Especial Santo de Kolosimo y sus variaciones Goldberg
Ad portas de un nuevo Domingo de Ramos, evocamos a un santo que ha servido para alimentar muchas desdichas e ilusiones de no existir en este planeta abandonado. Entiéndanlo de una vez, los extraterrestres nos hicieron y al ver nuestra mediocridad, se largaron para que nos matemos entre nosotros. No hay remedio y ni siquiera la oración nos salvará, porque de esos extraterrestres vienen los ecos de Dios, y Dios se quedó sordo para con nosotros. Un consejo: mastúrbense, mastúrbense mucho. Eso les acabará las energías antes del juicio final, y cuando sean condenados, sentirán consuelo al seguir lastimando vuestros prepucios,. En cuanto las mujeres no hay problema. Todas se irán a disfrutar de las mieles del buen sexo con esos reptilianos que otrora nos abandonaron. Y los maricas, maricas son, hasta después del juicio final.
Compartimos este relato de Don Peter, tan evocador de ese Philip Dick místicos que los magufos de la moda pasan por alto cuando se burlan de las teorías más revolucionarias del amor, la desdicha y la creación.
Relato 1.1:
Las Variaciones Goldberg de Kolosimo colisionan con Glen Gould
Epígrafe de editores: Cazaste al aprendiz de Seductor.
Si Jean Goldberg hubiese dejado perder aquella muchacha, habría sido mejor para él. Pero Jean Goldberg era un jovenzuelo testarudo, y Sabine era muy guapa. Demasiada guapa para que nuestro gallito de 1700 hiciera casos a las voces que corrían acerca de «la bruja de Estrasburgo». ¿Una hija del demonio? Al parecer, así era. Nadie sabía cuando había llegado Sabine a la ciudad, nadie la había visto de niña y, sin embargo, ella afirmaba que había nacido en Estrasburgo. Y nadie había visto a su padre. Era marino mercante y se encontraba lejos, en Oriente, decía Sabine. Y había también el increíble caso de su madre, raramente dejaba la casa, pero las escasas ocasiones que lo hacía, trastornaba a todos: la muchacha tenía 18 o 20 años, y la madre parecía tener, como máximo, cuatro o cinco más que la hija.
En resumidas cuentas, ¿qué se podría pensar de aquellas dos mujeres que salían por la noche vestidas de hombres, que montaban a caballo como hombres, que se encontraban por la noche con otras mujeres ataviadas de la misma forma que ellas, y con siniestros personajes indescriptibles, en el tenebroso «Auberge du Cheval Noir»? Naturalmente, si algún valeroso se hubiera atrevido a pedirle explicaciones a la interesada, habría oído cómo le aconsejaban que no bebiera demasiado o se guardara de las alucinaciones.
Sin embargo, Jean Goldberg no tenía alucinaciones, y aquella noche no había bebido ni siquiera una gota. Había permanecido apostado en las cercanías del «Auberge du Cheval Noir», y cuando vio salir del mismo dos figuritas demasiado gráciles y demasiado agraciadas como para ser masculinas, las siguió sin abandonar las sombras. No se había equivocado. Tras haber marchado durante un largo trayecto por la calle principal, los dos «caballeros» se adentraron por la orilla de un canal y desaparecieron tras la puerta de uno de los más grandes «edificios de los comerciantes»: precisamente la casa de Sabine.
El jovenzuelo tenía ya hecho su plan: dobló la esquina del edificio, trepó hasta el primer piso y forzó la ventana que daba a una especie de vestíbulo carente de muebles, evidentemente no usado. Con extrema cautela empezó a moverse por el apartamento y quedó estupefacto: todas las estancias estaban vacías, excepto tres, una de ellas amueblada con gran suntuosidad, con la evidente finalidad de impresionar a los eventuales visitantes.
Escondido tras las cortinas de un rellano, Goldberg asistió a una escena extrañísima. Abandonadas las indumentarias masculinas y vestidas con dos sucintas túnicas que, en otras circunstancias, habrían embelesado al intruso, las mujeres atravesaron el salón de abajo, abrieron un enorme armario taraceado y entraron en él.
Oyóse a continuación un ruido sofocado y, después, silencio.
