los únicos que pueden y deben ausentarse del entorno familiar, lo que significa que el reconocimiento geográfico es parte de sus posibilidades, y allí se encuentra la probabilidad de salir de la rutina del mundo cotidiano. De igual manera, aquellos son los que acceden a los espacios académicos, asisten a la escuela y después a la universidad, la vida profesional y sus realizaciones están reservadas y controladas por lo ellos.
El papel de las mujeres también está definido de antemano, su espacio vital se encuentra cerrado por la verja del jardín. Desde el nacimiento se encuentran destinadas, ya sea al matrimonio o al convento, que en muchas cosas se asemejan, pues la rutina es una de las características más sobresalientes, todo se encuentra determinado, desde el amanecer hasta la hora de acostarse. Entonces, María sabe perfectamente su lugar en el centro familiar, desde la infancia se le ha enseñado lo necesario para “realizarse” como una buena esposa y madre; sobre los hombros de ella descansará en adelante la responsabilidad moral de la familia; las buenas maneras y los comportamientos adecuados son los temas que le están reservados. No requiere de un conocimiento amplío del mundo, los estudios propiamente académicos son innecesarios, son un desgaste injustificado. Esto se expone con absoluta claridad en la primera parte de la obra. Una bruma fuerte marcada por la ignorancia es parte del círculo de la cotidianidad, un profundo aislamiento del saber teórico, técnico y práctico. La mayor parte de la sociedad de la época en Colombia estaba condenada a un estado continuo de infantilismo, y esto especialmente notorio en lo femenino. De tal modo, que la educación, cuando se proporcionaba a aquellas, se limitaba a los ejercicios religiosos y al bastidor. Isaacs es claro en esto:
“Hablé a María y a mi hermana del deseo que habían manifestado ellas de hacer algunos estudios elementales bajo mi dirección: ellas volvieron a entusiasmarse con el proyecto, y se decidió que desde ese mismo día se daría principio.
Convirtieron uno de los ángulos del salón en gabinete de estudio; desclavaron algunos mapas de mi cuarto; desempolvaron el globo geográfico que en el escritorio de mi padre había permanecido hasta entonces ignorado; fueron despejadas de adornos dos consolas para hacer de ellas mesa de estudio. Mi madre sonreía al presenciar todo aquel desarreglo que nuestro proyecto aparejaba.
Nos reunimos todos los días dos horas, durante las cuales les explicaba yo algún capítulo de geografía, leíamos algo de la historia universal, y las más veces muchas páginas del Genio del Cristianismo. Entonces pude valuar toda la inteligencia de María. Mis fases quedaban grabadas indeleblemente en su memoria, y su comprensión se adelantaba casi siempre como triunfo infantil a mis explicaciones”[7].
Como se advierte en la cita el saber propio del mundo académico no es parte de la vida cotidiana de aquellas mujeres. El entorno de sus actos se encuentra de tal modo limitado que siquiera ellas mismas pueden dar cuenta de cuan aisladas se encuentran de la realidad de su propia época. Los temas y afirmaciones antes recordados evidencian dicha condición, pues si bien la geografía y la historia aparecen como parte de los estudios, Isaacs advierte que el espacio recurrente es el cristianismo, siguiendo así la herencia de los casi trescientos años de Colonia, y volviendo a caminar los senderos prefigurados por la Contrarreforma. Por su parte, es muy diciente la descripción del modo en que María aprendía, pues más que un asunto referido a los procesos cognoscitivos para la comprensión se trata de un ejercicio de la memoria, ejercicio profundamente mediado por el afecto. No se advierte que la reflexión y la construcción de saberes sea el centro de las preocupaciones de aquella joven. A su vez, el mundo se le aparece como un océano indeterminado y desconocido que constantemente le genera sorpresa, la cual es descrita por el autor como infantil. Se trata de una condena en donde la condición de la individualidad no aparece, María está esperando que se le determine un esposo, el cual la sacará del sitio habitual para incorporarla en otro enteramente igual, en donde pueda poner en práctica lo aprendido, que para el caso especifico de ella significa estar pendiente del servicio de la casa, que se arregle de forma adecuada las ropas y que los encargados de la cocina mantengan sus funciones con eficacia, entretanto ella se dedicará a coser en bastidor y a vigilar la moral de los hijos, los cuales llegarán como parte de los requisitos de sus funciones en el orden familiar. Para María como representante de los grupos económicos pudientes, la producción material de la existencia está vedada, esto es expuesto de forma clara por el autor:
“- pero no le dirás a mamá, porque se enojaría.
