El síndrome del pedestal (cuarta entrega)

Les presentamos la cuarta parte de la novela escrita por Ernesto Zarza González (erzagon@gmail.com). Acá pueden leer la entrega anterior.

Dante2

IV.

 

-Fantasmas que rondan por el Infierno de Dante-. Círculo octavo (Fraude), Aro IX: Diseminadores de discordias.

 

“En la naturaleza no hay pasión más diabólicamente impaciente  que la del hombre que, temblando al borde de un precipicio, piensa lanzarse a él”.

EDGAR ALLAN POE, ‘El demonio de la perversidad’.

 

            Ortega se encontraba en el Hospital Argerich, en pleno barrio de La Boca, a unas pocas cuadras de La Bombonera, la cancha de Boca Juniors. Una turbamulta de reporteros se agolpaba en la entrada del sanatorio, entre la que destacaban los camarógrafos, los noteros y los productores de los programas de televisión quienes, creyéndose superiores y con más derechos que los otros periodistas, se encargaban de manera pretenciosa de separarlos, con el fin de realizar todos los movimientos de cámara y paneos necesarios para captar las imágenes y los ángulos más favorables. Los representantes de los medios gráficos, los reporteros, los cronistas y los fotógrafos, así como los radiales, entre tanto, no se dejaban amedrentar por las gastadas muestras de superioridad que sus colegas televisivos pretendían imponer, por lo que el barullo, los codazos y los empujones iban de un lado a otro ayudando a formar un pandemonio propio de un cuadro de El Bosco y sus visiones dantescas.

            Los familiares de la mujer que requería de un nuevo hígado se veían acosados sin descanso, mientras que la propia convaleciente se escondía de los periodistas, de la misma manera que lo hace un animal de presa al percibir la cercanía de un depredador, hastiada de esa persecución sin límites que era llevada a cabo de manera sistemática y con suma paciencia; su mente no hallaba explicación alguna para tan macabra molestia: ya les había dicho lo que querían escuchar, les estaba agradecida porque gracias al interés y al filántropo afán que tuvieron de ayudarla el país se enteró de sus necesidades, era consciente de que, para sobrevivir, era necesaria la ayuda de los periodistas, pero, sin embargo, no soportaba ser molestada en cada momento y en cada lugar, como si su privacidad hubiera desaparecido, como si ella fuera propiedad exclusiva de los medios de comunicación.

 

Atendiendo a las circunstancias, Eduardo Ortega pensaba que cualquiera creería que a favor de la mujer podría argüirse la eterna muestra de modestia que va implícita en las personas sencillas, pero no era así: la soberbia que demostraba podía ser la que acabara con el tedio al que la sometía la situación en la que se encontraba. Ella pensaba que, si bien gracias a los medios de comunicación podía tener la posibilidad de acceder al transplante de hígado que tanto requería, también ellos debían agradecerle por la falencia de su órgano, pues muy sabida era la cabida que los medios otorgaban a todas las noticias de ese género, “mediatización con calor humano”. A pesar de lo que podía pasar por las neuronas de la mujer, no consideraba la actitud de los periodistas como la de quienes deberían estar dando muestras de reconocimiento, sino que, por el contrario, la veía como la de unos petulantes que se aprovechaban de su caso para seguir adelante en la inhumana lucha por el ‘rating’.

            En resumen, ella no se sentía como un ser humano al que ayudaban por su condición de tal; en cambio, lo que pasaba dentro de ella era el sentimiento de desazón que puede sentir quien trabaja para otro sin provecho alguno para su persona. Mientras a ella no le dieran el hígado los medios tendrían mucha más cuerda para enrollar; cuando lo consiguiera, si llegaba ese día, se solazarían mostrándole a todo el país su bondad, por la cual esa necesitada alma en pena pudo seguir adelante con una existencia que por poco se le fue de las manos; si ella moría tampoco dejaría de ser noticia por un buen lapso. Resultado final: los medios siempre triunfarían y su don de gentes seguiría latente por mucho tiempo, calando en la psique de las personas.

