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La subjetividad en Colombia. María, La vorágine y Cien años de soledad

Por Carlos Augusto Rodríguez Martínez

Investigador GIPRI

 

 Maria

Desde 1537 con la publicación del Discurso del Método se anuncia una nueva época marcada por el ascenso de la conciencia de los hombres como dueños y señores del mundo. Desde entonces, no es posible asegurar un espacio trascendente y mucho menos desentenderse del papel activo de la inteligencia dentro de la estructuración y construcción de la realidad. Los actos de los hombres hasta ese momento mediados por las construcciones teológicas y plagados de múltiples intersticios mágico-religiosos se convierten paulatinamente en una tema de recurrente preocupación y de constante reflexión. La sociedad y los actos humanos ahora son un asunto que debe ser decidido libremente por los nacientes individuos, ellos son ahora los responsables de su propio destino. Ya no es posible culpar a fuerzas extrañas al inframundo, Hegel en el prólogo de la “Fenomenología del Espíritu” expone con claridad el modo en que una época da transito a otra: “Hubo un tiempo en que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos y de imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia divina, hacia una presencia situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo. Para dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que sólo poseía lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la atención del presente como tal, a la que se daba el nombre de experiencia[1] En este sentido, es que la razón se convierte en fundamento. Sin embargo, dicha condición no es posible para Hegel, si no se advierte la circunstancia de la libertad que remite de manera directa al papel activo de la subjetividad.

 

Así, la subjetividad, la individualidad y la autonomía comienzan a llenar los diversos espacios del pensamiento y de las manifestaciones del espíritu. La Experiencia de los hombres ahora es un asunto del mundo, y se advierte como constante y continua en el dominio de la naturaleza, en la preocupación que por la invención de la máquina y por la búsqueda de la regularidad, que son los primeros pasos de la ciencia moderna, la cual encarna las nuevas maneras de dar cuenta de la realidad. Los hombres ya no pueden ilusionar un mundo pletórico de entes metafísicos, la libertad no se realiza en un más allá, se hace acto concreto. Esto se expresa de manera maravillosa y sublime en el arte. El Renacimiento pronto mostró que la belleza es un asunto de la armonía, del equilibrio de las formas y de las técnicas, allí se buscaba concretar la tensión entre concepto y formas, que ha sido considerada como la esencia del arte. Así, los hombres prácticos empiezan a ser valorados como fundamentales en los nuevos espacios, que más o menos rápido se alejan de la cotidianidad del mundo rural para incorporarse a la naciente ciudad, a los lugares adoquinados y a las nuevas relaciones sociales mediadas por el comercio y por la economía del naciente capitalismo. La estática que caracterizó de manera importante -aunque no de forma exclusiva- a las comunidades premodernas, en donde se tenía claro el estrato social al que se pertenencia, con una configuración del tiempo de orden “natural”, es decir, se percibía como una extensión de los ritmos de la naturaleza y apenas se veían las alteraciones propias de los ciclos estacionales o de las cosechas; la experiencia con respecto al paisaje y la geografía se reducía para la mayoría de los hombres a unos pocos kilómetros circundantes al lugar de nacimiento, en donde el entorno era plenamente conocido; más allá de aquellas fronteras sólo unos pocos tenían la posibilidad y potencia para aventurarse. Todo eso se transformó gracias a la dinámica que introdujo el Naciente capitalismo, en donde la movilidad social se convirtió en un asunto de todos los días. Ya no era posible garantizar los órdenes establecidos, los hombres pudieron -y efectivamente lo hicieron- luchar por situaciones más favorables que condujeran con mayor rapidez a la satisfacción de sus necesidades y deseos. El mundo del cuerpo y de la sensualidad se expresó como una de las potencias realizables. Así, el hedonismo y el epicureismo, retornaron a la realidad activa de la cotidianidad. Por medio del arte que se descentró, esto es, rompió los lazos que lo ataron a la iglesia y de los grandes centros religiosos para incorporarse en las habitaciones y los espacios públicos. El arte ya no trató de manera exclusiva lo divino, por el contrario, ahora se inclinó por registrar y eternizar los actos concretos de los hombres.

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