-prometo no decirlo.
-He estado planchando.
-¿Tú?
-Pues yo.
-Pero, ¿cómo haces eso?
– A escondidas de mamá.
-Haces bien en ocultarte de ella.
-Si lo hago muy rara vez.
-Pero ¿qué necesidad hay de estropear tus manos tan…?
– ¿Tan Qué?… ¡Ah!, sí, ya sé. Fue que quise que llevaras tus más bonitas camisas aplanchadas por mí. ¿No te gusta? Sí me lo agradeces, ¿no?
-¿Y quién te ha enseñado a aplanchar? ¿Cómo se te ha ocurrido hacerlo?”[8].
Isaacs resalta la prohibición de hacer determinadas actividades manuales. Las que son consideradas como no apropiadas para su circunstancia social, esto es, las que son propias de los grupos sociales menos favorecidos. No se puede olvidar que en buena parte la configuración de la sociedad de la América hispánica esta marcada por la construcción de un profundo foso social, y que para las llamadas élites el trabajo físico fue asociado a la condición de pobreza, y por ello poco noble. De tal manera que la valoración revolucionaria del mismo, propio de la actitud moderna no se presentó en el territorio. Y por ello muchos no podrían dar cuenta del contenido de la realidad, ya que existe una relación intrínseca entre trabajo y autoconciencia.
De igual manera, la ausencia de subjetividad y de la autodeterminación son unos de los puntos que resalta José Eustasio Rivera en “La Vorágine”, pues desde los primeros párrafos se advierte la imposibilidad de realización de Arturo Coba, “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.”[9] Pero no sólo la violencia ha arrastrado a Coba, con él son conducidos Alicia y todos los que intervienen en la obra. Ahora bien, ¿a qué tipo de Violencia se refiere Rivera?. Ya que las reflexiones con las que inicia el libro están más allá de las situaciones de la obra misma, Arturo Coba expresa una condición que no se provoca por la “deshonra” de Alicia, él ha llegado a esa relación con la existencia rota y con las ilusiones destruidas, su actividad concreta se encuentra escindida. Entonces, la Violencia lo ha convertido en un hombre que no es capaz de tener relaciones reales, de construir de forma genuina lazos con los demás miembros de la sociedad en la que vive. Desde los primeros pasos de su existencia se ha visto envuelto en sistemas de dominio que le han castrado la potencia propia del afecto; Rivera advierte que ese individuo careció de una infancia tranquila y pletórica de amor. En este sentido, Coba experimenta en los primeros años de vida, -cuando se está más expuesto a todo tipo de impresiones, que perduran, marcan y determinan la edad adulta- el trauma del abandono, no se logra reconocer como sujeto que merezca el afecto y tampoco parece recordar ningún momento de felicidad. Por eso no es extraño que en ninguna de las páginas de ese torbellino de menos de un año, -que va desde la salida de Bogotá hasta la desaparición en la selva- existan referencias o añoranzas a la vida familiar del propio Arturo Coba, lo que contrasta de manera fuerte con Alicia, Clemente Silva y Griselda, todos ellos poseen un pasado que desean recuperar, eso los diferencia de forma definitiva, pues aquel es claramente un desarraigado, un individuo que se sabe arrojado de las relaciones más intimas de lo humano. De modo constante intenta gozar de la existencia que sólo puede imaginar desde la lectura y los relatos de otros, y eso es lo que le ilusiona. Por ello se recrimina, “Mi ánima atribulada tuvo entonces reflexiones agobiadoras: ¿Qué has hecho de tu propio destino? ¿Qué de esta jovencita que inmolas a tus pasiones? ¿Y tus sueños de gloria, y tus ansias de triunfo, y tus primicias de celebridad? ¡Insensato! El lazo que a las mujeres te une, lo anuda el hastío. Por orgullo pueril te engañaste a sabiendas, atribuyéndole a esta criatura lo que en ninguna otra descubriste jamás, y ya sabías que el ideal no se busca; lo lleva uno consigo mismo. Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste? Porque el alma de Alicia no te ha pertenecido nunca, y aunque ahora recibas el calor de su sangre y sientas su respiro cerca del hombro, te hallas, espiritualmente, tan lejos de ella como de la constelación taciturna que ya se inclina sobre el horizonte.”[10] Como se advierte Arturo Coba se sabe hastiado de la existencia, sus relaciones han estado mediadas por esa condición del “deseo”, que justo cuando es satisfecho desaparece, pues no responde a lo que se podría definir como el afecto real y concreto, esto es, la condición estructural de reconocer en el otro un más allá del cuerpo, que en palabras de Hegel implicaría el reconocimiento, la búsqueda continua de ser reconocido y de reconocer al otro por fuera de la simple y llana materia. O que Giorgio Agamben bellamente definiría en la “Idea del Amor” como el “Vivir en la intimidad de un ser extraño, y no para aproximarlo, para hacerlo conocido, sino para mantenerlo extraño, lejano, es más: inaparente –tan inaparente que su nombre lo contenga todo. E, incluso en el sufrimiento, día tras día no ser más que el lugar siempre abierto, la luz constante en la que aquel uno, aquella cosa permanece siempre expuesta y amurallada.”[11] La ausencia de ese sentimiento le hace afirmar a Coba “que vamos huyendo de un fantasma cuyo poder se lo atribuimos nosotros mismos”[12], y en efecto eso es lo que está en juego, la fuerza de la tradición, y la impotencia del sujeto para determinar su propio destino. Pues los “fantasmas” a los que hace referencia no se encuentran sólo en las reglas exteriores de la sociedad, sino que hacen parte de la intimidad, por ello ha advertido que los ideales se llevan consigo mismo.
Si aquello es claro, también lo es, que la condena de Alicia es el resultado de la sentencia emitida por las convenciones sociales, por los juegos de la honra que implican necesariamente el matrimonio, esos son los que han determinado su huida. Debe abandonar la familia porque ha realizado un acto que no estaba permitido, ha violentado la autoridad paterna y ha decidido por una única vez su existencia, y se ha entregado a esa decisión. La condena de Alicia fue emitida como escarmiento por un sólo acto, de tal modo que es obligada a huir con Arturo Coba no por defender y dar continuidad al amor, sino porque la sociedad en la que vive es irracional, ya que no acepta que los sujetos determinen su existencia; una sociedad que se ha construido un enmarañado juego de reglas y prescripciones que cumplen la función de impedir por cualquier medio el ejercicio autoreflexivo. En ese sentido, Alicia se convierte en la heroína fracasada, que se encuentra sujeta a circunstancias e ideas que no logra comprender pero que la determinan. Sus ilusiones aun son infantiles, no ha logrado construir mundo, pues de la potestad paterna ha pasado de manera directa a la de Arturo Coba, creyendo encontrar allí un lugar de refugio y protección. Ella no logra dar cuenta de sus propios sufrimientos, sólo los puede hacer públicos de manera violenta, por eso anda buscando por los caminos alguna “alma caritativa”, esto es, la seguridad, el resguardo de la sociedad que ya la ha rechazado, su destino lo asume como una condena justa, pues ella ha sido la culpable por no respetar y seguir los preceptos establecidos de tiempo atrás.
