RAÚL GÓMEZ JATTIN: ANHELO DE LIBERTAD E INFANCIA
Por: Udiluz Monsalve Muñoz
El presente artículo tiene como propósito aproximarse a la visión de la infancia en Retratos y Del amor, del poeta Raúl Gómez Jattin. La infancia estará ligada a la sexualidad, a la ensoñación; en la adultez será olvidada o incluso perdida. Veremos, entonces, cómo la infancia es una sola con la libertad, y cómo renace cada día en la adultez, etapa nostálgica de lo que alguna vez se vivió siendo un niño. La infancia se constituirá, sobre todo, en el pasado y el presente del hablante lírico.
(…) en nosotros, como un fuego olvidado,
siempre una infancia puede volver a despertar
Gastón Bachelard (La poética de la ensoñación)
En nuestra infancia fuimos verdaderamente libres, fuimos de un lado a otro sin restricción, nuestra vida fue ella misma una fábula, vivimos la ensoñación. Sin embargo, creemos que la infancia muere cuando crecemos y olvidamos que la infancia es eterna. Es eterna porque vive y revive en nosotros todos los días, en los más mínimos detalles, y despierta como un fuego olvidado, aunque creamos que éste está dormido. Para Raúl Gómez Jattin, escritor de Cereté (Córdoba), ser niño es ser libre, y en sus poemas de obras como Retratos (1980-1986) y Del amor (1982-1987), libertad e infancia se hacen una sola. Nuestro objetivo en este trabajo será dar cuenta de las diversas formas cómo se muestra la infancia en las obras mencionadas y cómo, en consecuencia, ésta se despliega en la adultez, haciendo de ella un estado de anhelación del mundo libre que la infancia conforma.
“Para forzar el pasado, cuando el olvido nos acorrala, los poetas nos invitan a reimaginar la infancia perdida”, nos dice Bachelard (1993, p.167); y es esto precisamente a lo que nos invita la obra poética de Raúl Gómez Jattin, a reimaginar nuestra infancia, a rememorarla, si se puede, a revivirla. Notaremos entonces que no sólo hay presencia de una “imagen arquetípica de la libertad” (Bustos Aguirre, 1997, p.141) en la poética de Gómez, sino que también hay una fuerte alusión al arquetipo de la infancia. Leer a Gómez Jattin significa, entre otras cosas, actualizar la vida primera, pues “un alma nunca es sorda a un valor de infancia. Por singular que sea el trazo evocado, si tiene el signo de la primitivez de la infancia, despierta en nosotros el arquetipo de la infancia” (Bacherlard, 1993, p.193). Este último, unido a la imagen arquetípica de la libertad, trae a nosotros juegos, cuentos, palabras, sueños, risas, y un sin número de vivencias que vuelven a ver la luz con la lectura de poetas como Raúl Gómez Jattin.
Infancia y libertad se unen en poemas como “Desencuentros” (Retratos, p.40): “Lo cierto es que el padre le habló en su niñez de/ libertad”; la libertad de la niñez se convierte en su característica esencial. En el siguiente verso “niño” pasa a ser un adjetivo que el hablante lírico explicita como “ser libre”: “Y me sorprendió tan niño. Tan entregado a él/ y tan libre a la vez” (“A Stendhal”, Del amor, p.114). En el amor homosexual del hablante lírico la niñez, entonces, pasa a ser un estado de libertad del placer: “Nos dimos un calor de huérfanos solitarios”.
Esta infancia ligada a la sexualidad abunda en la poética de Del amor; en “La gran metafísica es el amor” el niño disfruta de su sexualidad: “Nos íbamos a culear burras después del almuerzo/ Con esas arrecheras de los nueve años” (p.103). Una sexualidad que es inocente: “Pero íbamos a gozar el orgasmo/ más virgen. El orgasmo milagroso de cuatro niños/ y una burra”; la inocencia está dada en cuanto el niño no pierde su carácter de pureza, en este caso, llamada ‘virginidad’. Para el hablante lírico es una especie de “epifanía del orgasmo”, es decir, el orgasmo es un evento extraordinario, y así como un niño goza de jugar con otros niños, también es motivo de felicidad disfrutar el orgasmo con esos niños del juego: “Es hermosísimo ver a un amigo culear/ Verlo tan viril meterle su órgano niño/ en la hendidura estrecha del noble animal Pero/ profunda como una tinaja Y el resto del/ grupo se prepara gozoso Gozando el placer del otro”.
El sexo parece ser, entonces, un juego de niños que, como cualquier otro juego, es libre, sin restricciones, y a ese juego se integrarán, incluso, los animales del campo: la gallina, el gallo, la paloma, la cerda, la burra, entre otros: “¡Loco! Supersexo para mis seis años” (“…Donde duerme el doble sexo”, p.104). Para el hablante lírico el sexo no es un tabú, la práctica sexual deja atrás toda regla, toda norma, el sexo rompe toda clase de códigos, sin embargo, no pierde su transparencia: “Todo ese sexo limpio y puro como el amor/ entre el mundo y sí mismo (…)”.
