El síndrome del pedestal (decimosexta entrega)
Les presentamos un nuevo capítulo de “El síndrome del pedestal”, la novela escrita por Ernesto Zarza González, acá podrán leer la entrega anterior:
XVI.
-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo séptimo (Violencia). Aro I: Violentos contra el prójimo. Salteadores.
“¿Cuándo voy a poder
convertir el teatro de mi triste miseria
en labor de mis manos y en amor de mis ojos?”
CHARLES BAUDELAIRE, ‘El mal monje’.
La suerte de Virgilio era la que necesitaban los que iban a acometer la arriesgada empresa. Si bien es cierto que llevaban ocho meses planeándolo todo, haciendo un seguimiento de las personas, comprando policías y estableciendo bases y centros de operaciones, estaban en la obligación de darle su crédito al Destino si todo salía bien.
“Bisoñé” era el encargado de llegar con el taxi al sitio del siniestro; “El Negro” debía bajarse rápidamente al encontrarse el vehículo cerca de la casa de la víctima, de tal manera que atrapara al muchacho por la espalda, cerrándole la boca así fuera a punta de trompadas, lo que, se puede imaginar uno, le debía producir una inmensa lástima a Lucas, unida a un sentimiento de piedad, la misma lástima que lo debió haber atrapado en sus redes el día en que llegó a “Mi Recoveco” exudando alegría y satisfacción porque dejó medio muerto en la calle a un chico que no quiso regalarle un cigarrillo. Mateo iría en el taxi con Lucas y “Bisoñé” y, en caso de ser necesario, ayudaría a “El Negro”, aunque no era muy probable que éste necesitara del complemento que su jefe le pudiera brindar.
Dos personajes vestidos con el uniforme de la policía de la Capital Federal bien hubieran podido llamar la atención en el norte del casco urbano bonaerense, en la localidad de San Isidro. Dos policías fuera de su jurisdicción deberían despertar sospechas, máxime si estaban dando rondas por la casa de uno de los más sobresalientes personajes del sector. Pero sus azules atuendos no fueron objeto de suspicacia ni de censura; los dos policías siguieron, impertérritos, haciendo la consabida guardia.
A las tres de la tarde arribó un automóvil conducido por un joven de aproximadamente veinte años de edad; hasta un ser poco entrenado en las artes del buen fisonomista podría atisbar de lejos a un universitario que llegaba a su casa, cansado luego de un día de vanas clases y de basuras magistrales. Debía apearse del vehículo para abrir la puerta del garaje; miró con recelo alrededor, se tranquilizó un poco al ver a los dos policías que caminaban hacia él (sin prestar atención al color más oscuro del uniforme, en comparación con el de la policía bonaerense), por lo que bajó del auto con una tranquilidad casi infantil. Los uniformados llegaron al sitio en el que él se encontraba y le entablaron una escueta conversación. En ese momento un taxi arribó como si fuera un carruaje de guerra hitita, raudo y pesado, se detuvo en el lugar en el que se hallaban los policías y el muchacho; un hombre con el rostro embozado, de contextura delgada, pero dotado de una extraordinaria fuerza muscular, descendió del taxi, se acercó con un revólver en la mano a los policías y al chico, les gritó, los amenazó e hizo de lado a los guardias y atacó al joven con un golpe en la cara que lo dejó anonadado. A continuación lo agarró por los cabellos, jalándoselos con fuerza, y lo arrastró hacia el interior del taxi, que lógicamente seguía con el motor encendido. Como si fuera un suspiro hecho por un amante que nunca quiso al objeto de sus mentiras, el taxi se alejó, dejando todo como si nunca hubiera pasado por allí, como si no hubiera existido. Los policías, entre tanto, se subieron al auto del universitario y se alejaron del sitio del secuestro como si fueran ellos los que huían de alguien.
El taxi se detuvo, una hora después, frente a una desvencijada casa de Banfield; en ella habitaba aquel que había socorrido a Mateo luego de su escape de prisión, su amigo, quien lo alimentó, quien le dio dinero, quien lo ayudó, prácticamente el único ser en el que él podía ver la imagen de un padre. Bajaron al chico, que estaba con el rostro cubierto y que se movía con dificultad; el muchacho fue objeto de una andanada de golpes mientras el auto viajaba por una de las autopistas que pasan por encima de la Capital Federal como si de rutas siderales se tratara. Con brusquedad el plagiado fue introducido al inmueble; los golpes y los insultos eran dados con saña y prodigalidad. “Bisoñé” entró el taxi a una especie de patio interior, dejando un campo para el auto en el que habían de llegar los dos uniformados.
Dos personajes vestidos con el uniforme de la policía de la Capital Federal bien hubieran podido llamar la atención en el sur del casco urbano bonaerense. Dos policías fuera de su jurisdicción deberían despertar sospechas, máxime si estaban entrando un auto particular al domicilio de alguien de dudosa reputación. Pero sus azules atuendos no fueron objeto de suspicacia ni de censura; los dos policías siguieron, impertérritos, al patio interior de la vivienda.
En San Isidro nadie, ni los que habitaban la casa del muchacho, se percataron de lo que sucedió; en Banfield, por otra parte, todos los ojos a esas horas estaban cerrados. La suerte de Virgilio los había acompañado. Fue un trabajo que les otorgaba motivos para celebrar: limpio, pulcro, hecho profesionalmente, sin daños en los equipos, sin perjuicios personales, sin tener que dar explicaciones, sin potenciales testigos en su contra. Perfecto.