El viaje de los dos significa salir de un desierto a otro, pues en ninguno, Bogotá –la ciudad- o las selvas encuentran las posibilidades de realización. El país es para Rivera un lugar en donde los hombres no tienen vida propia, están sujetos a una fuerza que es mayor a ellos mismos y que no tienen la capacidad del perdón, ellos no pueden ser redimidos, pues aquella fuerza ha emitido su veredicto. Igual destino comparten los que viven en aquel mar verde, en las extensiones sin límite. Se puede afirmar que Colombia se convierte en “La Vorágine” en un lugar donde la irracionalidad se encuentra a cada paso; el sujeto, la autonomía y la libertad no tienen cabida. Es una especie de polo de atracción en donde los sujetos son atraídos a la desgracia, por ello se encuentran personas de tan distinta procedencia, que sufren condenas similares. No es gratuito que el hijo de Clemente Silva huya de su hogar por la deshonra de la hermana, y que se suicide ante las desesperaciones del amor no correspondido; como tampoco es casual que los hombres luchen atrozmente por una ilusión que no se logra, que construyan de manera constante países fantásticos donde las riquezas del caucho los conducirían a la felicidad. Línea a línea la desgracia se desgrana, es como las hojas de los árboles en el trópico que no dejan de nacer. La reflexión de José Eustasio Rivera es mucho más profunda que la selva, pues ella es el teatro en donde todos los personajes se comportan como títeres, manejados por hilos invisibles. Así, el cónsul es inexistente, sólo se advierte como una entidad que no posee efectividad, el caucho sale del sitio con rumbo desconocido, y las riquezas desaparecen en cada recodo del río; los hombres se consumen en la manigua y las fiebres, las mujeres paren hijos que antes de ser concebidos ya han sido condenados. Entonces, las postreras frases del epílogo son muy clarificadoras. “El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Coba y sus compañeros, dice textualmente:
Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva.
Ni rastro de ellos.
¡Los devoró la selva!”[13]
Como se advierte, los destinos de Arturo Coba y de Alicia son similares a los de María y Efraín, en ambos casos se trata de la imposibilidad de realización. Para los cuatro el mundo de las posibilidades se ha cerrado, y ninguno de ellos tiene la capacidad para afrontar de manera autónoma la construcción de su existencia, se ven sometidos y condenados, sólo que los segundos ni siquiera pudieron acceder a los placeres del cuerpo, en esto se diferencian, pero es seguro que si lo hubieran logrado se verían avocados a contradicciones similares a las de los primeros. Aquí hay un hilo de continuidad, una prolongación de temas y problemas. Isaacs y Rivera comparten preocupaciones similares, para ambos la eclosión del sujeto, esto es, de la individualidad es imposible, sus personajes siempre permanecen detrás de una bruma, la cual está compuesta por los lenguajes añejos de la Colonia, por el prejuicio y la estática social. La premodernidad caracterizada por relaciones irracionales, por el privilegio de los sentidos o de la fuerza, la ausencia de la reflexión, la absoluta carencia del Estado como mediador de las relaciones de los hombres en sociedad, la pérdida de cientos de personas en los caminos de la lucha continúa por la mera sobrevivencia, la ausencia de los más mínimos niveles de la libertad, la violencia que se enarbola en todos los intersticios de la cotidianidad con su continuidad de rutina y la fuerza indiscutible del pater familias, son la evidencia y radiografía del territorio, la herencia más visible de las reglas que había instituido el catolicismo de la Contrarreforma, los frutos maduros de los árboles sembrados cuatrocientos años atrás por las gestas españolas, en pocas palabras, el comportamiento “natural” de la grey; lo único que podía producirse después de que se impidió el libre examen de la realidad y donde el pensamiento y la autodeterminación no tuvieron cabida.
