El cuento avícola de Clarice Lispector

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La traductora Barbara Lopes, quien en anteriores ocasiones nos ha entregado traducciones  de algunos pasajes de «Los siete locos» de Roberto Arlt al portugués, nos ha hecho llegar este nuevo trabajo en el que vierte al castellano el relato «Una gallina» de Clarice Lispector. Hay más traducciones de este escrito pero, como es bien sabido, cada nueva versión es una transformación del texto original y proporciona una lectura, hasta antes,  insospechada.

Una Gallina

Por Clarice Lispector

Era una gallina de domingo. Viva, todavía, porque no pasaba de las nueve de la mañana.

Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a nadie, nadie la miraba. Aun cuandocuando la escogieron palpando su intimidad con indiferencia, no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se advinaría en ella un anhelo.

Fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de corto vuelo, hinchar el pecho y en dos o tres lances alcanzar la terraza. Por un instante vaciló – al tiempo que la cocinera soltó un grito – y de pronto estaba en la terraza del vecino de donde, en otro vuelo sin destreza, alcanzó el tejado. Allí permaneció como adorno desplazado, indecisa, ora uno, ora otro pie. Llamaron a la familia con urgencia y, consternada, vio el almuerzo junto a la chimenea. El dueño de la casa, acordándose de la doble necesidad de hacer esporádicamente un deporte y de almorzar, trajo un traje de baño y decidió guiarse por lo caminado por la gallina: en saltos cautelosos, alcanzó el tejado donde ésta, renga y trémula, escogía con urgencia otro rumbo. La persecución se ha vuelto más intensa. De tejado en tejado recorrieron más de una manzana de la calle. Poco acostumbrada a una lucha más salvaje por la vida, la gallina tenía que decidir por ella misma los caminos a tomar, sin ninguna ayuda de su especie. El varón, entretanto, era un cazador dormido. Y por más ínfima que fuera la presa, había sonado el grito de conquista.

Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, jadeaba, muda, concentrada. A veces, en la huida, flotaba jadeante al borde del tejado y, mientras el varón subía en otros con dificultad, tenía tiempo de rehacerse por un rato. Y entonces parecía tan libre.

Estúpida, tímida y libre. No victoriosa, como sería un gallo en fuga. ¿qué es lo que había en sus vísceras que la convertía en un ser? La gallina es un ser. La verdad es que se no podría contar con ella para nada. Ni siquiera ella misma contaba consigo, como el gallo que cree en su cresta. La única ventaja que tiene es que había tantas gallinas que cuando una se muere en el mismo instante otra nace tan igual como si fuera la misma.

Por fin, en una de las veces en que paró para gozar de su fuga, el varón la alcanzó. Entre gritos y plumas, ella fue presa y en seguida cargada por un ala con triunfo sobre las tejas y puesta en el piso de la cocina con una cierta violencia. Aun mareada, se sacudió un poco, en cacareos roncos y dudosos.

Fue entonces que paró. De puro agobio puso un huevo. Sorprendida, agotada. Quizá fuera prematuro. Pero después, nacida para la maternidad, parecía una vieja madre habituada. Se sentó sobre el huevo y así siguió, respirando, abrochando y desabrochando los ojos. Su corazón, tan pequeño en un plato, erizaba y bajaba las plumas, poniendo calor en lo que nunca pasaría de un huevo.

Sólo la niña que estaba cerca miró a todo, asustada, que de pronto consiguió desatarse de lo ocurrido, se despegó del piso y salió gritando:

– ¡Mamá, mamá! no mates a la gallina, ella puso un huevo ¡ella nos quiere!

Todos volvieron a la cocina y rodearon mudos a la joven parturienta. Calentando su hijo, ésta no era ni suave ni arisca, ni alegre, ni triste, no era nada, era una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre y la hija miraban, hacía ya rato, pero sin efectivamente pensar en algo. Nunca nadie acarició la cabeza de una gallina. El padre, por fin, dijo con una cierta rudez:

  • Si mandas a matar a esta gallina, nunca más comeré gallina en mi vida.

  • Yo tampoco – juró la niña con ardor.

La madre, cansada, se puso indiferente.

Inconsciente de la vida que le había sido entregada, la gallina pasó a vivir junto a la familia. La niña, cuando volvía de la escuela, echaba la carpeta lejos sin parar la corrida hacia la cocina. El padre a veces aun se acordaba: “y decir que la obligué a correr en aquel estado”. La gallina se volvió la reina de la casa. Todos, menos ella, lo sabían. Siguió entre la cocina y la terraza, usando sus dos capacidades: la de la apatía y del sobresalto.

Pero mientras todos estaban quietos en casa y parecía que la habían olvidado, se llenaba de un pequeño coraje que aún restaba de la fuga y circulaba por los ladrillos, el cuerpo avanzando tras la cabeza, pausado como en un campo, aunque la pequeña cabeza la traicionara: se movía deprisa y con vibración, con el viejo susto habitual de su especie.

Una vez u otra, cada vez menos a menudo, recordaba otra vez la gallina que se recortó contra el aire al borde del tejado, lista para anunciar. En estos momentos se le llenaban los pulmones con el aire poluido de la cocina y, si fuera dado a las hembras cantar, ella no cantaría pero se volvería mucho más contenta.

Aunque en estos instantes la expresión de su cabeza vacía se alterase, en la fuga, en el descanso, cuando parió o comiendo maíz era una cabeza de gallina, la misma que había sido diseñada en el principio de los siglos.

Hasta que un día la mataron, la comieron y se pasaron los años.

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0 Responses to “El cuento avícola de Clarice Lispector”

  1. carlos says :

    Buenas noches podrían decirme en que fecha fue publicado este cuento porfaVor?

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