Virus. Por Hernandez Durán

 

                                                     ―El hombre nace libre, responsable y sin excusas”

J.P Sartre

 

Se miró al espejo intentando procesar la figura que tenía en frente suyo. Era abstracta, un conjunto de elementos que  no resolvían ninguna identidad; encontró un montón de piel, la idea redundante de un ser que no le pertenecía, la plegaria  de un sacrificio a la humanidad. ¿Dónde estaba ese hombre que alguna vez pudo divisar entre el cristal plateado? ¿Dónde  había quedado ese nombre, esas letras que lo definían y hacían  de él un ciudadano, un ser? ¿Cómo llego a ser ese holograma que se reflejaba sobre el espejo, indefinido, que infundía algo de nauseas? De pronto se fue con el agua del retrete –pensó-, de pronto se fundió igual que el vapor del café de la mañana.

Quizá, tan solo se transformó en ese eterno metro y medio de piel que parecía una enfermedad extendida por un ser inexistente.

Sabía que era un día distinto. Se abrocho el pantalón, cada uno de los botones de la camisa azul clara que tomaba cada día de por medio, y amarró sus zapatos de gamuza café. Estaba decidido esta vez a no tener nada, a no cargar ni con su propia presencia. Una idea rondaba por su mente. huir. Estaba convencido de que para el viaje que iba a realizar no necesitaba más que el deseo de lanzarse al vacío y la meditación implícita del hecho que se resolvía a ejecutar.

Él y esa mente cargada de pensamientos era lo único que necesitaba para emprender aquel desairado destino del cual ya no había vuelta de hoja. Sin pisar la calle aun, podía oír cómo el dialecto indescifrable de la gente se esparcía con el olor a pan. Otra vez su miedo inefable a ese mundo irreal que se le había presentado, a esa muchedumbre que veía todos los días y que desconocía por preferencia como un ataque de desolación y retraimiento, cuyo suceso se fue convirtiendo en un pequeño universo ambivalente de sensaciones infernales. Abrió la perilla, y noto que sus ideas no habían sido erróneas. Observó. Pasaban las personas y extendían una mano por encima de los hombros y la movían de izquierda a  derecha rápidamente, ¿acaso creen que soy de ellos?, pensaba.

Se sumergía en la idea de la ilusión de las personas, de cómo eran presas del tiempo corriendo sin saborear sus respiros, reproduciendo pautas poco sanas de quien debían ser. Le daba repugnancia las atribuciones radicales de los roles, de los disfraces sociales que debíamos aparentar a diario y de esa confianza estúpida a que algún día caiga la felicidad, del cielo o de la alcantarilla, daba lo mismo.

El saludo a su parecer, ese acto de cortesía que todos profesan y practican, era para él la acción más despreciable, la máscara más próxima, el deseo más fiel de ser aceptado y obligarte a aceptar. El saludo, qué idiotez, mover una mano, solo podría explicar un ejercicio tan vacío como las personas que lo hacían, mover una mano, fingir una sonrisa, y por dentro nada. Qué absurdo. Caminó, y el único sonido que pretendía escuchar era el de sus pasos, cómo cada paso se destruía. Cada avance, por pequeño o grande, estaba ligado al cambio de una realidad,

cada segundo se amoldaba a sus distorsiones como una sinfonía de vida, de tiempo. Solo pretendía que su mente se fiara en algo –el sonido casi imperceptible de sus zapatos al pisar el asfalto- pero se dio cuenta de que su cerebro parecía tener una bocina directa a su audición -cállate- pero seguía hablando, seguía emanando un caudal de estupideces combinadas con decepción, desolación y nada. Esta vez no llevaba el maletín café de imitación de cuero, ni los papeles de la oficina, esta vez no tenía la idea de volver, ni de quedarse. Era un extraño de ningún lugar, por lo que en esta ocasión decidiría ser el innombrable, sin credenciales, ni tarjetas de crédito, ni documentos que pudieran darle cuenta a él mismo de la fragilidad y la sumisión en la que se encontraba desde antes de nacer. Estar completamente solo, o por lo menos creer estarlo. Eso, solo eso, satisfacía la sed del camino, o por lo menos lo acercaban a ese momento plausible que imaginó, reprimió y ahora anhelaba con tanto esmero. Esmero, sí, porque ya no le quedaba nada más.