Ese panorama se puede entender o por lo menos justificar, -aunque con dificultad- dentro del contexto del siglo XIX y principios del XX en Colombia, ya que el país apenas intentaba desembarazarse de la dependencia política, económica y administrativa de la corona española, esto es, luego de trescientos años de no libertad, en donde la premisa fue crear una América sin arraigo, y donde unas antiguas leyes emitidas por la corona (1532 y 1543) habían prohibido la publicación y circulación de escritos de imaginación pura, “…que ningún español o indio lea…libros de romances, que traten materias profanas y fabulosas, e historias fingidas, porque se siguen muchos inconvenientes”. Así la propia realidad se convertía en un tema que no podía ser abordado, la reflexión y exposición de los contornos sociales y materiales de América se hicieron imposibles; aquellas leyes sin duda desestimularon cualquier intento de reflexión pública de los nacidos en ésta parte del planeta. Sin embargo, es muy sintomático que los temas gruesos tratados por aquellos novelistas tengan continuidad en la década del sesenta del siglo XX, pues lo normal –si así se puede afirmar- sería una variación sustancial de los modos de comportamiento social y de las ideas que regían el territorio. Lo que se podría haber esperado es que las trabas construidas de antiguo se hubieran superado y, por tanto, las relaciones de la literatura y el entorno deberían ser de otro talante y contenido. Entonces, es una sorpresa que Gabriel García Márquez vuelva sobre el asunto, no porque su interés sea recuperar y mostrar las hojas añejas del país, sino porque las entiende como actuales, las advierte como parte integrante de la vida cotidiana de los colombianos.
Cien años de soledad no es sólo una manifestación, -quizá la más acabada- del realismo mágico, ni tampoco el resultado de la inspiración de un habitante de la costa Caribe colombiana; es mucho más que eso, es donde la ausencia de la Modernidad en el territorio se hace evidente. El primer personaje con el que se encuentra el lector es la expresión del desarraigo y de la imposibilidad de configurar relaciones humanas genuinas, es un hijo de la guerra que hace mucho tiempo ha dejado de sentir algún tipo de afecto, ni siquiera el odio le pertenece. Desde el nacimiento estaba perdido para el mundo. Aseguró Úrsula Iguarán en los años de la vejez “…que aquel hijo por quien ella habría dado la vida, era simplemente un hombre incapacitado para el amor.”[14]. Nunca logró tender un puente entre su intimidad y los actos de los otros, esa condición se agudizó y profundizó en el transcurso de las treinta y dos guerras que promovió antes de cumplir cuarenta años, y de las cuales ninguna gano. La descripción hecha del coronel Aureliano Buendía es de una claridad y dramatismo absolutos:
“La misma noche en que su autoridad fue reconocida por todos los comandos rebeldes, despertó sobresaltado, pidiendo a gritos una manta. Un frío interior que le rayaba los huesos y lo mortificaba inclusive a pleno sol le impidió dormir bien varios meses, hasta que se le convirtió en una costumbre. La embriaguez del poder empezó a descomponerse en ráfagas de desazón… Sus órdenes se cumplían antes de ser impartidas, aun antes de que él las concibiera, y siempre llegaban mucho más lejos de donde él se hubiera atrevido a hacerlas llegar. Extraviado en la soledad de su inmenso poder, empezó a perder el rumbo. Le molestaba la gente que lo aclamaba en los pueblos vencidos, y que le parecía la misma que aclamaba al enemigo… Se sintió disperso, repetido, y más solitario que nunca… Se cansó de la incertidumbre, del círculo vicioso de aquella guerra eterna que siempre lo encontraba a él en el mismo lugar, sólo que cada vez más viejo, más acabado, más sin saber por qué, ni cómo, ni hasta cuando. Siempre había alguien fuera del círculo de tiza. Alguien a quien le hacía falta dinero, que tenía un hijo con tos ferina o que quería irse a dormir para siempre porque ya no podía soportar en la boca el sabor a mierda de la guerra y que, sin embargo, se cuadraba con sus últimas reservas de energía para informar ‘Todo normal, mi coronel.’ Y la normalidad era precisamente lo más espantoso de aquella guerra infinita: que no pasaba nada.”[15]
