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Cuaderno de Innsbruck (CONECULTA, 2020), de Gustavo Ruiz Pascacio

Por Andrés Felipe Escovar

 

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En el prólogo de Cuaderno de Innsbruck, Luis Arturo Guichard- además de plantear una perspectiva de la lectura de la poesía y de su escritura- afirma que “lo realmente importante son las sensaciones físicas del viaje” del poeta Ruiz Pascacio en Europa (2020: 9). En este viaje, las ciudades se desdoblan hasta evaporar el lugar cierto que se les adjudica.

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El espacio: “Cierto lugar de Europa”. En esa concreción asoma la posibilidad de cualquier lugar; el poema acerca a lo cierto con cualquiera o algún deíctico.

Y en lo cierto, lo cualquiera o alguno, se asoma un espacio íntimo esquivo a las cláusulas intimistas.

El asomo de la concreción es aquel relámpago vislumbrado, en el prólogo, por Luis Arturo Guichard:

El libro de poesía es una hendidura que se convierte en un abismo según se adentra en él           el lector, una ruptura de la realidad cotidiana que muestra caras desconocidas de uno mismo y de los otros, pero también una continuación de esa realidad: como el relámpago, es un latigazo que cruza nuestro espacio y se disipa (Ruiz, 2020: 8).

Cierto lugar es cualquier lugar, pero siempre es.

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El poeta pisa cierto suelo de la tierra llamado Europa, mira hacia arriba y, en ese acto, encuentra significados que apenas se deslizan en las palabras sin agotarse:

Hay una belleza predicando en el firmamento… (Ruiz, 2020: 21).

El espacio celeste se llama Europa. El poeta no nació bajo ese cielo; a su mirada la precede un viaje trasatlántico. Cuaderno de Innsbruck está escrito con la mirada dirigida a un firmamento donde discurren “fugaces siluetas”, “altas, como sus árboles que combaten en leyendas de boca en boca” (2020, Ruiz:19).

Así como en Innsbruck, en París y Salamanca se concibe la intimidad de unos espacios donde el cielo apenas es un reflejo. Cuando el poeta discurre en ellos, como los contornos que cruzan el firmamento, aparecen las palabras y, con ellas, el hálito del poema.

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Ese firmamento europeo convoca la presencia de lo que quedó allende el atlántico: cuando el poeta levanta la mirada, la lengua que la atraviesa es un eco de las palabras dichas al otro lado del océano; las ciudades europeas se yerguen con una sintaxis foránea y una cadencia lejana a la gelidez de la nieve y el viento que remecen el pulso de quien escribe el cuaderno.

Los contornos que cruzan el cielo expiran un idioma tan extraño como el mundo:

Salgo a recorrer este país. Un mundo por detrás, un cielo por delante […] Con la debida                          sensación que en mí no cabe todo. Que vengo de un océano que no besa esta tierra […]                            Que me aparezco así, con todos los espíritus que me ha dado mi patria, y no puedo doblar con                  otra magia que no sea este cordón de cimientos en el que pongo mi palabra (Ruiz, 2020: 24).

 

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“No seduce todo lo que se revela”. A propósito de El diario De la Riva. Por Daniel Maldonado

 

Son legión los escritores que incurrieron –que siguen incurriendo– en la manía de registrar sus acaeceres más o menos cotidianos. Figuras como Pavese, Woolf, Piglia o Pitol no sólo escribieron diarios, esas bitácoras en las que consignaron aquello que se les antojaba pertinente, sino que hicieron de esa variante intimista de la narración un ejemplo preclaro de la experimentación formal.

Es en esta especie de naturaleza bicéfala del diario (testimonio puntual de lo experimentado regularmente al tiempo que laboratorio en el que es rasgo constante el juego con formas narrativas diversas) en donde podría descansar, también, su condición de interrogante. ¿Cómo narrar, cómo dar cuenta de aquello que, quizá por valioso o por pretendidamente inaprensible, se vuelve difícil cifrar en palabras? O, en última instancia, ¿qué detona la escritura de un diario –qué detona, sin más, el acto de la escritura?

A veces la ingenuidad se empeña en inmiscuirse en la propia actividad creativa. ¿Qué es lo que se narra? ¿Acaso los hitos que configuran –que van configurando– la propia trayectoria existencial? Puede que lo que se narre, así sea insulso o anodino, represente el lado menos nocivo de eso que se entiende como realidad. Hipótesis: el resultado de la escritura de un diario –o, en todo caso, del acto creativo– es justamente una forma, un modo de narrar. Un modo, en fin, de estar –e incluso de incidir, por vía de la palabra– en el mundo.

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