Llegó, ese era su destino. Ya no había más. El tren. Lo tomó como todas las mañanas, sin pensar en nada aparte que aquella decisión inequívoca. Se sentó en uno de los asientos traseros y fue ahí donde conoció la grata felicidad de hacer lo que le placía –quizá por primera vez–. No tenía hambre, ni sed, ni sueño, ni sueños. Estaba en el lugar y en el momento indicado. La sensación de caminar desprevenidamente sobre el tiempo, le permitió observar con intensión pausada a la gente que subía y bajaba del vagón. Podía divisar el plano casi bélico de las relaciones humanas. Por un lado él, donde todos lo veían – algunos inclusive lo saludaban – y por otro lado los demás, que solo bajaban la mirada sumidos en la miseria de su propia existencia casi desalentadora a punto de querer explotar aquella bomba atómica que tenían por mente.

Sonrió plácidamente, se sentía en casa. Luego de algunas oleadas de gente errante con destino específico, pudo incorporarse y adueñarse tanto de ese pedazo de mundo –de silla- hasta camuflarse a tal punto de confundir la individualidad de ambos objetos. Esa posibilidad de estar sin ser detectado, como invisible, ese montón de sensaciones que acuden al llamado del placer más profundo, lo inundaba. Desde ese momento supo que su realidad era causa de una especie de virus, que se encontraba dentro del organismo de manera visceral, y que ahora convivía en armonía con todas sus células desde las más básicas a las más complejas, llegando inclusive a considerarse imperceptible.

 

El virus –pensaba–, se expresa en una serie de malestares existenciales a los que se enfrentaba a diario, obligándolo a sentirse miserable, como una enfermedad progresiva de la que no nos enteramos hasta que de un momento a otro hacemos algo impredecible, cambiando el rol de trabajador-ciudadano por el de ser humano.

Ahora que no tenía nombre, embriagado de lo que creía era felicidad, le daba un espacio reducido a su ser para escuchar como el tren irrumpía el aire, como el sonido de afuera parecía ausente, como el mundo chocaba en las ventanas y se quedaba paralizado en medio de los semáforos. Todo le parecía tan lejano en la mitad de su transparencia, que olvidó lo que era no sentirse, y disfrutó por un segundo, volver a ser parte de sí mismo, se miró las manos con desconfianza, y pudo observar cómo habían pasado los años desde la última vez que las sintió suyas, cómo los estragos del tiempo habían surtido efecto sobre la piel venosa de sus extremidades. En ese minuto, asomó la cara contra el vidrio frio del tren y obtuvo una imagen, una señal de tránsito que fijaba:

pare, no de la vuelta, siga derecho.

Esa imagen borrosa que había vislumbrado en medio de un resquicio de felicidad, desapareció, como cuando se pincha un globo, y de nuevo tenía en frente la confirmación de un ser extraño, de alguien que no conocía. Tuvo que retener su atención en ese reflejo que tenía frente al vidrio, y al mirarlo fijamente, optó por presentarse, por preguntarle acerca de la causa de su aflicción, sin recibir siquiera un gesto como respuesta. “Si tan solo me hablara, podría saber cuál es la carga que pareciera llevar a las espaldas, el por qué el borde de sus ojos es tan oscuro que opaca el verde de su iris.

¿Acaso no duerme? O tan solo las noches son para él la pesadilla de llevar un día lleno de mentiras. No lo sé, quizá si me hablara.” El virus, continuaba inmóvil en su asiento, junto a él, realizando un fuerte esfuerzo por procesar la cadena de imágenes que se reforzaban con el metal del tren, el cielo azul, las nubes purulentas de la sociedad, el vapor salado de las mentiras que se caen con el mínimo esfuerzo porque buscan ser descubiertas. Pero el virus era lo único real en medio de ese organismo limitado a la decadencia de una parada. Ahí, en medio de todos, el virus pensó continuar la misión de su existencia, empezó el repugnante desdén de esperar. Quería tan solo observar el mundo antes de intentar llevarse bien con él. Cerró los ojos.