El frío y el círculo de tiza son las características sobresalientes de la soledad, esto es, del poder concedido por la irracionalidad de un conflicto infinito, pero definido como “normal”, de la prolongación de la fuerza física sobre la razón, del poder de las armas sobre la inteligencia, por ello le es mucho más difícil al coronel acabar la guerra que continuarla. Entonces, es un asunto de fina ironía el que las tasas de café sin azúcar a la hora de levantarse y los días construyendo pescaditos de oro se convirtieran en la añoranza que le entregaron los “privilegios de la simplicidad”, de la estática y la tranquilidad, esas cuatro paredes que le servían para aislarse de la realidad que ya entendía como carente de sentido. El hijo de José Arcadio Buendía, llegaba a la misma conclusión que aquel, la misma que percibía Úrsula en sus últimos días, esto es, que el tiempo se repetía. Que en Macondo nada pasaba, no porque los días fueran enteramente iguales, sino porque los lazos íntimos que sostenían las relaciones de aquellos seres humanos eran siempre las mismas. Entonces, el coronel Aureliano Buendía es la “replica” de Arturo Coba, ambos perdidos para siempre de los “deliquios” del amor y desde sus orígenes atrapados por una Violencia que se reitera como constante, que impide ser en el mundo. El país se advierte como el teatro de las batallas eternas de los hombres, un tablado que no permite que florezcan nuevos espíritus, en donde las contradicciones son apenas formales, pues en el fondo todo se mantiene y permanece. Es una isla que posee sus propias tempestades, pero estas no están determinadas por los hombres que la habitan, sino que fuerzas extrañas decretan el rumbo de ellos.
Así la ciencia y sus posibilidades son un más allá indeterminado. El libre pensamiento sólo le fue permitido a uno de los habitantes de Macondo, al fundador; y el precio que pago fue el de morir postrado y amarrado a un castaño, considerado por todos como enajenado mental. Los hombres de Macondo viven en un continuo de ilusiones que no logran definir y que reemplazan de modo constante la realidad. Por eso no es gratuito que Úrsula sea la encargada de conservar la tradición, la que se mantiene al frente de los destinos de todos los miembros de la familia y en definitiva quien define las posibilidades de todos. Esa mujer “Activa, menuda, severa, aquella mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se le oyó cantar, parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta bien entrada la noche…”[16] ella es quien amarra los hilos más fuertes y lejanos de la familia y sólo entregará su poder a una persona más conservadora, una clara heredera de la tradición colonial, Fernanda del Carpio, con quien se reinstauran aquellas prácticas materiales, espirituales, esto es, del hábito. Así se instituyen las “buenas maneras”. Aquella mujer nacida en el interior del país que tenía perfectamente definida su existencia, no porque ella lo decidiera, sino por que su preceptor espiritual lo había determinado. Fernanda del Carpio es en la obra de García Márquez la restauración de un orden añejo, lleno de blasones, de privilegios medievales y pletórico de eufemismos: Lo que sorprende es el éxito y la facilidad con que logra su empresa, pues prácticamente ninguno de los Buendía se resisten a ello, tal vez porque era “natural” que eso sucediera, o porque nunca esos elementos habían dejado de existir, habían permanecido latentes, esperando el momento oportuno de emerger. Esta conclusión parece apresurada, sin embargo, no se puede olvidar que “José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de los niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad.”[17] Esto es, que él había demarcado el orden “natural” de las cosas y de las personas. Entonces, los habitantes de Macondo carecían de la práctica de la autonomía y así era relativamente fácil la incorporación de formas autoritarias de dominio, como las implantadas en la casa de los Buendía por Fernanda. Adicionalmente, se debe tener en cuenta que la rutina de los actos contribuye de manera definitiva a la ausencia de la autodeterminación y de la conciencia. La seguridad que provoca la repetición continua de lenguajes, ideas y prácticas hace suponer a los individuos que las determinaciones son provocadas y producidas por ellos mismos, pero nada más lejos de la realidad; esto lo advirtió Úrsula cuando quedo ciega, ya que para no dar cuenta del hecho “… los vigilaba con los cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora.”[18] Todo esto evita imaginar como apresurada la conclusión antes mencionada.
