El síndrome del pedestal (entrega número 18)

Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:

Píndaro

XVIII.

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude). Aro II: Aduladores.

 

“No te dejes arrastrar más allá ni más arriba de tu esfera. Sencillamente, sé como eres”.

PÍNDARO.

 

Eduardo Ortega sentía que había caído en lo que se conoce como “síndrome del pedestal”. No es que se sintiera uno de los caballeros de la Edad Media que luchaban por los favores de una casta y pura doncella que estaba encerrada en  el último piso de una elevada torre, ni como uno de los mojigatos que sólo ven en las mujeres objeto de reverencia y no de amor, de comprensión, de pasión. Algo lo incordiaba, lo mantenía nervioso, descontento consigo mismo, lo tensionaba y lo sometía a un estrés que nunca antes había padecido. Eduardo Ortega se sentía así porque era una víctima más del “síndrome del pedestal”.

            No podía explicarse lo que le pasaba cuando veía a Natalia; se ponía tenso, nervioso, los colores a su cara afluían y sentía que iba a explotar, debido al flujo de sangre que en su rostro se agolpaba. Y, lo que era peor, él sabía que Natalia se percataba de esos humillantes cambios, de esas estúpidas señales de timidez y de inseguridad. Le parecía sentir la burlona risa de la chica cuando él se retiraba, los cuchicheos que hacía con sus amigas una vez él les había dado la espalda, los pensamientos de autosatisfacción y de ego insuflado que ella debía tener cada vez que se aparecía frente a ella un tipo que parecía un farol rojo y luminiscente. Pero, para mayor desconcierto, él no podía evitar ir, cada vez que llegaba a la sala de redacción, en dirección al lugar que ella ocupaba para saludarla, así se colocara colorado su rostro, así sus sienes se inflamaran y las venas descollaran entre la piel, así el calor que irradiaba su cuerpo lo hiciera sentir en el infierno de Dante, así la transpiración lo empapara sin poder aliviar la molesta sensación de quemazón que sentía y así las compañeras de sección de Natalia lo miraran burlonamente y los compañeros con un dejo de celos y de desprecio.

 

            En instantes como ese Ortega se sentía como si fuera de nuevo un adolescente novicio e inseguro que no podía evitar sentirse avergonzado en el momento de pretender hacerle el amor a una mujer, hablándole, coqueteándole, seduciéndola. Y el rubor acudía a adornar sus mejillas, nuevamente, y nuevamente se sentía un estúpido, un estúpido que no podía controlar sus sensaciones, sus pasiones, sus requerimientos, sus propios sentimientos. Los denuestos que a sí mismo dedicaba no eran suficientes para hacerle entender por qué él, que se consideraba un hombre con una relativamente buena experiencia en las lides del coqueteo y de la pasión, frente a ella volvía a situaciones embarazosas que pensaba haber dejado en el abismo de los recuerdos, arrolladas por las tumultuosas aguas del tiempo y del olvido; como si fueran razones que están por fuera del entendimiento humano, no podía hallar respuesta alguna a sus requeridas peticiones. Él antes había estado enamorado, le habían gustado varias mujeres, había palpado y hecho tangibles ciertos deseos, había llevado a cabo acciones osadas que lo hacían sentir orgulloso; había sido San Jorge con el dragón, Alejandro rindiendo a Bucéfalo, David contra Goliat, Petrucchio domando a Catalina, Josué deteniendo al sol, Heracles cumpliendo sus encargos, Odiseo cegando a Polifemo. Sin embargo, no podía explicarse los motivos que lo impelían a comportarse de esa manera frente a Natalia.

