El modo mismo de tramarlo o anotaciones sueltas a propósito del relato

Por Daniel Maldonado

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I

Un principio. Lo que abre o inaugura. Un comienzo, el de una narración. Conviene, inquietud natural, sopesar la pertinencia del uso que aquí se hace de la palabra comienzo. El principio o lo que empieza, diríase. El principio o la ética. ¿Implica el término mencionado sólo un punto de partida, germen de un flujo verbal por venir? La palabra principio supone, también, una ocasión, una más bien de acento ético, para dar cuenta de lo que no es sino un asunto de toma de decisiones, incluso de escala de valores. ¿No prevalecen acaso en quien emprende la escritura de un relato, en quien pone en marcha su confección, principios que se estiman fundamentales? La duda nomás contribuye a agudizar la zozobra. Puede que no sea procedente hablar de principios. Pero basta con que exista uno solo para que esa otra fabulación, el sentido, adquiera la tesitura anhelada, la forma –uno no deja de soñar– pretendidamente última. Principio, sentido y narración.

Entonces, de nuevo. En el principio, aunque cueste trabajo reconocerlo, estuvo el principio, la ética del escribiente, ese payaso que consideró pertinente servirse de la pluma y el papel –instrumentos de la consignación– para urdir una forma en la que estuviese contenida una vida, la existencia atravesada de historias, al paso, recogidas. Lo que se pepena. Voces, anécdotas, cadencias incodificables, narraciones. Lo que se instala en el corazón y en la memoria del que escribe son, sí, los decires de los otros: vidas ajenas vueltas signo. [A veces la prepotencia no deja de inmiscuirse en la labor diaria, de filtrarse hasta el tuétano en la voluntad de uno. Reconocimiento a fortiori: también lo que se inscribe en mi interior no es sino el conjunto de sucesos que componen la vida experienciada –materia susceptible de transformarse en futura narración.]

Hablemos del desplazamiento evidente; el que conduce, condujo alguna vez, de la oralidad a la escritura. No hace falta tratar con profusión este asunto para dilapidar, hasta aquí, la cuestión tratada. El desplazamiento al que se alude arroja más luz sobre lo evidente: en el principio fue el verbo. Y el verbo era Dios y con él –o tras él– sobrevino el mundo, su saturación de asombros. Pero una vez que aparecen sobre el papel estas palabras; una vez inscritas sobre este cuaderno –soporte de la escritura que no es sino acto– reaparece la inquietud, la duda que deviene escozor, una incomodidad plena que se desprende del repaso veloz de las últimas líneas que, ya consignadas, delinean –si se quiere de manera imprecisa– los contornos de una pregunta: ¿no es el verbo que es palabra que es mythos y que es logos y que es Dios un principio ético en toda regla?

 

II

El principio supone una suerte de apertura, surco abierto en la tierra en cuyo seno mora la semilla de lo que habrá de eclosionar luego. Lo que se pone en marcha, como si antes de semejante acto no hubiese habido nada –tal vez un páramo agreste o una espesura indomable–, es un comienzo: el comienzo de un relato. Mas al tiempo en que ocurre semejante despliegue aparece, de nuevo, para orientarlo, para conducirlo –por lo menos apriorísticamente– por los meandros de una narración en potencia, ausente de forma y, por ello, de sentido, el principio: una directriz que es en todo caso una especie de rasero.

Los principios se fundan, o al menos así pareciera que tiene que plantearse la cuestión, con la intención de configurar una urdimbre capaz de habilitar –o de preparar de plano– la emergencia de la inteligibilidad. Se trata, en fin, de un trabajo de concepción, de escritura, de creación en suma encaminado a imprimir por vía de caracteres sobre el soporte de turno –estas páginas, hojas de cuaderno, por ejemplo– un perfil.

Lo que discurre, lo que se va fijando a través de signos –a medida que el acto de la consignación avanza– no es sino una existencia. Poco importa o nada importa si se trata de una atravesada por los acaeceres extraordinarios, por la intensidad que se desprende de quien ha concebido que la vida cobra relevancia al someterla a los vaivenes de la aventura: hijo malogrado de Ulises. Tampoco importa si la existencia en cuestión no ha sido contaminada por este tipo de experiencias, acaso risibles, o si ha estado pautada por la quietud, por la calma extremas que son propias, casi que valores sagrados, de quienes asumen el correr riesgos, el someterse a los caprichos del andar aventurero, como gestos que dan cuenta de la más honda imbecilidad. El sentido no descansa en el desplazamiento intenso a través de geografías agrestes y extrañas que ejecuta la entidad ávida de vivenciar el afuera, ni tampoco en la quietud que se quiere prueba última de la solidez mental y espiritual de quien sólo recorre con insistencia pasmosa los laberintos múltiples de su propia entraña. Por tal razón es que poco o más bien nada importa el que se halla vivido mucho y ferozmente o poco y sumido en la más pasmosa pasividad. En última –y también, o sobre todo, en primera– instancia importa decir. Y más aún: hallar no un modelo, no un formato, sino una sustancia en la que esa otra sustancia que es el lenguaje posibilite la confección de un relato en el que la intensidad de la aventura emprendida por un demente deseoso de trasegar dominios ignotos o la calma plena experimentada por quien elige nunca trasponer las fronteras del terruño, la Ítaca privada, se conviertan en vidas contadas, no por ficcionales menos verdaderas.

 

III

La verdad se encuentra en el principio. El principio supone una verdad. Imagen que es ejemplo: una serpiente que se muerde la cola cristaliza la aparente paradoja. El comienzo sugiere por lo menos la posibilidad de configurar una suerte de verdad. No es un secreto que los prestidigitadores de la palabra hablan y no se cansan de hacerlo de la verdad del relato, de la verdad que pareciera ser consustancial al acto mismo de narrar: aquel que consiste –se intuye– en ir construyendo, concatenadamente y a través de caracteres [(a) + (b) + (c)], lo que amén de verdadero, resulta valioso.

Cuando se narra, cuando se empieza a narrar, el principio se erige en puerta de entrada a –al tiempo que en piedra de toque de– una verdad postrera que habrá de ser en la medida en que la narración, también, sea. Cierto es que podría considerarse que entre las palabras verdad y principio existe un nexo. Más aún. Podría hablarse en términos de relación simbiótica: un principio, a fin de cuentas, entraña una verdad –¿la de quien, al narrar, enarbola o defiende el principio que la misma narración, al desplegarse o al ocurrir, exhibe?– y la verdad no es sino una categoría pautada por el derrotero de un principio determinado. De lo anterior se colige que la verdad y el principio, unidos como están, conducen, pautan, operan. Signan. Sentido, verdad y narración.

Nada de esto tiene que estimarse como irrefutable. En realidad, hay que tener presente que el vínculo –sólo en apariencia irrompible– que articula la relación que sostienen el principio y la verdad es producto de un artificio. Su índole artificial no lo vuelve, empero, insustancial o, en última instancia, inauténtico. La aparente condición falsa de esta relación esconde, cosa curiosa, el secreto que es más bien la clave del acto de narrar. Ya se ha dicho –y esto se sabe desde que la entidad humana se sirvió de la palabra para, primero, hacer del mundo un lienzo atravesado por la noción de inteligibilidad y, segundo, con la finalidad acaso nociva de ejercer control sobre él–: la palabra que es verbo se halla en el comienzo y esto, especie de revelación anhelada, se hace efectivo a través de su ejecución narrativa. La clave, el secreto, el principio y, aún, el sentido y la verdad del relato se cifran, ¿podía ser de otra manera?, en el modo mismo de tramarlo.

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