La Viuda Isamar: por Favían Omar Estrada V.
La viuda Isamar
Favián Omar Estrada Vergel
- La tragedia
Después de intensas batallas traficando en el abismo del dinero rápido, rodeados de fiestas, joyas, obras de arte, plumas de garza, animales exóticos, etc., decidimos volver al país para quedar lejos de unos enemigos, en extremo peligrosos, que ganó mi esposo Yasar al liquidar a un naviero egipcio en unos confusos acontecimientos, cuyos detalles describiré fundamentada en la ligera versión de mi marido, porque, con toda honestidad, sólo los conozco en parte, y —haya sido o no en su propia defensa— sucedió para desgracia nuestra.
Era ese fulano marinero un socio ocasional de una de tantas correrías arriesgadas, quien intentara un día a punto de zarpar asesinarnos para quedarse para él solo —el cretino— con un botín de joyas con destino al mercado negro de Singapur (obviamente eran robadas). El día anterior a los hechos, en el puerto, en algún corrillo de marineros ebrios, un comentario fortuito que hizo otro navegante pudo intrigar a tiempo a Yasar, que no era ningún pendejo. Se dio cuenta de que el socio traidor, habiendo perdido bastante en los naipes, dejó en prenda de garantía su embarcación a otro salvaje de éstos. No sé cuánto fue la suma, o no lo recuerdo, pero sí que debía saldarla con término perentorio. Decidió mi esposo, por simple malicia, llevarme a otro refugio y aguardarlo en la oscuridad material del camarote donde dormíamos.
Aproximándose la medianoche —según Yasar—, estando él agazapado aguaitando en un oscuro rincón, oyó el quejido oxidado de los goznes: la puerta del lugar se entreabrió, sin duda era el egipcio que entraba. No quitaba mi esposo los ojos de aquella entrada y lo reconoció de inmediato por el olor de sus carnes a perro triste y su silueta desvaída de zancajoso ebrio. Oyó luego el chirrido de las alguazas del baúl y por el trasegar lo imaginó escarbando a fondo, hasta cuando cesó el remolino y la tapa de cedro cerró de golpe. El botín, a buen tiempo sustituido por joyas postizas de cristal de viejas botellas, flotaba ahora en las manos ladronas. Yasar sostenía la respiración rastreando los movimientos burdos del maldito, que iba caminando sigiloso en dirección al lecho nuestro, luego su silueta alzaba un puñal y, frecuentemente, lo enterraba y volvía a sacar, energúmeno y funesto como un diablo, contra el frío cadáver de un cordero de buen tamaño acomodado adrede bajo las mantas que yo más amaba. El naviero, agotado e inquieto ante tanta frialdad junta, retiró la cobija y descubrió el montaje, de cuya imagen pudo comprender un poco menos que nada porque las peludas y fuertes manos de Yasar, a modo de tenazas de acero, pasaron una delgada cuerda alrededor de su cuello: la asfixia le disipó las imágenes y las tinieblas del cuarto se le refundieron, acaso, con las del infierno.
Debimos huir para librarnos de una muerte cantada por cuenta de la familia del difunto, dispuesta a vengarlo al precio que fuere. Debieron de buscar sin ceder al cansancio hasta en los últimos rincones de la ciudad, pero mi marido y yo habíamos embarcado en otro navío con rumbo fijo a ninguna parte. En todo caso, atracamos en España donde permanecimos hasta cuando el agobio de la clandestinidad nos enfermó y decidimos, disfrazados de menesterosos, regresar hacia Cartagena de Indias a buscar un nuevo refugio. Estuvimos viviendo un buen tiempo en casa de un juglar amigo, donde disfrutamos de grandes parrandas y con amistades sinceras, pero fuimos enterados de la presencia de extraños, merodeando.
Anduvimos a manera de peregrinos por otros pueblos y ciudades cercanas, donde unas veces éramos gitanos videntes y, otras, vendedores de libros. Sin duda la Costa Atlántica no era lo mejor porque el mar nos mantendría cerca de nuestros enemigos. Muy pronto estuvo Yasar intensamente agotado de sobresaltos y escondrijos, sobre todo de arrastrar de un lugar para otro, camuflada en seis costales de fique, una fortuna peligrosa que quieres gastar y no puedes.