            Si bien no había sido un “gigoló” o un mujeriego empedernido, nunca antes se había puesto nervioso frente a una fémina, nunca antes los colores se habían apoderado de su rostro, nunca antes una sonrisa timorata lo había acuciado, nunca antes había transpirado hasta sentir que se mojaba en todos los rincones de su cuerpo, nunca antes había sentido esa sensación de inseguridad que tanto lo fastidiaba, nunca antes… ¿Estaría enamorado de Natalia? En su interior esa pregunta transitaba desenfrenada y eufórica, pero él ya había sentido lo que era estar en una situación similar, por lo que no le hallaba derivación a una posible analogía. Entonces, ¿por qué esa impresión de ahogo, de inseguridad, de temblor que lo acuciaba cuando estaba frente a ella? Le gustaba mucho, estaba seguro de ello. Le fascinaba su tranquila forma de ser, casi imperturbable, su seguridad, su inteligencia, sensibilidad y belleza, así como su sencillez y su desparpajo. Muchas veces había visto cualidades así en las mujeres, pero no reunidas en una misma persona. ¿Quizás era que ella lo intimidaba? Por lo que pensaba no haber conocido a alguien así; por lo que pensaba que no podría existir; por lo que llegó, después de conocerla un poco, a creer que era única, irrepetible, casi perfecta; por lo que era hermosa como Helena, inteligente como Judith, recursiva como Juana de Arco; por lo que era sencilla, poco afecta a las normas convencionales y a los vacíos dictados de la moda y del pretendido comportamiento social; por lo que era, en fin, la mujer que lo tenía en ese estado. Posiblemente sí lo intimidaba, lo hacía sentir como si fuera incapaz de poder llegar a entablar una relación íntima con una vestal como ella. El “síndrome del pedestal”.

            Pero ella misma parecía brindarle cierto tipo de señales; el joven, por lo tanto, no sabía a qué atenerse. Los ojos de la chica le decían muchas cosas, pero su hablar inconmovible y sereno, sus facciones y el comportamiento de su cuerpo le decían lo contrario. Aun cuando los ojos son las ventanas del alma, como alguien dijo en una ocasión, Eduardo desconfiaba de la interpretación que le podía dar a la que consideraba una equívoca forma de mirar. No tenía la mínima idea de cómo obrar o proyectarse, aun cuando había pensado varias veces en hacerlo. En ese momento, en el que acababan de salir del edificio en el que se ubicaban las oficinas del diario, a las nueve de la noche, hambrientos, con el brazo de Natalia entre el suyo, el joven se decidió a invitarla a comer algo. Con la sencillez que tanto le fascinaba de ella, Natalia le dijo que podían ir a comer hamburguesas a la esquina, idea que Eduardo celebró alborozado: era muy poco el dinero que tenía en el bolsillo.

            – Che, me dijiste que me ibas a contar lo que pasó allá dentro –fue lo primero que le dijo la mujer una vez estuvieron sentados-, cuando estuviéramos un poco alejados del diario.

            – Y… ¿qué querés que te diga? –preguntó él, tratando de ganar un poco de tiempo; sus pensamientos todavía andaban vagando por las estradas de lo intangible, en medio de las conjeturas que se hacía y de la forma adecuada para invitarla a salir.

            – Todo lo que pasó con Ignacio y por qué te fuiste después a la oficina de Luis Hoguera –contestó Natalia con tranquilidad y tomó un sorbo de gaseosa.

            – Nada, que nuestro común y querido amigo Pirobovich me mandó ya sabés a dónde –repuso Eduardo mientras prendía un cigarrillo; quería dar la impresión de estar sereno y en paz consigo mismo-. ¿Podés creer que el turro pretendía que le diera el nombre exacto del que le pegó al pibe y la dirección correcta del sitio en el que queda el boliche? ¡Como si yo fuera tan gil de decírselo! Creo que el señor Pirobovich tiene muy mal tino respecto a las personas a las que debe subestimar. Che, ¿querés un pucho? –le ofreció un cigarrillo a Natalia, procurando seguir con su aparente estoicismo. Ella no fumaba, según lo que a él le había parecido, pero cualquier táctica de distracción la consideraba válida; ayudaba a refrenar un poco sus propios temores, los mismos que consideraba pueriles y memos-. Luego quedó colérico porque le dije que de todos modos iba a hacer la investigación, le gustara a él o no –Ortega exageró un poco; creía que iba a impresionar a Natalia siendo el  típico macho pedante y engreído. Se equivocó-. En ese momento fue cuando salí de su oficina y me fui a hablar con Hoguera.

