A los treinta años de Blade Runner
A Equis Wilches lo despertaba, a las dos de la madrugada, un pensamiento: Atacar a su esposa con un hacha. Su mujer ensangrentada, envuelta en las sábanas que dos meses antes le obsequiaron unos amigos, terminaría arrojada en un riachuelo por el que sería arrastrada hasta llegar al mar. Su mujer a la deriva en el océano hasta hacerse comida de algún carnicero marino. Wilches no quería matarla, era algo que le dictaban de alguna parte; tenía insertado un programa en su cerebro que le ordenaba aniquilar a quienes vivían bajo su mismo techo. Equis, al asumirse como máquina, no tuvo más remedio que fugarse del potencial asesinato que cometería. Huyó con un computador portátil y una copia pirata de «Blade Runner», su película favorita.
En los cuartuchos de las pensiones donde no había wi-fi, Equis veía la película tres o cuatro veces diarias, después de llegar de los juzgados a donde iba como mensajero de una oficina de abogados. En las mañanas repetía las palabras que,con una paloma en la mano y bajo la lluvia, decía el replicante sin saber si le hablaba a Harrison Ford, a la nada o al todo:
Equis almorzaba solo. Si alguien lo acompañaba, el podía tirarse sobre la víctima y romperle la yugular con sus dientes mucho más filosos que los de cualquier humano. La gente huiría despavorida y él sería descubierto por las autoridades que cazan replicantes. Después de comer y antes de hacer caca en los baños del algún juzgado, caminaba por las calles llenas de oficinistas semidormidos, Wilches se metía en una librería y veía atlas con imágenes de los planetas del sistema solar y con los probables límites de la Vía Láctea. El hombre ni siquiera había pisado la luna. Las máquinas, sí. Neil Armstrong fue un replicante como Wilches, una máquina que tuvo programada desde su fabricación la locura… así le llaman a los pensamientos que llegan sin ser invocados.
Una tarde, mientras buscaba entre los estantes de la librería un volumen sobre Saturno, Wilches encontró «¿Sueñan los androides con Ovejas eléctricas?», abajo del título decía: «El libro en el que se basó Bladerunner». Wilches lo leyó esperando encontrar el mismo discurso del replicante de la película. No lo encontró. No comprendió por qué en el cine omitieron los animales artificiales del libro.
En internet encontró la última entrevista a Philip Dick, el autor del libro a quien la primera versión del guión le causó repudio:
Los guionistas y el estudio limpiaron mi novela de todas sus sutilezas y, con ello, lamentablemente, del significado. El significado se perdió en el guion adaptado. Quedó como simplemente una pelea entre un cazador de recompensas y unos androides. Entonces, al ver eso, comencé a imaginar un escenario: iría al sitio de filmación y sería presentado a Ridley Scott y Harrison Ford. Mis ojos serían tan grandes como platos soperos y estaría parado allí, completamente mareado, hipnotizado, mientras vería la filmación de una escena. Entonces, Harrison Ford diría: “¡Baja esa arma, androide, o pronto estarás muerto!”, y yo perdería el control. Saltaría sobre la consola de efectos especiales como una gacela, lo tomaría por el cuello y lo empezaría a golpear contra la pared. El estudio tendría que llamar a los guardias de seguridad y arrojarme una frazada encima antes de darme un fuerte calmante. Y yo estaría gritando: “¡Han destruido mi libro!”. Eso generaría una pequeña nota en el periódico: “Autor desconocido se vuelve loco en Hollywood. El set sufrió daños menores, los mayores los sufrió el propio autor”. Finalmente, me mandarían de vuelta a Orange County en una gran caja con pequeños agujeros para la respiración, como a un animal. Y yo seguiría gritando.
Esos días comencé a beber mucho whisky. Pasé de apenas un sorbo a un pequeño vaso y finalmente dos grandes vasos cada noche. Hace poco pasé un feriado con una fuerte hemorragia gastrointestinal. Y fue porque había estado bebiendo y tomando muchas aspirinas, y preocupándome constantemente por todo este maldito asunto. De verdad pensaba que Hollywood iba a matarme a control remoto.
Los pensamientos de Wilches también estaban dirigidos a control remoto. Alguien estaba interesado en que nadie se le acercara, en mantenerlo aislado de los humanos. Esa primera versión del guión se reelaboró. Entonces Philip K. Dick estuvo conforme:
No podía creer lo que estaba leyendo, era simplemente sensacional —era todavía el guion de Francher, pero milagrosamente transfigurado. Todo el asunto parecía haber rejuvenecido de manera fundamental. Después de leerlo, revisé la novela y me di cuenta de que ambos se refuerzan, de manera que si alguien empezó con el libro podrá disfrutar de la película, y si alguien comenzó por la película podrá sin problemas ir después a la novela. Me maravilló el que David Peoples —el nuevo guionista— pudiera hacer que funcionen algunas de las escenas complicadas del libro. Eso me enseñó algunas cosas sobre escribir que no había descubierto.
Wilches asumió que la película y el libro se complementaban. La paloma que tenía el replicante en la mano era artificial; los animales naturales eran un lujo que no podía estar en la calle. El vuelo de la paloma, el sonido de su aleteo, no era una emulación de la muerte del replicante sino la exaltación de vidas aparentemente artificiales. La vida de Equis persistiría.
Se dedicó a llevarle de comer a las palomas. Una de ellas le recibía de la palma de la mano. No pasó mucho tiempo para que el animal se parara sobre el hombro del replicante, como si él fuera un pirata venido de los cielos y ella fuera su consejera silenciosa.
Una tarde que semejó el apocalipsis, la plaza se tapizó de cadáveres de palomas. El obispo de la iglesia había ordenado el envenenamiento de los animales porque, con sus excrementos, estaban dañando la estructura de la catedral. Entre ellas cayó la que se colocaba en hombro de Wilches. El se fue a una cantina, se embriagó y no dejó de escuchar una canción cantada por otro replicante:
Wilches salió borracho. Cerró los ojos. La lluvia empapó su cara. Repitió las palabras del replicante. Ese instante era el justo para morir pero Wilches no murió.