La sexualidad de la infancia, desesperada y curiosa, se impone con fuerza en Del amor. Veamos dichos poemas: en “Polvos cartageneros” (p.135) el hablante lírico rememora esa época de infancia: “A los nueve años tenía una mujer de trece/ Caliente como perra en celo Aunque/ tenía cara de gata ¡No joda! ¡A los nueve!/ Hoy me asombro Pero entonces le echaba/ hasta dos polvos en la tarde”. También hay una insistencia de la virginidad de los niños, como ya vimos en “…Donde duerme el doble sexo”; así se puede notar en el caso de “Pero no me lo daba” (p. 143): “Le gustaba a esa virgen de diez años/ la sobada inter fémora y la besuqueada en la chácaras (…)”. Ese carácter de virginidad de los niños parece remitir a una inocencia, o una pureza, que muestra una sexualidad limpia y transparente. Para el hablante lírico, el sexo nunca será perversión ni impureza, sino una manifestación del amor: “La gran religión es la metafísica del sexo/ La arbitrariedad perfecta de su amor El amor/ que la origina La gran metafísica es el amor” (“La gran metafísica es el amor”, p.103).
Ahora bien, para el hablante lírico la infancia, y los recuerdos de ella, se convierten en un refugio para la soledad. Bachelard (1993, p.164) señala que “La cosmicidad de nuestra infancia permanece en nosotros, reapareciendo en nuestros ensueños en la soledad”, es en la soledad en la que añoramos volver a ser niños, vivir lo que vivimos siendo niños. En “La Soledad de Gómez Jattin” (p.127), precisamente, la respuesta a la soledad y la tristeza es hacer las cosas de la infancia “Ve y háblale de cuando lloró sin motivo/ O cuando de la risa se orinó en los calzones“. Reír hasta orinarse, llorar sin motivo, son acciones de la infancia que desligan al hablante lírico de su conflicto con la soledad. “O mejor recorre un campo y siembra un árbol/santuario/ O llévate cordel y una navaja/ y construye un barrilete y eleva con él tu soledad/ hasta las nubes”. Recorrer el campo, elevar una cometa, son recuerdos de infancia que rememora el hablante lírico, pues “El gran antes que volvemos a vivir soñando con nuestros recuerdos de infancia es el mundo de la primera vez” (Bachelard, 1997, p.179).
El hablante lírico también extrañará con nostalgia y con dolor su infancia: “Descifro mi dolor con la poesía/ y el resultado es especialmente doloroso/ voces que anuncian: ahí vienen tus angustias/ voces quebradas: pasaron ya tus días” (“De lo que soy”, p.131). La infancia pasó y duele, ahora el hablante lírico vive en la angustia y el sufrimiento, pero aun sobreviven los recuerdos de la infancia. Así queda plasmado en Retratos, en el poema “Memoria” (p.40): “Más allá de la muerte y sus desolaciones/ que perviven intactas como la misma vida/ hay un sol habitado de palomas y árboles/ que guarda tu futuro en mitad de mi infancia”. Para Bachelard (1993, p.155) “Nuestra adhesión a la belleza primera fue tan fuerte que si la ensoñación nos devuelve a nuestros más queridos recuerdos, el mundo actual resulta totalmente descolorido”.
El momento de más sufrimiento para el hablante lírico lo constituirá el tránsito de la adolescencia a la adultez, pues en la adultez teme perder toda conexión con lo que fue cuando niño, y ser adolescente significa, entonces, asumir, que poco a poco, tendrás que someterte a “los hábitos poco felices” de los adultos: “ (…) Su esencia/ íntima la del adolescente eterno que habita/ la ilusión del poeta y su locura de alcanzarlo/ en su pleno tránsito fugaz hacia la madurez/ familiar a los hábitos poco felices” (“Príncipe del Valle del Sinú”, Del amor, p.129). Bachelard (1993, p.150) lo resume en pocas palabras cuando afirma que: “La infancia conoce la desdicha gracias a los hombres”. Desde que el niño es obligado a crecer, a ser sujeto social, sus ensoñaciones empiezan a ser mermadas, hasta que el niño olvida que es niño; en consecuencia, el hombre adulto olvida lo que fue su infancia: “Como si tú mi primo enamorado y tierno/ de repente hayas decidido abandonar donde te/ encuentres/ todo aquello sentido y ocultado/ (Tal un corazón dentro de otro)/ bajo el limonero que aniquiló un invierno/ y que recuerdo tan vívido como tus besos” (Entre primos, Del amor, p.137).