            – Che, contame qué pasó –pidió Natalia, con un poco de impaciencia, que el joven tomó como signo de un interés premeditado, al ver que Eduardo se tomaba su tiempo para seguir con la narración, como si buscara crear una atmósfera adecuada para atrapar a su interlocutora.

            – Nada, que le expuse a Hoguera la situación –dijo Ortega con pretendida  indiferencia, como si el tema no fuese lo suficientemente importante o como si él ya supiese de antemano en lo que iba a resultar, táctica que no impresionaba a Natalia-. Le conté lo que sabés, le gustó la idea, dijo que sería muy bueno hacer algo así; dijo que no se veía un trabajo como ese hacía años, que a la gente le gustaría enterarse de ese tipo de cosas, ya sabés, lo mismo de siempre. Le propuse ser yo quien hiciera la investigación y él me dijo que estaría encantado de que así fuera, ¿qué querés que te diga? Salí muy contento de allí, creo que lo notaste.

– ¡Qué bien, che! –exclamó la joven con lo que parecía un verdadero afecto-Te felicito, de verdad. Ahora no tenés que soportar a Ignacio, me imagino.

            – Imaginás bien, pues Hoguera será mi supervisor –dijo Eduardo-.

            – Che, ¿sabés que Ignacio entró a la oficina de Luis una vez saliste vos de allí? –preguntó Natalia, suponiendo que le daría una noticia a su colega.

            – Me imaginé que sería lo primero que haría Ignacio; ¡el pobre pibe no pudo llegar antes que yo! –rió Eduardo al recordar la cara de Pirobovich cuando lo vio salir en dirección a la oficina del Vice-director del diario-. ¡Le tocará ejercitarse más para la próxima vez!

            – En este momento debe estar hablando con él –reflexionó la chica-, chamuyando en contra tuya.

            – Y… ¿qué querés que haga? –volvió a pretender ser el ser indiferente que quería aparentar, como si fuera otro Andrés Luis Moreau, el personaje principal de la novela de Rafael Sabatini-. Todo lo que diga él será inversamente utilizado en su contra. Le soy grato a Hoguera.

            – ¿Eso creés? –preguntó ella, algo incrédula.

            – Creeme, querida, cuando te lo digo –continuó él con el dejo de suficiencia que estaba empezando a molestar a la chica.

            – ¡Bueno, boludo, pero hablá! –explotó Natalia, sin soportar la aparente confianza que se tenía el joven y la supuesta indiferencia que mostraba, lo cual no hacía otra cosa más que hacerlo ver como a un necio, ella lo sabía bien.

            – Como te dije, el capo me trató muy bien, le gustó mi idea y, de paso, me dijo que Pirobovich era un tarado, un salame que no tenía visión alguna –dijo Eduardo procurando apocar un poco el ánimo exaltado de la joven-. Así mismo, dijo que ninguna sanción caería sobre mí por no haber hecho la boludez a la que Ignacio pretendía obligarme; por el contrario, me dijo que el buen periodista aprovecha las oportunidades que se le presentan, sin importar que por eso deje de lado algo que su deber le implicaba. Considera que en este caso prima el interés general por encima del particular, toda esa retórica barata que emplean para esconder sus intereses. Me felicitó por lo que juzgó “un perfecto ojo periodístico”, a la vez que me aseguró que él mismo sería mi jefe de ese momento en adelante; es decir, paso de la tiranía de un sátrapa a la del sultán –se rió de su ocurrencia-. Lo que Hoguera no sabe es que quizás el mismo Pirobovich también vio con muy buenos ojos mi idea, sólo que era él quien quería llevarla a cabo, sin dejarle espacio a quien había sido, por decirlo así, su descubridor –Eduardo terminó de fumar el cigarrillo y echó la colilla hacia la calle. Mientras ésta viajaba por el aire, dando vueltas y viendo próximo el fin de su pavesa, el joven la miraba hacer la parábola, rendirse ante la fuerza de la gravedad, caer en el suelo del andén y mandar a todas partes los rescoldos que brillaban incandescentes ante la poca luz que había en el exterior; en el ínterin pensaba en la forma de invitar a salir a Natalia. Tanto tiempo duraron sus pensamientos que, cuando quiso modular palabra alguna, ya les habían servido las hamburguesas.