Goldberg esperó largo rato en su escondrijo, inmóvil, luchando entre el deseo de echar una ojeada a aquel misterioso armario y el impulso de marcharse por donde había venido, a fin de no verse envuelto en líos que, sin duda, debía de hacerle prever como inevitables una pizquita de sentido común. Sin embargo, nuestro jovenzuelo estaba demasiado acostumbrado a desafiar el destino – personificado por los maridos de buen número de esposas acosadas con cierto éxito-, como para hacer caso a la razón. Así, bajó del descansillo y permaneció a la escucha durante un tiempo cerca del armario; luego, al no oír ningún ruido, se aventuró a abrir las puertas del mismo.
Inmediatamente descubrió, tras las ropas, un pasadizo iluminado, y, de repente, llegó a la conclusión que le pareció más lógica: las dos mujeres llegaban, a lo largo de un corredor secreto, a una alcoba, en la que deberían de tener lugar reuniones licenciosas. Hostigado por esta idea, Jean Goldberg no resistió la curiosidad: se metió en el armario y empezó a andar hacia delante.
Encontróse andando por un estrecho corredor, iluminado por una luz amarillenta, que habría podido ser muy bien la de las lámparas de su época. Pero en aquel momento se le escapó un detalle: ¡en aquel lugar no había lámparas!.
En el fondo del corredor había una puentecita metálica. Aplicando su acostumbrada técnica, brillantemente puesta a prueba en el curso de quién sabe cuántas aventuras amorosas, Goldberg se detuvo una vez más para escuchar; luego abrió poco a poco la puertecita. Al otro lado no había una alcoba, sino un lugar del que llegaba una peregrina claridad plateada. Titubeante, el audaz Jean arrojó una mirada y luego, tras comprobar que no había la más mínima señal de las mujeres, entró.
Fue a parar a una pequeña estancia que recibía la luz de la pieza vecina y que estaba repleta de los objetos más heterogéneos, amontonados a la buena de Dios. ¡Y todos aquellos objetos eran de oro, de oro purísimo! Goldberg era hijo de un hombre de negocios y no podía tener la menor duda al respecto. El descubrimiento le quitó, lógicamente, la respiración; pero lo que más le impresionó fue, sobre todo, otro hecho: aquellos cosas ante las que se encontraba no eran objetos para cuya fabricación se emplease el precioso metal; eran grandes cadenas de oro, ollas de oro, azadones de oro.
Por tanto, solo podía haber una explicación: las inquilinas de aquella enigmática casa conocían el secreto de la transmutación, eran capaces de convertir en oro los metales viles. Al llegar a aquel punto, el joven Goldberg solo tenía ya un deseo: salir corriendo de allí. Ya se disponía a hacerlo, cuando tropezó con algo y cayó cuan largo era. Al levantarse, se equivocó de camino y, abriendo una puerta, gritó de sorpresa y terror.
Más allá del umbral no había una estancia. Ni un patio, no había nada que pudiera recordar un lugar cerrado o abierto, nada conocido. Del suelo surgían increíbles formaciones cristalinas, de entre algunos centímetros, a medio metro aproximadamente; algunas, semejantes a flores; otras, a algas, a pirámides, a prismas, a esferas, y todas emitían una brillante luz plateada, que impedía calcular las dimensiones del lugar. El jovenzuelo, bamboleándose, deslumbrado, fue a chocar contra algunos arbolitos «de cristal», que se rompieron con un seco crujido. Lo paralizó el miedo a quedar abrasado por el fuego diabólico; pero inmediatamente después desapareció, para ceder su lugar a otra alucinante comprobación: ¡aquella luz era completamente fría!
De pronto, como surgidas de la nada, reaparecieron Sabine y su madre. Al principio pareció como si no se hubiesen dado cuenta de nada; pero luego, al ver a Goldberg, sus ojos brillaron de ira. Una de las mujeres cogió algo, semejante a una bola de plata y levantó una mano por encima de la cabeza. Y de la misteriosa esfera se liberó un torrente de chispas multicolores, que llovieron sobre el joven. Le pareció como si le traspasaran miles y miles de finísimas cuchillas: gritando y retorciéndose, cayó al suelo. Pero el espanto fue aún mayor que el dolor, y nuestro joven logró por fin embocar el pasillo, la puerta del armario y la de la calle y dejar a sus espaldas aquella casa que le había prometido tantas delicias y que se le había mostrado como una especie de sucursal del infierno abierta sobre el Rin.
Peter Kolosimo – Polvo del infierno.
Pág. 75- 83
Preguntas a Peter Kolosimo desde sesión espiritista en el 2015, próximamente, no se la pierdan. Y quedamos Mil Inviernos por siempre.