Norah Lange y Oliverio Girondo: Una aplanadora para Georgie
Edwin Williamson, autor de la biografía “Borges, una vida”, señala que una de las razones por las que Jorge Luis Borges abandonó el ultraísmo fue el rechazo amoroso de la poeta Norah Lange. En 1925 Georgie hizo el prólogo de “La calle de la tarde”, el primer poemario de la peliroja, en un arranque de coquetería reforzado por visitas regulares a la casa de las señoritas Lange o cueva vinkinga, como él la llamó, con mucho espanto, años después.
La inocente estratagema del autor de “Otras inquisiciones” se derrumbó cuando apareció otro poeta llamado Oliverio Girondo: Norah se enamoró de él y, poco tiempo después, se hizo su esposa y formaron una de las parejas más conocidas del mundillo literario de Buenos Aires.
Entre los hombres las distancias fueron aún más grandes; mientras Borges era un tímido tipo a cuyo sentido del humor lo trasuntaba la amargura de los abatidos, Girondo hacía “locuras” equiparables a las de las más animosas estrellas del rock aparecidas tres décadas después.
Basta con escuchar la voz de Girondo para entender por Lange optó por irse con él. Su tono es un huracán comparado con el timbre asmático de Borges, siempre a punto de desmoronarse o de clamar por su mami. Cuando tuve la ocasión de escuchar en la voz de Girondo recitando sus poemas y confrontarlo con una conferencia de Georgie sobre Dante, un amigo me dijo que nunca había sentido a Borges tan pusilánime y pequeño. En el rostro de mi amigo se vislumbraba un rictus de revancha al saber que el urdidor de El Aleph era un hombre con imperfecciones que, al menos en su escaso atractivo para con las mujeres, se acercaba a nosotros:
Explicar el cambio o desarrollo en la obra de Borges a través de su revés sentimental, como lo hizo Williamson, supone contraponer al escritor y su entorno, los construye como entidades rígidas y cerradas en disputa de cada uno de los enunciados aparecidos en una página, empobreciendo así una relación que tiene el potencial de resignificar, si se la vislumbra en su dinámica, la noción de autor y de individuo.
Cuando Borges contaba con diez años de edad intentó las primeras traducciones de Wilde y, seguramente, se topó con el conocido cuento El Ruiseñor y la rosa cuyo desenlace se da cuando un joven le entrega una portentosa rosa a la chica con la que quiere ir al baile y ella lo rechaza; el joven concluye que el amor es una tontería y parte a su habitación, abre un polvoriento libro y se pone a leer. Quizá Georgie prefiguró su fracaso sentimental desde que acabó de leer ese relato y sólo debió finiquitarlo con el nombre de Norah, erigiéndose, finalmente, su pretexto para que, de una de una vez por todas, se consolidara esa biblioteca, a veces imaginada y siempre infinita, de la que brotaron sus relatos y cavilaciones.
La labor del biógrafo, como la de los investigadores de homicidios, es indicial, sus conclusiones son hipótesis basadas en rastros. La construida por Williamson, pese a sus liviandades y facilismos, sirve para referir uno de los momentos en que Borges dejó de ser un escritor inexpugnable y se convirtió un hombre fracasado; el fracaso, lo acerca a muchos que lo ven como un viejo soberbio y ajeno a las caídas cotidianas que nos envejecen y se instalan en nosotros hasta convertirse en material primigenio de nuestro miedo a perecer.