Otras razones se pueden argumentar para entender la cercanía entre la obra de Isaacs, Rivera y García Márquez. Como ya se anunció en los tres es evidente la ausencia de la conciencia de la subjetividad, esto es, de la autonomía y de la libertad. En todos los momentos de dichas obras literarias eso se advierte de modo patente en los personajes. Los destinos de ellos son decididos por otros, en el primer caso el padre es quien determina los momentos en que Efraín y María pueden acceder a la construcción de un mundo particular, en el segundo, es la Violencia la que compromete a Arturo Coba y Alicia, la que ha definido Coba como el huir de un fantasma, y para los Buendía ese fantasma es la tradición y la conciencia. La primera porque es la que impidió que fueran felices desde su casamiento, y que provocó la trágica muerte de Prudencio Aguilar, y la segunda, porque el “común remordimiento de conciencia” los aisló y condenó a no gozar del amor, sus hijos como todos los descendientes directos de los Buendía-Iguarán serán producto de cualquier otro sentimiento y afecto, menos del amor. Entonces, la fundación de Macondo no responde al interés de abrir y reconocer mundo, no es el espíritu de riesgo que se reconoce en la burguesía durante los siglos que dura su consolidación, tampoco es el deseo que movió a los exploradores del siglo XV y XVI, ni siquiera se trata de la respuesta obligada por la sobrevivencia cuando un grupo humano se encuentra amenazado y debe buscar sitios más salubres y confortables. Las familias que acompañan a José Arcadio, al igual que él, huyeron de ellos mismos, de sus actos, de su conciencia, de lo que implicaría asumir la responsabilidad de su propia existencia. Por ello la enfermedad del insomnio es uno de los momentos de mayor importancia y tensión de la obra, pues anuncia el olvido, aquella especie de estupidez sin pasado, sin presente y sin futuro. Esa es la amenaza más grande, la espada de Damocles que se levanta encima de cada uno de los habitantes de Macondo, y que a pesar de las previsiones y estudios de José Arcadio Buendía fue inevitable, tan ineludible como el pensamiento. Así, la condena final de la familia y de Macondo es la consecuencia necesaria, radical y obvia cuando el destino no ha sido el resultado de la construcción autónoma, sino que es el mundo de los “espejismos”, de los simuladores, propio del rastacuerismo. “…antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o de los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”[19]
Ahora bien, se debe recordar que ese olvido y esa soledad se expresan en dos polos básicos, en el Coronel Aureliano Buendía, que anuncia la soledad asociada en ese caso con el poder; y en la muerte, que advierte con toda profundidad Melquíades, pues, “Se sintió olvidado, no con el olvido irremediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.[20]” Frente a esto último, la muerte, hay un tema que aparece como intermedio. Unos muertos que no lo están, o que por lo menos, determinan más allá de lo previsible a los vivos, que comprometen su felicidad y que los obligan a prolongar una existencia sin sentido; son cargas no resueltas, esto es, aun no definidas, y que en la historia de los Buendía marcan y unifican el destino trágico de un miembro de la familia que tiene una procedencia dudosa. Así Rebeca llega con un costal de huesos que cloquean, que no se silencian, y que aun no tienen lugar, la felicidad de ella se encuentra comprometida por aquellos restos óseos, y sólo cuando los pueda sepultar podrá intentar la felicidad. De igual manera, ese tema ha sido trabajado en “La Vorágine”, Clemente Silva debe recorrer los meandros y ríos de la selva buscando los huesos de su hijo, no es el caucho, las deudas o los deseos de riqueza y poder los que lo amarran, esas cosas le tienen sin importancia, lo fundamental para él es recuperar los restos mortales del único ser amado. La condena de Clemente Silva se emite en el momento en que se entera que aquellos restos fueron arrojados al río, pues eso significa que se va a morir en los vericuetos de las corrientes de la selva, que de allí no podrá salir, y que ya no tiene sentido la existencia. Entonces, es la muerte del hijo la que determina su destino. Del mismo modo el fallecimiento de María condena a Efraín, su felicidad es aplazada de modo definitivo.