Inventar un lugar tierra adentro, ausente de la vida ruidosa, fue la primera ocurrencia en la exploración de lo deseado. Recorrido medio país de acá y medio de allá por rutas inclementes y trochas imaginarias (en barcos de vapor o automóviles), atravesados caños de lodo y ríos encantados e infestados de cuanta bestezuela pare la tierra (en embarcaciones de aborígenes) y, por último, sumergidos en montes intrincados sobreviviendo al asedio pernicioso de fiebres caniculares (sobre incómodos lomos de mulas), descubrimos el imponente océano de las llanuras orientales: un paraíso de pampas radiantes tal como las habíamos imaginado juntos en nuestros sueños, construidos con retazos de las historias desdibujadas de los traficantes italianos.
Arribamos a una población de aire arcano y legendario, en medio de la geografía fronteriza de dos países. Confieso que me costó —no sólo tiempo sino también esfuerzo— entender a cuál pertenecía, y sólo lo vine a saber porque Yasar, con la indulgencia de un sabio maestro de escuela, me lo señaló por tanteo y error en un mapa, diciéndome está aquí de este lado, y lo marcaba con el dedo en el atlas, y yo le decía: parece de allá. Él reía estallado y decía luego: parece de ninguno. Por eso creyó que nunca iban a encontrarnos. Yasar estaba enamorado hasta del oxígeno que respiraba, y, en lo que a mí concierne, parecía un sueño cumplido: era el lugar fastuoso y perfecto donde tendríamos seis hijos y viviríamos felices para siempre. Así que, con las alforjas llenas de oro y joyas, llegamos negociando fanegadas de tierras y ganados que en poco tiempo vimos reproducir igual que el pasto verde en las praderas fértiles. Mi astuto marido combinó la ganadería con la extracción de pieles, mieles, aceite de palo de copaiba, caucho y plumas de garza, que luego intercambiaba por oro y mercaderías que revendía multiplicando por mil. Hizo construir en el pueblo llanero una mansión amplia y ostentosa, sujeta a mis caprichos, y una estancia cómoda en la hacienda, y ordenó el arreglo de la escuela y la iglesia, con lo que se ganó el aprecio de la gente del lugar.
Pero contrario a todo deseo, el pueblo en realidad estuvo lejos de ser el remanso soñado. Una mañana, con las primeras luces del alba, mientras retozábamos dichosos y desnudos en la cama con una de nuestras amantes compartidas, advertimos los golpes del aldabón sobre el portón. Una sirvienta asomó con el recado de que requerían a Yasar, y él bajó. Jamás desatendía sus negocios ni hacía esperar a ninguno mucho tiempo, así fuera para atender al más insignificante de los hombres. Bajaba siempre a saltos con el arma en el pantalón, pero esa vez no lo hizo, imagino que por un asalto de abandono y confianza, porque sólo llevaba encima el quimono sedoso de levantarse. Desde la bañera oí el alboroto de la discusión y una detonación fuerte y seca que creó un eco lánguido durante unos segundos.
Desorientada, ansiosa y aturdida corrí escalera abajo. Recuerdo que me torcí un tobillo y caí rodando los dos últimos escalones, alcé la cara y reconocí a Yasar como una sombra a los pies del criminal, cuyo vistazo terrible de insolentes ojos amarillos me envolvía toda. Jamás podré olvidar su perfil de rata inconfundible. Yasar tenía la quijada desviada, en su boca había una mezcla de saliva y sangre escanciada amenazando escurrirse en cualquier instante. Su cuerpo grande yacía sobre una mancha roja, caliente y espesa igual que una jalea. No murió de inmediato, ésa fue la peor parte. El plomo en la cabeza le deshizo una oreja, le desbarató cierta parte del cráneo y le dejó un agujero como una boca gritando por donde entró mi mano asustada tratando de evitarle la hemorragia, quedando mi esposo vegetativo y avejentado, hasta que una tarde distante la muerte se lo cargó marchito y encogido, semejante a un muñeco de trapo.
