El llanto de la pequeña maravilla
Los robots no lloran cuando se activan sus sistemas o muere su constructor o se quedan solos, encerrados en un armario, mientras sus dueños van a hacer compras navideñas. Los robots no lloran ni mueren. Tampoco envejecen. El crecimiento fue uno de los desafíos de los creadores de la serie «Small wonder o «La pequeña maravilla» o «Supervicky»; a medida que pasaba cada una de las cuatro temporadas, la niña robot se convertía en una adolescente. Todo comenzó a solucionarse con el llanto. Solo llora el que nace, crece, se reproduce y muere. Con las lágrimas de Vicky, ella se acercaba a un humano, a convertirse en la hermana de Jamie y a constituirse en un prospecto de mujer de clase media estadounidense.
Cuando Ted Lawson, el papá de Jamie y un empleado de United Robotronics, construye a la niña androide, no se explica la razón por la cual perpetró dicha máquina. Si fuera con fines económicos no hubiera guardado con tanto sigilo el secreto ni la familia se hubiese ocupado en enseñarle a la pequeña maravilla los comportamientos básicos para que parezca una niña más.
En las escenas aparentemente dóciles reflota algo inasible que genera una atmósfera de tensión propia de los silenciosos dramas de suburbio. Como muchas narraciones literarias y cinematográficas, el antes de la historia que aparece en la pantalla es desconocido para el espectador o lector. Los personajes aluden ese tiempo de manera tangencial. A excepción de Vicky, todos saben las razones por las que ella fue inventada. Vicky, en cualquier momento, podrá preguntarle a su inventor por qué la trajo a este mundo y él tendrá que explicarle que tenía que darle una compañía a su hijo. O que Joan, su esposa, necesitaba un electrodoméstico que le ayudara con los quehaceres de la casa.
Las lágrimas de Vicky la convirtieron en una máquina que llora. Desde ese momento, cada vez que ella sufría un cortocircuito y Ted abría una tapa ubicada en la espalda de la niña para revisar los chips, algo tan amenazante como la locura o la posesión demoníaca se cernía sobre la luminosa casa de Lawson.
La historia no solo se remite a preguntarnos por la condición de las máquinas propensas al llanto. Hay una interpelación al sistema de vida norteamericano: aparece un vecino de Ted, que también es jefe suyo en United Robotronics, llamado Brandon Brindle; es un tipo que ocasionalmente comete imbecilidades y, además, tiene una hija fastidiosa y enamorada de Jamie – el amor, en la serie, idiotiza al enamorado-. Brandon es el ideal platónico de los jefes incompetentes, de esos que pululan en una economía de mercado en donde, por más que se quiera hablar de competitividad, la obsecuencia y las relaciones aún dominan como en las viejas monarquías y sus compras de títulos nobiliarios. Esta serie se adelantó a la decepción generada por el sistema neoliberal experimentada en los noventa, y lo hizo cuando aún se libraba la guerra fría con los soviéticos y no había más remedio que exaltar lo estadounidense en oposición a la gris vida que había tras la cortina de hierro.
En «La pequeña maravilla» hubiese podido ocurrir un crimen como el de «Terciopelo azul». Quizá sucedió dos o tres cuadras más al norte de la casa de los Lawson y sus vecinos Brindle. Si en otro suburbio de esa misma época estaba escondido un extraterrestre, no es de extrañar que un inventor con una vida familiar aparentemente común, haya urdido una androide que llora y que parece estar condenada a crecer, reproducirse y morir.