Smoke: historia de la ciudad a través de la fotografía.
Reseña de Wanda Uribe Villa
Smoke, la película, cuyo guión pertenece al reconocido escritor Paul Auster, se desarrolla en la gran ciudad de New York, una ciudad emblemática porque si no pasa algo allí, entonces no pasa en el resto del mundo. Es además reconocida por sus millares de habitantes como una ciudad llena de historias, que todo el tiempo se intercambian una con otra, haciendo la historia general de la ciudad, una historia rica en versiones en las que todas armonizan para presentar el monstruo que representa New York City para todo el mundo. Similar a la historia de New York, es la historia de la fotografía que nos menciona Walter Benjamin en “Breve historia de la fotografía”. Son diferentes formas, diferentes caminos que se toman para un mismo fin que no llega a ser el mismo para todos, sino que cada uno, emplea una técnica diferente, para un resultado asimismo tan extraordinario como su proceso, en el caso de las historias que se desarrollan en la ciudad, cada persona tiene un modo de ver la ciudad que a su vez convierte su historia dentro de esta extraordinaria.
Así como Berenice Abbot descubre a Eugene Atget, un fotógrafo anónimo, que fotografía la cotidianidad de su ciudad sin darse cuenta de que lo que está haciendo es uno de los mayores aportes a la fotografía: la fotografía de postal. Con estas fotografías emblemáticas de una ciudad, está creando su ciudad a través de fotos y cuenta la historia de ésta a través del método que en principio no fue considerado arte sino un servidor de éste, entonces creó piezas de arte a partir de la vida de su ciudad y la consideró digna de fotografiar inmortalizándola a través de su obra. De la misma manera Paul, el personaje de Smoke , descubre a Auggie, que, casualmente está desarrollando una de las doctrinas que se utilizan mucho en la fotografía contemporánea: la toma de fotografías a un mismo objeto/sujeto en diversos momentos, creando un álbum personalizado de aquella cosa o persona. También Auggie hace de su ciudad una historia, presta la historia de esa esquina y la convierte en un emblema, en algo digno de fotografiar, convierte el lugar en el que pasa todo el mundo todo el tiempo, en un lugar digno de pertenecer a un recuerdo, a una foto, y asimismo, de pertenecer a alguien, como cuando Paul reconoce en una de sus fotografías a su ex esposa muerta, la recuerda a través de la fotografía de Auggie y se siente dueño de esta al evocar un recuerdo que es solamente suyo pero que ahora debe compartir con su amigo pues este también compartió su pertenencia, su foto, su recuerdo, con él. Es entonces la fotografía un método para hacer de los recuerdos algo propio, crea nostalgia e inmortaliza momentos que tal vez pueden ser irrelevantes en el recuerdo pero que al pasar por el filtro de convertirse en una imagen, tienden a convertirse en momentos históricos, se verifica su existencia a través de la historia y así se acumulen, crean un imaginario de lo que pasó en un lugar determinado.
La guerra de Troya según Alejo Carpentier
El célebre Alejo Carpentier, también hizo una versión de la guerra de Troya. La narra en su relato «Semejante a la noche», a través de un soldado que se apresta a ir a la lucha. Este es el extracto preciso en el que surge otra historia con respecto a las causas de dicha refriega cantada por los fundadores de lo que ha terminado llamándose literatura occidental:
Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refocilaba en el lecho de Paris sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el asentimiento de Menelao. En realidad, detrás de la empresa que se escudaba con tan elevados propósitos, había muchos negocios que en nada beneficiarían a los combatientes de poco más o menos. Se trataba sobre todo- afirmaba el viejo soldado- de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros, y de abrirse nuevos caminos hacia las gentes asiáticas, amantes de trueques, acabándose de una vez con la competencia troyana. La nave, demasiado cargada de harina y de hombres, bogaba despacio. Contemplé largamente las casas de mi pueblo, a las que el sol daba de frente. Tenía ganas de llorar. Me quité el casco y oculté mis ojos tras de las crines enhiestas de la cimera que tanto trabajo me hubiera costado redondear- a semejanza de las cimeras magníficas de quienes podían encargar sus equipos de guerra a los artesanos de gran estilo, y que, por cierto, viajaban en la nave más velera y de mayor eslora.