Esta infancia destruida por las imposiciones sociales también se puede observar en “Pueblerinos” (Retratos, p.62): “Frente al mar olvidaba aquellos hombres rudos/ mensajeros de un mal que hoy me parece triste/ Autoridades fieras del poder de los otros/ Agresores gratuitos del niño que yo era”. El hombre adulto es el agresor de la niñez, de la vida imaginada que sueña la infancia, pues se quiere hacer de los niños pequeños hombres, sometidos a obligaciones que no les competen.
Desde que un niño ha alcanzado “la edad de la razón”, desde que pierde su derecho absoluto a imaginar el mundo, la madre considera un deber, como todos los educadores, enseñarle a ser objetivo, objetivo de la simple manera en que los adultos se creen “objetivos”. Se le atiborra de sociabilidad. Se le prepara para su vida de hombre dentro del ideal de los hombres estabilizados. Se le instruye también en la historia de la familia. Se le transmiten la mayoría de los recuerdos de su primera infancia, toda una historia que el niño sabrá contar para siempre. La pasta que es la infancia es puesta en el molde para que el niño siga adecuadamente la continuación de la vida de los demás. (Bachelard, 1997, p.162-163)
Como lo expresa el hablante lírico, “Altanera multitud que quería imponerme/ una verdad no hecha a mi ser ni medida” (“Pueblerinos”, p.62), una verdad que se asume como la verdad absoluta, la razón debe primar sobre la imaginación, incluso en los niños, en los seres de la fábula. Para el hablante lírico, entonces, al negársele su infancia, se le niega su alma, y no será la luz, sino la oscuridad la que constituya el ser de los niños que no los dejaron ser niños: “Junto al mar me consuelo y recuerdo sus ojos/ Padres e hijos son calcomanías oscuras/ de ese mal que no cura pero tampoco mata/ de ser hombres de río con el alma negada”.
La infancia olvidada se convierte en el no reconocimiento del pasado, y habrá una contraposición entre el pasado y el presente, de lo que el niño fue antes y lo que el hombre es ahora (¿o no es?): “Anteayer/ un muchachote simpático y casi inteligente/ (…) Psiquiatra hoy él se olvido de su pasado” (“La imaginación: la loca de la casa”, Retratos, p.60). No sólo se olvidó de su pasado, sino que además, se reafirma en la adultez que la sociedad le ha impuesto, y cree en ella “y contra lo distinto levanta su bastión”. Ahora es el hombre que organiza a otros pequeños hombres, y de “Nada valen las mariposas/ que atrapó en su niñez/ -Ante su estolidez informada-/ ni las burritas tiernas/ de vellón sedoso/ y crica estrecha/ ni las iguanas de Febrero/ ni el río de limo somnoliento”. Hoy, ese hombre que ahora es un profesional, “Un alma convencional por supuesto/ Un alma sostenida/ en las verdades más difundidas”, hoy “El Psiquiatra está solo”.
De igual forma se critica en “A una vecina de buena familia” (Retratos, p.46); el mismo título es una crítica, muy del “tuerto López”, a la burguesía y la sociedad que se dice ser tal: “Lo más probable/ es que seas como los otros/ ignorante y mentirosa/ No aquella que pobló mi infancia”. La niña es ahora una adulta, y al hablante lírico le asombra no reconocer el ser que en ella habitaba antes, “Querida/ Cómo estás de cambiada”, ya no es la misma niña, “No aquella de luciérnagas en los ojos”, pues, “Lo más natural es que seas como ellos/ indolente y malvada”, ahora es una adulta “adulterada”. Como nos explica Rómulo Bustos (1997, p.147): “Lo “natural” en el movimiento transformatorio de infancia a la adultez –que es en verdad una adult-eración– deviene corrupción, antinaturalidad, traición a la naturaleza, infamación en la máscara social”
Esa adultez se constituirá en el “paisaje moral” que degrada la infancia: “Cuánta congoja agazapada/ llevas Eusebio/ El paisaje moral/ de tus contemporáneos/ te afectó como una lepra blanca” (Consolación, Retratos, p.41). La pregunta que nos toca hacernos ahora, y que nos hace Bachelard (1993, p.187) es: “¿Será que el niño que subsiste en nosotros permanece bajo el signo de la infancia prohibida?”; más allá de las restricciones de los códigos sociales, se encuentra un niño cuya infancia sólo estuvo llena de prohibiciones. Raúl Gómez Jattin ya se respondió a esa pregunta. En los poemas que hemos visto es explícita una nostalgia de la infancia que se ha perdido, y de la ensoñación que el adulto prohíbe y oscurece en los niños. Pero ahora el autor nos mostrará, en los poemas que veremos a continuación, que la infancia no se ha perdido del todo, y que en cualquier momento vuelve a surgir, sin que nos demos cuenta. Es lo que vemos como el retorno de la infancia.