            Al cabo de un rato, en el que la comida pasó a sus estómagos y un nuevo cigarrillo fue encendido, Eduardo (que había ingerido los alimentos de manera mecánica, metido en la idea que tenía de pretender sacarle una salida a Natalia, de tal manera que, al calor corporal que producen unas cervezas dentro del organismo, pudiera hablarle algo, lo que fuera, acerca de lo que él creía sentir por ella y de lo que le pasaba en su interior cada vez que la veía) pensó que había llegado el momento de tomar coraje y hacer de su corazón un ovillo de templanza.

            – Che, Naty –le dijo con cierto aire de nerviosismo e inseguridad; atrás quedó el personaje cínico y estoico-, no sé si tenés que hacer algo esta noche…

            – ¿Qué, querés invitarme a salir, boludo? –le interrumpió la joven, con un aire zalamero en su voz y en su mirar que confundió aún más a Eduardo y lo hizo sentir que su nerviosismo se acrecentaba, pues no sabía si ella se estaba burlando de él o si era un verdadero interés el que lo motivaba a preguntarle eso.

            – Bueno… no exactamente –quiso defenderse él de la arremetida imprevista y desalmada de ella.

            – ¿Entonces, por qué preguntás? –continuó ella con su ataque. Disfrutaba verlo así, vulnerable e indefenso ante sus embestidas, muy alejado del ser resuelto y desfachatado que ella creía ver en él como una máscara que ocultaba su lado sensible y tierno.

            – Simplemente quería saber si tenías algo planeado para hoy –Eduardo no encontraba la forma de poder llegar a tener de nuevo control sobre sí mismo, mostrar un ápice de seguridad (pues pensaba que a las mujeres lo que más las atraía era un tipo seguro de sí mismo, con una gran confianza propia, aunque no lindante con la exageración, pues a veces les fascina hacer uso de su instinto materno, sentir que el hombre no es el ser invulnerable que pretende; pensaba que debía haber una especie de armonía entre las dos posturas, dándole un poco de prelación al asunto de la propia confianza, la que él no demostraba en ese instante )-. Ya sabés, es sábado por la noche, la gente acostumbra tener algún plan…

            – ¿Vos tenés alguno? –preguntó ella, cortando, una vez más, lo que él le estaba diciendo. Era un juego que estaba disfrutando, al igual que hacía casi una hora había gozado el que le había propuesto por teléfono.

            – Yo, bueno, podría decir que sí –contestó Ortega, ya casi expirando por el chasco que ella le estaba ocasionando.

            – Decime cuál –Natalia podía parecer cruel; alguien no podría creer que habría algo de interés en ella, debido a la forma en la que estaba tratando el asunto. Apoyó los codos sobre la mesa y colocó la cabeza entre sus manos, mirando fijamente al atribulado muchacho.

            – Pienso salir con los pibes… Ya sabés cómo son las cosas –al parecer, ni él mismo se creía. Pensó que era un obtuso que había quedado, además, como un mentiroso, pues él, al preguntarle a Natalia por sus planes nocturnos, posiblemente estaría admitiendo tácitamente que él mismo no tenía nada que hacer fuera de su apartamento esa noche. Los jóvenes ven a personas como él, seres que no tienen planes para salir un sábado en la noche, como a entes extraños, poco sociables, como perdedores; conmiseración y lástima le sienten, como aquel que se compadece de los mendigos, pero que no mueve un dedo para ayudarlos.

            – Y… ¿adónde vas? –ella definitivamente estaba gozando el juego; sentía que lo ganaba por goleada, de la misma forma que el anterior- ¿Qué tal si nos encontramos?  –el golpe fue duro, certero, casi cruel.

