Habla el príncipe, de Jan Peter Bremer
Sobre «Habla el príncipe» de Jan Peter Bremer. Editorial Andrés Bello.P. 96
La literatura no necesariamente se liga a contar historias. Al menos así se proclama por estos días en los que la metaliteratura ha alcanzado el frenesí y las novelas y narraciones que suelen tener inserta la autoconciencia de que son escritas se hacen al reconocimiento de los entendidos. Las facultades de letras están muy cómodas: pueden aplicar sus teorías con mayor naturalidad, sin las filigranas que debían hacerse antaño. Después, se organizan coloquios, seminarios, posgrados y departamentos de literatura con algún nombre que cobije las tesis hechas por varios doctores que aprobarán a otros doctorandos. Los libros que no se acomoden a alguna de esas teorías, se silencian (porque para tomarse el trabajo de hacerlos una burla deben tener, al menos, el respaldo de na gran cantidad de ventas o popularidad: Por eso siempre se habla mal de Mario Benedetti o de Paulo Coelho). O, con la subsiguiente apertura de nuevos puestos académicos en distintas instituciones, emergen conceptos como el de posliteratura.
Al mutismo ha ingresado «Habla el príncipe», libro traducido hace más de quince años por Pierre Jacomet y publicado por la editorial Andrés Bello. Escrito por el alemán Jan Peter Bremer, este volumen pudo haber tenido otro destino si los editores hubieran mencionado que el autor, así como consideraba su dios de la escritura a Kafka, se sentía deudor de Robert Walser, uno de los nombres más mencionados en los últimos años gracias a las constantes referencias que de él hace el catalán Enrique Vila-Matas.
«Habla el príncipe», en su primer párrafo ya «amenaza» con que va a ser una historia en la que ninguno de sus personajes es escritor o escribe algo distinto a documentos burocráticos:
Hoy llegó el nuevo administrador.
El Príncipe ya estaba vestido. Caminó hacia la ventana de su dormitorio y frente al castillo avistó a una moza descansando al sol, al borde del camino.
A medida que pasan las páginas ese narrador omnisciente comienza a evaporarse, dándole paso a diálogos cada vez más largos. Ya en el último apartado del volumen, que ocupa poco más de la mitad del mismo, no hay muchas intervenciones del narrador.
El motivo por el cual se desatan las charlas es que al castillo ha llegado un nuevo administrador; el príncipe es informado de ello a través de su mayordomo. Entonces surge una trama basada en las historias que el mayordomo le cuenta al príncipe y el Príncipe al mayordomo, justo antes de que el Príncipe salga de su cuarto. Finalmente, el monarca se encuentra con el nuevo administrador y comienzan a narrarse distintas historias entre ellos; son relatos cuyo elemento común es que ninguna parece ser veraz para el mundo en que se desarrollan
Cada uno de los personajes (El Príncipe, el administrador nuevo y el mayordomo), se convierten en cosas, en títeres de los otros porque sus historias son dichas y ellos son nombrados como piezas de un andamiaje carente de sentido. Cada uno termina sometido a lo que se dice de él y se lo cree. Ninguno puede contar con total seguridad su propia historia, siempre precisa del otro para que se la corrobore. Se entablan unas relaciones de dependencia que pueden terminar dejando al príncipe tirado en el suelo, clamando ayuda, o al administrador convertido en un nuevo mayordomo, sugiriendo un ciclo con vocación infinita en donde todos los días habrá de llegar un nuevo administrador que al final del día será mayordomo y, entonces, tendrán que recibir a otro funcionario a la mañana siguiente. Así pasa la vida; contándose las historias de algo que alguna vez ocurrió, dejando que el otro las altere hasta que algún día, afortunadamente, todos morirán y llegará el silencio.