De repente, sintió un golpe en el lado derecho de su cuerpo. Al abrir los ojos, sintió una fuerte reacción por toda su columna vertebral, como si le hubiesen aplicado una descarga eléctrica casi insoportable. Al mirar a su lado, se encontraba una masa corpórea que simulaba la estructura de un hombre. Está muerto, pensó. Sus ojos abiertos hasta donde sus músculos lo permitían, no se alejaban de aquel cuerpo que empezaba a desprender un olor fétido.

 

¿Cómo era posible? En medio de la algarabía de su mente, escuchaba más de mil palabras, olía más de cien perfumes, saboreaba casi 50 sudores, y aún no llegaba a una conclusión diferente: el hombre estaba muerto. A través de sí, le rondaba el temor causado por la posibilidad de que lo asocien a la muerte de dicho n.n. del que escurría, por el cuello en la parte trasera, un considerable flujo de sangre.

Su repugnancia aumentó. Odió su condición de ciudadano inocente, y reflexionaba que el hombre es el peligro más grande de todos –y para todos-; es la condición humana la que choca con la existencia natural de los seres, que conlleva a la necesidad de ser invisible en ocasiones, de anularse, de que te anulen, esa desesperación causal que conduce a hechos irremediablemente humanos, deplorables en su base y aceptables a los ojos de quien juzga su propio beneficio.

Su sudor incrementaba sin cesar. ¿Qué podía hacer? Huir, seria sospechoso. Quedarse, sería igual de sospechoso. Esa desesperación que lo abordaba, se parecía a ese sentimiento anatómico que le producía el virus, y no pudo evitar pensar como esa situación se asemejaba a su vida: a como cargó con el cadáver de si mismo durante casi 40 años.

Al detenerse en medio de su propio conflicto mental, observo una cicatriz parecida a la letra L, en la mano derecha de aquel cuerpo, que él también poseía. Recordó de manera instantánea ese momento que cuando niño tuvo aquella caída de un columpio de llanta improvisado que justificó los cuidados de su madre durante algunos días. Extrañó aquellas horas en las que era feliz sin saberlo.

¿Ese cadáver es mío? –pensó-. Sus gestos cambiaron totalmente para denotar un animal aterrorizado, era la expresión misma de esa cloaca ambulante, que se movía impacientemente cargando consigo la supuración de su presencia. Nadie lo determinaba. Estancado en el lago frio de su mente, y ante la sensación de una parálisis progresiva en todo el cuerpo, fue adoptando la misma postura de ese cuerpo abstracto que estaba junto a él, intentando encontrar esa última imagen en la que se miraba al espejo y aun podía asignar pedazos de realidad al retrato que se reflejaba, mientras más recorría los laberintos de sus memorias, el virus encontraba cada panorama más desolador, los céntimos que palpaba en los recuerdos se reducían al valor de una sonrisa, al precio de una mirada, a la sonoridad casi perfecta de un llanto y a la implacable versatilidad de una lágrima. Pero eso no lo llenaba, solo eran fragmentos mal recortados de fotografías impresas en su memoria, escudriñaba casi al borde del desespero el impenetrable sabor de la vida, que al parecer había perdido hace mucho. No hallo nada.

Decepcionado de estar tan vacío, dejo reposar el afanado cúmulo de miedos, y se sumergió en el aroma a Eucalipto del sitio al que acababa de llegar. Notó entonces la magnificencia del tiempo, pensó en cada surco que sucumbía su propia piel, en cada pedacito de dermis recogida en una ola, y como podía pasar dicha metamorfosis. Sintió de nuevo el hueco, esa sensación visceral que se halla en medio del estómago y el diafragma, sintió miedo. Pensó en que si pasaba el tiempo y continuaba sin encontrar lo que buscaba, las arrugas llegarían al tren y lo convertirían en un organismo viejo, de ese modo el tren tendría que asistir a una revisión y lo detectarían, el virus tuvo miedo del antibiótico de la edad.

Son las 18:37 h. El tren llega a su última estación. Todos salen sin mirarse entre sí, sin considerar la existencia de los que pasaban a su lado. El conductor mira por el espejo retrovisor y lo observa. Hace una llamada:

— Emergencias. ¿En qué puedo ayudarle?

—Alguien se ha suicidado durante el trayecto. Un señor se ha disparado a los pocos minutos de tomar la primera estación del tren…

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