“No seduce todo lo que se revela”. A propósito de El diario De la Riva. Por Daniel Maldonado
Son legión los escritores que incurrieron –que siguen incurriendo– en la manía de registrar sus acaeceres más o menos cotidianos. Figuras como Pavese, Woolf, Piglia o Pitol no sólo escribieron diarios, esas bitácoras en las que consignaron aquello que se les antojaba pertinente, sino que hicieron de esa variante intimista de la narración un ejemplo preclaro de la experimentación formal.
Es en esta especie de naturaleza bicéfala del diario (testimonio puntual de lo experimentado regularmente al tiempo que laboratorio en el que es rasgo constante el juego con formas narrativas diversas) en donde podría descansar, también, su condición de interrogante. ¿Cómo narrar, cómo dar cuenta de aquello que, quizá por valioso o por pretendidamente inaprensible, se vuelve difícil cifrar en palabras? O, en última instancia, ¿qué detona la escritura de un diario –qué detona, sin más, el acto de la escritura?
A veces la ingenuidad se empeña en inmiscuirse en la propia actividad creativa. ¿Qué es lo que se narra? ¿Acaso los hitos que configuran –que van configurando– la propia trayectoria existencial? Puede que lo que se narre, así sea insulso o anodino, represente el lado menos nocivo de eso que se entiende como realidad. Hipótesis: el resultado de la escritura de un diario –o, en todo caso, del acto creativo– es justamente una forma, un modo de narrar. Un modo, en fin, de estar –e incluso de incidir, por vía de la palabra– en el mundo.
El diario De la Riva (Coneculta, 2001), novela, podría entenderse como un ejercicio encaminado a reflexionar sobre este conjunto de interrogantes. Su autor, José Martínez Torres (Ciudad de México, 1955), se hace eco de algunos de los elementos que configuran esta modalidad narrativa. En El diario De la Riva prevalece un tono intimista que se conjuga de manera notable con notas sarcásticas (cuando no decididamente cínicas) a propósito de las relaciones de pareja, del ámbito laboral, de las acciones minúsculas y cotidianas. Ariel, protagonista y autor del diario, lleva registro puntual de sus paseos, deseos y digresiones. En su deambular cotidiano por los ámbitos crepusculares (la biblioteca del colegio Santa María, la librería de Isaac Lancovivh, el bar del Nicho, el Café Danubio) de una ciudad suspendida en un tiempo que parece no avanzar, entra en contacto permanente con entidades fantasmales (Lidia, Rosi, Álvarez, Angulo) que le devuelven, como espejos turbios, los contornos imprecisos de su propio vacío.
Antes dije que se emprende la escritura de un diario por el prurito de ensayar una forma de decir-se. Pero puede que lo que se encuentre detrás, o en el principio, de la escritura no sea sino el deseo de construir una ficción: la del sentido. Ariel asume el caos inherente a la vida menos como imponderable que como un enemigo al que es necesario oponer, justamente, la noción de inteligibilidad: “En general –sostiene– no me basta con decir qué curioso y hacer a un lado el azar. Un hecho fortuito es una geometría para la que tengo que prepararme hasta lograr comprender (22).” Especie de detective improvisado, además de aspirante a escritor, Ariel se empeña en recoger aparentes minucias que, al ser vertidas en su cuaderno, adquieren el estatus de epifanía: lo que ocurre allende las fronteras de la página es el horror vacui.
Ante lo anodino de una existencia estancada, una que se encuentra a caballo entre la rutina que se desprende de un anhelo (¿inconsciente?) por incurrir en el desbarrancamiento y el afán de cuño derrotista por dejarse constreñir por aquello que supone una evidencia más o menos trágica –la vida misma no ofrece más que horizontes cancelados–, sólo la emergencia de una figura convertida en musa por la imaginación del propio Ariel –Marcela María de la Riva Osorno–, habrá de instalar en sus periplos cotidianos la fantasía del sentido. Pero el sentido, de nuevo, es más bien una hechura, el resultado de una práctica en la que Ariel concentra todos sus afanes: “Me hallaba en el tránsito incierto en el que cada quien se sabe útil para hacer bien una sola cosa, escribir, en mi caso” (12).
Lo que Ariel registra por medio de sus anotaciones diarias es menos una cosa dada (la existencia, la realidad) que un acto de creación: a través de la escritura, la vida –su flujo cotidiano y en principio inabarcable– se convierte en pretexto para narrar.
Más que los remanentes de un tema tabú –la relación indebida, cuando no criminal, entre un viejo profesor de filosofía y una adolescente, como en Lodo de Fadanelli, o entre un hombre maduro y una nínfula, como en Lolita de Nabokov–, lo que palpita en la novela de Martínez es una suerte de testimonio: el de un narrador que se sirve de una una lengua que no sólo da cuenta del desencanto y del hastío, sino que se compone de uno y otro. No es casual, así pues, que sea Chandler uno de los escritores que lee Ariel. Igual que Phillip Marlowe, Ariel choca permanentemente con una realidad ante la cual no existe capitulación posible. Como Marlowe, también Ariel, ante lo insulso de su entorno, asume una actitud desencantada, cínica. Pero es también en la prosa de Martínez –en los diálogos cortos, secos, contundentes– en donde se halla presente la impronta de Chandler: “–¿Oyó ruidos? / –No. / –¿Vio algo? / –¿Usted vio algo? / –Pero es que yo no cuento: yo ya hasta me acostumbré” (57).
Colofón. En algún pasaje de la novela Ariel pronuncia una especie de máxima (fruto posible del encuentro con un saber arcano): “no seduce todo lo que se revela”. Los días cotidianos no seducen, en su tiránica transparencia, en su impiadoso empuje aséptico, nomás por imponerse. El diario De la Riva se quiere empeño por hacer visibles los cauces secretos, los pliegues íntimos, de esa patraña que sólo por abulia se sigue asumiendo como lo real.