            – ¿Qué querés saber, si a lo mejor vos no vas a esos lados? –respondió Ortega casi rogando porque ella acabara con el maldito interrogatorio y, de paso, tratando de buscarle un requiebro a la conversación, para ver si él podría, de alguna forma, tomar la batuta-. Voy a La Recoleta, ¿vos? –tiró él, suponiendo que Natalia, debido a su apariencia desfachatada y a su porte de “stone”, posiblemente, iría a Plaza Serrano o a un sitio análogo.

            – ¡Mirá vos! –exclamó ella como si hubiera sido testigo de un milagro- ¡Yo también voy para allá! ¿A qué sitio vas a ir vos? –Natalia estaba llevando las cosas al límite. De seguro que si Eduardo le decía “a tal”, ella le respondía que también iría a ese lugar.

-¡Yo me voy a la concha de tu madre! –clamó, desesperado, Eduardo-. ¡Pará ya, che, que no es gracioso! ¿Qué querés que te diga? ¿Qué no tengo plan alguno y que, por eso, quería saber si vos podías hacer algo conmigo? Ya ves, era eso lo que yo buscaba, pero vos nada más tenías que decirme que tenías algo que hacer y ya, no te jodía más.

Sintió que se había desahogado y que el juego de Natalia había llegado a su final. Ella, por su parte, quedó un poco extrañada de la actitud de Eduardo. ¿No que era el estoico, el ser imperturbable, la estatua viviente, el que sabía esconder lo que sentía, el mayor de los cínicos? ¿Cómo explicarse lo que había sucedido con Eduardo? Ella sabía, sí lo sabía, que él estaba enamorado de ella; sabía que él era incapaz de decírselo; sabía que frente a ella aparentaba ser algo alejado de lo que era (quizás se presentaba de esa manera delante de la gente, quizás era su forma de ser, la verdadera, ante los demás, pero no ante de ella); sabía que él nunca había sido grosero ni altanero; sabía que él la trataba bien, demasiado para el estándar del sexo masculino; sabía que él llegaba a ser tierno y sensible; sabía que él era atractivo e inteligente; sabía que él era distinto a los demás; sabía que le gustaba lo que él escribía; sabía que se sentía especial porque sólo a ella se lo mostraba; sabía que deseaba ser su amiga por siempre; sabía que él le producía una atracción moral; sabía que no se le había pasado por la cabeza un sentimiento diferente al cariño amistoso que le tenía. No sabía porqué, entonces, disfrutaba haciéndolo sentir mal, viéndolo rabiar, viendo cómo la miraba y se ponía colorado, viendo cómo temblaba cuando estaba con ella, viendo cómo sudaban sus manos por el nerviosismo, viendo cómo su seguridad se desvanecía cuando le hablaba, viendo cómo sonreía sin malicia cuando la veía, viendo su hermosa sonrisa, viendo sus dientes perfectos, viendo sus labios delgados, viendo sus ojos verdes, viendo su capacidad intelectual, viendo sus palabras en una hoja de papel. No sabía por qué gozaba tanto colocando a Eduardo en esa posición de estúpido, de mártir. ¿Sería que él le gustaba? Pues hubiera vuelto, también, a la adolescencia, gozando al hacer sufrir a los pobres chicos que de ella se enamoraban, que se ponían rojos al hablarle, que temblaban al verla, que sudaban mares de incomprensión y de propia falta de confianza. ¿Sería que los dos habían vuelto a la adolescencia?

– ¿Sí, boludo? Pues allí me buscás, dejá de hinchar las pelotas –replicó la adolescente ofendida, parándose de la mesa y dejando a Eduardo solo con sus ofuscaciones, sus resentimientos y sus frustraciones. Él botó la colilla del cigarrillo hacia la calle. Mientras ésta viajaba por el aire, dando vueltas y viendo próximo el fin de su pavesa, el joven la miraba hacer la parábola, rendirse ante la fuerza de la gravedad, caer en el suelo del andén y mandar a todas partes los rescoldos que brillaban incandescentes ante la poca luz que había en el exterior.

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