Mientras que Del amor se fundamenta en el niño y su gozo sexual, su libertad, en Retratos abunda la nostalgia, la tristeza por la infancia perdida, pero sobre todo, el retorno de la infancia en la adultez. En “El Leopardo” (p.58), la infancia se manifiesta como una fuerza que proviene de la oscuridad, esa oscuridad con que la adultez ha opacado dicha infancia: “Como fuerza de monte/ en un rincón oscuro/ la infancia nos acecha”, y la infancia se asoma porque ha permanecido escondida en Martha Cristina Isabel, “Así el leopardo – Martha Cristina Isabel-/ El leopardo que se asoma por tus ojos/ ha saltado derrumbando años/ y sobre mi niñez –de bruces- me ha derribado”. El verso parece mostrarse ambiguo, pues, el leopardo salta de los ojos de Martha Cristina, pero a la vez, parece ser ella misma la infancia, o una representación de ella.
“Hay ensoñaciones de infancia que surgen con el brillo de un fuego” (Bachelard, 1993, p.151), que surgen en el instante como si se asomara de la hendija de un umbral. Para Gómez Jattin, incluso, la infancia se asoma al oler un perfume: “En el aire un acre olor de mariposas/ como un perfume que vuela de la infancia a este/ instante/ atrae milagrosamente aquél jardín de luna (…)” (Entre primos, Del amor, p.137). Respecto a esto Bachelard (1993, p.216-217) nos dice que “Cuando, al leer a los poetas, se descubre que toda una infancia está evocada por el recuerdo de un perfume aislado, se comprende que el olor en la infancia es, en la vida, si puede decirse así, un detalle inmenso”. En otras palabras, “Unida a sus recuerdos de olor, una infancia huele bien” (Bachelard, 1993, p.215).
Cuando la infancia retorna quiere ser retenida por el hablante lírico. “Se retrotrae y detiene el tiempo de la infancia y con él, la amistad, el amor” (Ferrer, 2006, p.219). En “A una amiga de infancia” (Retratos, p.56), el recuerdo de Rosalba viene y se retiene en el recuerdo: “Vienes en el viento/ Rosa alba de mi niñez/ Desde muy lejos”. La retención del recuerdo hace real a Rosalba, “Rosalba/ tan presente”. Se retiene también el amor de Rosalba hacia el hablante lírico niño; “niño” ahora es adjetivo que alude a la eternidad: “Tú me quisiste cuando niño/ y eso quiere decir para siempre”. (p.57). La infancia, entonces, es eterna, porque siempre vivirá en el recuerdo y en la memoria del hablante lírico.
“Retener la infancia en el retrato, revivirla en el recuerdo, el hablante lírico encuentra en ella el locus y el tempus amoenus, por ello es el lapso que más reitera en sus poemas” (Ferrer, 2006, p. 219). Volver a la infancia es para el hablante lírico, volver a la felicidad, a la libertad, por eso la infancia será reiterada constantemente, como refugio de la soledad, de forma nostálgica, ligada a la sexualidad, al instante fugaz, a los olores, a romper las normas sociales y prohibitivas de la misma infancia. “La infancia sigue siendo en nosotros un principio de vida profunda, de vida siempre acordada a las posibilidades de recomenzar” (Bachelard, 1993, p.189), recordamos la infancia para rememorar como éramos antes, incluso, como éramos verdaderamente. La infancia es pasado, pero a la vez, aspiración al futuro: “Una gran paradoja se enlaza con nuestras ensoñaciones hacia la infancia: ese pasado muerto tiene en nosotros un futuro, el futuro de sus imágenes vivas, el futuro de ensueño que se abre delante de toda imagen recuperada” (Bachelard, 1993, p.170). Por esto, para Raúl Gómez Jattin, el pasado es presente y futuro, la infancia es la libertad anhelada: “Hoy te digo que creo en el pasado/ como punto de llegada” (El leopardo, Retratos, p.58).
Raúl Gómez Jattin en el III Festival Internacional de Poesía de Medellín.
BIBLIOGRAFÍA
Bachelard, Gastón. (1993). La poética de la ensoñación. Colombia: Fondo de Cultura Económica
Bustos Aguirre, Rómulo. (1997). Raúl Gómez Jattin: El resplandor ético de la palabra obscena. En Historia y cultura: Revista de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Cartagena. Nº 5, 141-153. Medellín: Editorial Lealon.
Gómez Jattin, Raúl. (1997). Poesía 1980-1989. Colombia: Editorial Norma
Ferrer, Gabriel. (2006). Poética e identidad en Raúl Gómez Jattin. En Cuadernos de literatura del Caribe e Hispanoamérica: Poéticas e identidad en la poesía del Caribe Colombiano del siglo XX, Nº 3, 201-226. Barranquilla: Universidad del Atlántico
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