- La tristeza del duelo
Si bien es cierto que por dicha Yasar fue en mi vida una luz, se había convertido al morir en un viento funesto, un fantasma egoísta dispuesto a aniquilarme. Durante los primeros años de soledad sufrí su asedio cruel. Lo mantenía aferrado a mis sueños tormentosos empujándome hacia la oscuridad: quería llevarme, y yo ante su inexplicable cerco, cada día perdía las ganas de no morir. Me buscó por los estrechos de la memoria hablando en una lengua algebraica semejante a una jerigonza, hacía una varia invención de gestos y lanzaba una suma de discursos o peroratas de reclamaciones lunáticas.
Me empezaron a considerar una loca depresiva perfecta y, a más de esto o aquello, peligrosa (para mí misma, por supuesto). Las criadas, en todo atentas y prestas a proteger mi vida, me encontraban extraviada de juicio, lanzada al abandono, gimoteando y durmiendo arrinconada en posiciones infantiles o sentada en el patio sobre el adoquinado bajo la luz de la luna o en el mecedor del balcón abrazada a mis piernas vaiviniéndome mirando el firmamento y escuchando el frágil barullo de las estrellas entre el alboroto espeso de los canes, meditando, tal vez, sobre las incertidumbres de mis pretensiones. Me pregunté a mí misma si estaría loca y respondí que no, asunto que equiparé a un primer síntoma de desvarío.
Pues me fui sumergiendo en los efectos de una tristeza profunda e incontrolable. No comprendía si era el miedo incubado dentro de mis entrañas, pero el simple hecho de la angustia visceral me aterraba y decidí sucumbir en un sueño sin cerrar los ojos, uno inducido, una forma de demencia voluntaria por algún lapso del cual no recuerdo muchas cosas, y eso fue lo mejor: una intensa procesión de orgasmos en solitario, acompañada por la euforia de las drogas y los sonidos de otros mundos incruentos. Así perdí algunas horas de mi vida (andando por los extramuros del infierno), así perdí alguna parte de mi dignidad. Yo era casi menos que nada, cocinándome a fuego lento.
Un día cualquiera, resuelta, quise enterrarlo para siempre, olvidarlo para siempre, y la mejor manera sería rompiendo todo vínculo y fidelidad con un esposo que ya no existía. De modo que resolví matar el amor después de sostener impecable una viudez de cinco años con el pudor que exigía el corazón. Pues empecé por el corazón y también lo asesiné. Me fijé en secreto en otro hombre a quien escasamente conocía pero me gustaba, un muchacho lindo con el vigor suficiente para hacerme feliz que espiaba todas las tardes desde mi balcón cuando entraba o salía de su casa caminando con un ímpetu de vaquero arisco. Era el inicio de mi plan del olvido y trataba de darle un orden coherente, así que mandé al carajo los objetos y porcelanas, obsequios de mi esposo en innumerables viajes, disolví el luto, partí las macetas donde crió sus begonias, quemé cada una de sus ropas en una crepitante fogata bajo las estrellas —ésas cuyos cantos él me había enseñado a oír en nuestras noches de pasión— y volví cenizas las sábanas con aquel adictivo olor a macho trasnochador. Di un veneno a su adorado perro pechudo y, como no funcionó, lo ahogué en el estanque de los peces. Mientras moría noté que me observaba por debajo del agua con esa mirada inquieta de los inocentes, sin rebelarse, sin oponer resistencia, sin ladrar siquiera. Liberé los loros irlandeses, envenené su potra con una inyección letal de veneno de ranas y exorcicé a tientas la casa para liberarla de su presencia descolorida, con artimañas de bruja que aprendí a mi tía, que a fin de cuentas no fue más que el peor fiasco de la nigromancia de Cartagena y sus alrededores.