Ahora bien, ¿qué es lo que permite la lectura de esas tres obras?. Sin duda alguna el que los autores logran atrapar el instante en un infinito continuo, pues de manera eterna son objeto de lectura. Ese es un recurso literario esencial y característico de las tres novelas mencionadas. En La Vorágine por el cónsul, que es el primer lector de la obra, ya que ha sido “escrita” de modo inicial por Arturo Coba. En Cien Años de Soledad el autor íntimo es Melquíades y el lector Aureliano Babilonia, mientras en María ambas funciones se funden en Efraín.
Con lo expuesto hasta aquí es posible intentar una conclusión, la cual se anunció desde las primeras líneas, esto es, que las tres grandes novelas del país problematizan un asunto claro, la ausencia de la experiencia de la Modernidad en Colombia. Lo que se ha expresado en más de quinientos años de desarraigo, exclusión, desplazamiento y muerte. No es cierto que el país se encuentre hasta ahora en una tremenda crisis, que ella sea de origen reciente, ni que la descomposición social sea un efecto de los últimos años, tampoco se puede afirmar y culpar, -como lo hacen muchos demagogos-, de los acontecimientos del país a una pretendida pérdida de los valores, que por lo demás han sido siempre inexistentes en el territorio y más que nada en sus clases políticas y dirigentes. Lo que si es cierto, es que la conciencia reflexiva sobre el territorio, sus habitantes y, en fin, su historia ha estado ausente en la mayor parte de los colombianos, lo que ha permitido la exacerbación de formas irracionales y autoritarias de comportamiento, en donde la autonomía ha sido sustituida por la heteronomía. Y en un país con esas características es indispensable el libre ejercicio del pensamiento y de la crítica, esto es, de la libertad, que como anunciara Kant hace ya más de dos siglos es de carácter universal.
Carlos Augusto Rodríguez Martínez.
GIPRI Colombia.
12 noviembre de 2011.
Bibliografía
Amgamben Giorgio. “Idea en prosa”.Editorial Península 1989.
Borges Jorge Luis “Los conjurados” Editorial Emecé 1996
García Márquez Gabriel. “Cien años de soledad”. Editorial Sudamericana.
Goethe J. W. “Fausto”. Editorial Jackson.
Hegel G.W.F. “Fenomenología del espíritu”. Fondo de Cultura Económica.
Horkheimer Max. “Teoría Crítica”. Editorial Amorrortu.
Isaacs Jorge. “María” Editorial sol 90.
Raynor Henry. “Una historia social de la música desde la Edad Media hasta Beethoven”. Editorial Siglo XXI.
Rivera José Eustasio. “La Vorágine”. Editorial Ayacucho.
Von Martin Alfred. “Sociología del Renacimiento”. Impreso en Colombia 1976.
[1] Hegel G.W.F.. “Fenomenología del espíritu”. Fondo de Cultura Económica. Pág. 11.
[2] Von Martin Alfred. “Sociología del Renacimiento”. Impreso en Colombia 1976. Pág. 19
[3] Raynor Henry. “Una historia social de la música desde la Edad Media hasta Beethoven”. Editorial Siglo XXI. Pág. 35
[4] Goethe J. W.. “Fausto”. Editorial Jackson. Pág. 17.
[5] Horkheimer Max. “Teoría Crítica”. Editorial Amorrortu. Pág. 11.
[6] Amgamben Giorgio. “Idea en prosa”.Editorial Península 1989. Pág. 46
[7] Isaacs Jorge. “María” Editorial sol 90. Pág. 27-28.
[8] Ibid. Pág. 208
[9] Rivera José Eustasio. “La Vorágine”. Editorial Ayacucho. Pág. 7.
[10] Ibid. Pág. 8
[11] Op cit. Pág. 43
[12] Opt cit. Pág 9
[13] Ibid. Pág. 202.
[14] García Márquez Gabriel. “Cien años de soledad”. Editorial Sudamericana. Pág. 214.
[15]. Ibid. Pág. 146.
[16] Ibid. Pág. 15.
[17] Ibid. Pág. 15.
[18] Ibid. Pág. 212.
[19] Ibid. Pág. 351.
[20] Ibid. Pág. 49.
muy largo jajjajajajaja