Tomado de «Guerra del tiempo», P. 44-45, editorial Alianza.
Baudelaire, Pasteur y la sífilis
El escritor uruguayo Felipe Polleri, nos relata esta escena donde los vagabundos de las calles parisinas nacidos con la modernidad no son, exclusivamente, seres humanos; los microbios, virus y demás entidades que no vemos, también forman parte de ese nuevo paisaje donde el llanto luminoso y la conjuntivitis pueden terminar discerniéndose:
El microbio de la sífilis, aunque Pasteur todavía no había descubierto los microbios y la luz eléctrica (y la ciudad se alumbraba con faroles de gas que le daban a Notre Dame ese aspecto misterioso y amenazador, con sus torres almenadas y sus gárgolas de hocicos bestiales, asquerosos) se paseaba con Baudelaire en un carruaje tirado por un caballo flaco y tembloroso, un caballo típicamente parisino, por las calles del París nocturno. El microbio de la sífilis también se paseaba con las rameras que, enseñando los pechos desnudos, iban de un farol a gas, ese otro gran invento de Pasteur, a otro en busca del primer cliente de la noche. El microbio de la sífilis, negro y filiforme, se paseaba de un cuerpo a otro, ya a la sombra de Notre Dame, ya en los rincones más oscuros de la Calle de la Sífilis, por la que Baudelaire esa noche estaba paseando, y paseando al microbio de la sífilis, en busca de una muchacha a la que había conocido en uno de los más lujos burdeles parisinos, el de Madame X, hasta que las manchas negras de la sífilis expulsaron a la muchacha a la Calle de la Sífilis.
Era una muchacha, de cabello castaño y ojos dorados, de unos 16 años, de rostro pequeño y delicado, pero dueña de un cuerpo extraordinariamente opulento y blanco como la leche. Baudelaire, finalmente, vio los enormes pechos al descubierto, todavía sin manchas, el vestido andrajoso, los pies descalzos, las manos sucias, la cara golpeada por un cliente brutal, los ojos dorados y húmedos, a causa del llanto (o, todavía Pasteur no había descubierto los microbios, al microbio de la conjuntivitis).
Tomado de «Gran ensayo sobre Baudelaire (una novela histórica)». P. 59 . HUM editor, 2007
Primer crimen de odio contra un cyborg en un McDonald’s parisino
Tal parece que, al menos para los cyborgs, París no es la idealizada ciudad del amor que nos quieren pintar en cintas como «Paris, Je T’aime» o «Medianoche en París».
Steve Mann es un investigador canadiense reconocido por ser uno de los pioneros de la computación «vestible» y ha trabajado durante varios años en adelantos con Realidad Aumentada. Desde hace aproximadamente 34 años siempre ha llevado un sistema computarizado de visión y es el inventor de eyetap, una tecnología que usa a diario. También se le reconoce por acuñar el término «sousveillance» , que se refiere al hecho de grabar una actividad usando tecnología personal portátil o vestible. (Este tipo de tecnología ha servido de inspiración al escritor de Ciencia Ficción David Brin en su novela Tierra).
El primero de julio, Steve Mann se encontraba con su familia disfrutando las vacaciones de verano en París, aprovechando la oportunidad para familiarizar a sus hijos con el lenguaje francés que estaban aprendiendo en la escuela y, como buenos turistas norteamericanos que se respeten, quisieron ir al McDonald’s a comer. Allí, mientras hacían la fila para hacer su orden, Steve fue parado por una persona que se presentó como un trabajador del restaurante que le preguntó por sus gafas. Este fue el único establecimiento en París en el que le preguntaron al investigador por sus gafas, pero él presentó la carta de su médico que le ordenaba las gafas y fue aceptado como cliente, momentáneamente. Read More…