- El fantasma
Desde entonces no volvió a mis sueños recurrentes, pero lo encontré una noche tormentosa y lúgubre una semana después en el centro de la sala desierta, observando y reparando en cuclillas los tiestos quebrados de sus begonias, los objetos y la granizada de las porcelanas chinas rotas en aquel estropicio del olvido. No volteó a mirarme porque lloraba, aparecía lleno de mugre aquí y allá, y sus prendas —que en algún tiempo fueron coloridas— eran grises o en blanco y negro. No había nada en aquella sala a salvo del rocío tenue de un polvo de cenizas. Ahí permanecía él sentado, absorto, observando contemplativo con suma nostalgia los destrozos en el piso, inventando refacciones, fraguando algo en mi contra. Sus manos permanecían trémulas como si tuvieran doscientos años de edad, sus ojos estaban recubiertos de la enfermedad que produce el salitre del rencor y, así, todo su cuerpo era de la misma materia.
Pensé que la figura que yo veía en aquel momento no era otra diferente a un delirio de mi presumible demencia, pero no: el fantasma estuvo aquí. Era triste verlo, aunque el cuadro no se halló del todo desprovisto de cierta ternura. Hablaba haciendo exigencias a alguien que ya se había ido porque yo no lo veía, luego se levantó y empezó a caminar meneando la cabeza (semejante a un animal enfermo dentro de alguna jaula), anunciando que venía por el perro mastín, a lo cual le respondí que aquel yacía enterrado en el patio debajo del algarrobo. Le dije, con el alma en un hilo, que lo había amado a él más que a nadie; sin embargo, no sabía si lo recordaba por amor o por miedo, porque era un espíritu terrible; y empezó a reír viéndome con sus ojos de lince, diciendo que él sería muy malo y yo, una magna puta, y siguió reprochando mi infidelidad en ciernes, dijo: —vive, querida, mientras yo esté muerto, haz de tu culo un violín, deja que toquen y hagan armonías con los acordes de tu puta boca, muévetele lento a ese puerco, ábretele más que conmigo lo hacías, que yo estaré pendiente porque tú mía siempre serás. Te aconsejo que no digas nada ni niegues lo que quieres hacer, o peor te podrá ir…, estos son los territorios de mi venganza—. Fui a dar contra el filo de la mesa, sentí extrañas perforaciones en todo el cuerpo, eran sus manos unas garras jalándome desde la raíz de mi pelo. Me alzó en vilo a la altura de su desfigurada cara. Estaba irreconocible. Me arrastró de escalón en escalón hacia mi aposento y abrió la ventana señalándome la casa de mi futuro amante. Intenté escapar, me tomó de nuevo del cabello, me arrojó a la alfombra, sus dedos rugosos y sus uñas largas entraron con violencia por debajo de mi falda, un grito me salió de la garganta y aquel alarido estridente fue extinguido por un enérgico puñetazo, y me rendí a mi suerte.
No volvió en persona por aquel entonces; sin embargo, la intensa pesadumbre de su maldición trajo la ruina: mi ruina. Se llevó todo: el perro, los fragmentos de amor. Me dijeron los campesinos que lo vieron en los montes de la hacienda sobre un caballo, exigiendo y hablando a gritos al mastín, unas veces ebrio otras veces sobrio, o descabalgado en situaciones que yo no me atrevo a referir por puro miedo. La estancia hermosa, construida con amor, estaba envejecida, toda transfigurada por un moho invisible y hediondo a mortecina. Las tierras empezaron su decadencia: en verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles y en invierno caían aguaceros temibles que dejaban las sabanas convertidas en océanos, en un desmadre de aguas que lo ahogaban todo. O si no desaparecían las reses por cuenta de los indios, aparecían muertas en extrañas circunstancias. El dinero de la fortuna se desvanecía como agua entre las manos. Parecía caerme entonces la más siniestra de las plagas. Me sentía arrinconada.
Mi venganza no podría ser menos cruel de lo que él me hizo a mi, y decidí concretar mi designio final.
- El amante
El caso fue que cumplía yo para mi abuelo un encargo simple en un asunto de negocios de ganado. Golpearía con la aldaba, entregaría tal recado y estaría de vuelta, según lo que él me había indicado. La puerta abrió sin hacer ruido. Lloviznaba. Mi primer sobresalto de pavor juvenil fue estando frente a la viuda: quedé petrificado al percibir la ráfaga de su imponencia de Cleopatra, pero, sobre todo, por el gesto súbito de feliz estupor al verme. De pronto se había iluminado el rostro de aquella mujer como si una fortuna divina le hubiera caído encima. Era bella, sus ojazos parecían recubiertos de la luz de la gente como ella.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Diecisiete —le respondí, pero realmente faltaba un mes para cumplirlos.
Aquel día el cielo cargado de pesadas nubes se derrumbó en un aguacero que mojaba mi espalda. La viuda hizo que la siguiera a la sala y me indicó la ruta hacia su alcoba. Entonces agaché la cabeza, y subí.
—Esperemos a que la lluvia amaine, querido —me dijo hablando a la sordina, tal vez para que nadie, excepto yo, la oyera.
La asonada del viento repetía en tropel. Atolondrado, vi que ella me sonreía y miraba con la malicia, su perfume se venía hacia mí en un estallido de indecencia festiva. Era blanca, pero en particular tenía un par de ojos que le cubrían media cara. Enviudó antes de cumplir los treinta años, luego de vivir quince con un sirio encantador de mujeres de Estambul llamado Yasar Amat al-Atasi, contrabandista y aventurero congénito. La felicidad les duró hasta cuando una bala (que entró por una oreja y salió por la base del cráneo) dejó paralítico al marido. Se le tulleron los brazos, las piernas y el tronco, de modo que nada más retorcía los ojos o volteaba la boca igual que un drogadicto. Estuvo sobre la estera, cincuenta y tantos meses, incapaz de mover un dedo, como un muñecoviejo a quien mudaban de aquí para allá o de la cama al balcón para que recibiera la fresca, mientras musitaba un gangueo injurioso, interpretado por expertos como señal matemática de su voluntad suicida. No llegó a tener las agallas para sacrificarlo y, en todo caso, lo atendió con el mismo empeño con que lo había amado quince años. En alguna ocasión, en su relato cien veces contado, dijo que rozó el punto caótico de alistarle un coctel de raticida que no tuvo el valor de suministrar. Vuelta trizas, encomendó la suerte de Yasar a Dios, y un día lo encontró muerto, reducido a nada y con el rostro de un hombre muy soberbio.
De pronto Isamar ajustó la puerta de la habitación. Volví la mirada hacia el balcón. La brisa de lluvia salpicaba y mojaba un poco los tapetes, el agua tenía la calle hecha un barrizal entero y caía parejo con un rumor espeso que dejaba el ambiente húmedo hasta los huesos. Afuera, a saltos y zancadas, las personas se aventuraban sobre charcos a lograr los altos andenes. Seguía la tempestad. Había llovido consecutivamente los cuatro o cinco últimos días.
No recuerdo con certeza cuánto tiempo pasó, luego se fue desapareciendo el sonido de la lluvia y llegaron anchos espacios de calma en los que se podía oír el vasto escurrir del viento en las oxidadas palmeras de la avenida. En momentos se levantaba un coro de ladridos persiguiendo los pasos de las mulas y de los asnos o caballos que jalaban las carretas cargadas de verdes racimos y transportaban a sus previsibles dueños con rumbo al río. En la escampada se oían las voces alzadas de los niños alegres tarareando canciones de invierno, mientras pasaban raudos y se zambullían en la calle inundada como una cañada. Hacía frío.
Hizo Isamar una especie de gesto o seña curiosa con la mano y me desprendí de la silla como un resorte. Pensé que debía o podía aproximarme a ella, porque así me lo había indicado. Alcé la mirada del piso y volví a contemplar la especial perfección de su rostro. Era, de hecho, de una increíble belleza, no me cansaré de pensarlo, de repetirlo y reconocerlo. Aún hoy, a pesar de todo, lo sigo considerando de ese modo. Su respiración cercana cubrió mi rostro y, de pronto, inició a besarme ansiosa —motu proprio—, susurrando palabras adultas, al tiempo que sus dedos exploraban, impetuosos, cerca de mis bolsillos. Un tibio escozor terminó de conmoverme sintiendo aquella mano nueva en mi bragueta. La sentí buscándome. La sentí encontrándome. Admito que estuve por instantes extraviado en la zarabanda de una tormenta, o tal vez igual que cuando se te enreda el sentido de la orientación o te pierdes de un lugar. La sentí inmensa entre mis brazos, precipitada, su cuerpo era de carne dura, como de dieciocho quilates a sus treinta y tantos años.
—Qué cosa más grande, caballero —dijo, sorprendida, acariciándome y apretando con furia y una expresión de lujuria enfermiza en el rostro.
Tenía un aliento fresco y provocador. Con afán sacó mi camisa al tiempo que me empujaba hacia la cama y se iba encima mío y a horcajadas. Me habló murmurando en un tono de ofrecimiento, señalándose abajo en sus caderas: todo esto es tuyo, mi príncipe.
En menos de nada todo su tronco estaba plegado como un arco, el cuello erguido, los brazos extendidos sujetándose con rigor, y su mirada era convulsiva mientras me mostraba el desesperado blanco de sus dientes. Casi no la reconocí porque aquella atormentada mujer estaba desemejada: el orden y hermosura del semblante y de las facciones de antes, habían variado. Ahora tenía una expresión complicada, que puedo definir como de una feliz agonía. Blanqueaba los ojos y continuaba haciendo el amor a su manera de entonces, sin detenerse; en tal caso, le venían uno y otro orgasmos recurrentes y abruptos. Juro que sentí un escalofrío atravesando mi cuerpo y vi que de ella salió una sombra fugaz y espectral rumbo al balcón.
La lluvia había amainado. Jadeantes, con la mente cerrada, quedamos hundidos en la espesura y profundidad de la quietud. La mujer que yacía encima de mí, húmeda, tumbada bocabajo con las piernas separadas y con algo de fatalidad en el rostro, aún estaba viva porque le salía una chispa de luz de los ojos. Me preguntó si ya estaba más calmado. Me sentí fatal y de veras humillado. Estuvo luego despernancada a mi vera. Durante un largo rato observé en silencio el fragor de la vida que transcurría en torno nuestro, de nuevo oí los ladridos de los perros y los gritos de los arrapiezos lanzando guijarros al agua. Se oían voces dispersas de las casas cercanas, los trancos de los caballos contra el piso, el silbido de los jinetes contentos y las vecinas espantando hacia afuera a las gallinas que habían buscado el cobijo de los techos durante el aguacero.
Decidí hablar y se me ocurrió cualquier cosa:
—¿En qué piensa? —le pregunté, aún sin atreverme a tutearle.
Después de una pausa, Isamar, que había recuperado el candor, volvió la cabeza hacia mí y contestó con sorna:
—En mi pobre marido muerto. —Luego concluyó—: Nada ni nadie es eterno en el mundo.
No entendí en aquel momento aquella expresión que realmente era un sortilegio, y preferí callar disimuladamente.
Me vestí. En la puerta la volví a reparar tendida y sin ropa (se veía igual que una muñeca de tela que ha sido lanzada) con su aparente conciencia diluida y la mirada extraviada en semejante desorden de cobijas. Isamar hizo un gesto de desolación cuando le anuncié, por fin, que me marchaba. Espera, me dijo cándidamente. Se veía francamente alegre. Me obligó a volver para decirme entonces (mientras que ella me atrapaba entre sus piernas): tengo derecho a ser feliz, y tú aquí tienes la potestad de acabar de exorcizar los últimos monstruos del amor.
Afuera se oía el cacareo de las gallinas escarbando la tierra, el chapotear de los trapos de las muchachas lavando en las bateas, también el ruido amanerado de los sapos.
FIN
Cuento derivado de la novela La mulata Paulina Santos