            Los profesionales de los medios, por otra parte, y a diferencia de lo que podría pensar la mujer, en la mitad de la lucha sin cuartel que entre ellos mismos se libraba con el fin de obtener la tan ansiada ‘primicia’ (que en ese caso podía ser, por ejemplo, la declaración de una prima segunda de la abuela de la tía de la sobrina de la enferma, en la que le agradece a la divina providencia por haber hecho que el ojo derecho de la señora no fuese el que había que sacar para poder colocarle el hígado de un tercero, o la del hermano del vecino del amigo de la infancia del entrenador del equipo de fútbol en el que jugó el abuelo del padre de un ahijado del señor que vende choripanes en la esquina, en la que comenta, con suma delectación, cómo llegó a ver que la señora tenía un hígado que cualquier consumidor avezado de bebidas alcohólicas envidiaría: era capaz de tomarse toda la cerveza de un quiosco y no caer presa de la más terrible de las borracheras, hecho por el cual no se explicaba cómo, en las circunstancias actuales, tal heroína de los bares requería de un transplante con suma urgencia, siendo que él había sido testigo presencial de sus proezas etílicas, por las cuales era denominada “La Descorchadora”), habían de realizar labores de producción seriamente impactantes, por las cuales la sociedad haría uso del derecho a la información que posee, esto es, el ejercer la facultad que tiene de recibir noticias claras, concisas y veraces de los hechos que como comunidad humana plenamente formada le interesan. Por ello, el que una señora requiriese con urgencia relativa de una operación por motivos de las insuficiencias hepáticas de las que pudiera adolecer no es, en sí, algo que afecte al tejido social, pero sí lo es el saber que los hospitales cuentan con los medios idóneos para llevar a cabo ese tipo de intervenciones quirúrgicas y que todos los ciudadanos de la nación pueden disponer de la posibilidad de gozar de una de esas operaciones cada vez que lo requieran al tener el conocimiento, que los medios de comunicación les ha otorgado, de que de esa manera puede ser.

            En conclusión, la ciudadanía en general debería estar agradecida por la efectividad que de sus derechos los medios les conferían, de la misma manera en que habría de estarlo la señora a la que con tanta generosidad estaban ayudando. En virtud de lo enunciado, desplegaban todo su aparato mediático, sin que terciase ningún otro interés más que el público: el fin de toda labor periodística desempeñada con ética y con probidad.

            A pesar de que un irónico placer le causaba pensar en ello,  Eduardo Ortega estaba un tanto fastidiado por la multitudinaria presencia de sus colegas y por la frustración que sentía por haber sido designado para esa tarea. De su mente no se alejaba la idea de que podía encontrar otra noticia, más interesante por lo demás. Mientras escuchaba las declaraciones de un familiar de la ‘víctima’ de los medios, en las que alababa la labor de los mismos, a pesar de que a veces leyera mal el guión que le habían dado, sonreía con sarcasmo al pensar que su jefe había de estar en esos momentos despotricando en contra de él y de su querida madre de la dulce forma en que sólo Pirobovich sabía hacerlo. Con su sonrisa a cuestas observaba lo que acontecía a su alrededor, como si de un espectador de una tragicomedia se tratara, solazándose con los empellones que entre sí se prodigaban sus colegas, de los insultos que bullían como el agua hirviendo, de los trompicones que a veces volaban por ahí y de la molestia que ocasionaban a los otros enfermos y al personal que trabajaba en el hospital. Al ver la feria de los periodistas le parecía estar presenciando la escena de un grupo de hienas peleando con los leones y los buitres por un pedazo de carne putrefacta. El símil lo hizo sentirse ocurrente.

            Y, porque su espíritu estaba volando sobre las inmensas sabanas del continente negro, una nubosidad se apoderó de su vista, haciendo que dejara pasar por alto a un grupo de enfermeros que llevaban en una camilla el cuerpo, cubierto por una sábana, de lo que podría ser un hombre. Parecido a un boxeador llamado a la realidad por una campanada, espabiló un segundo, moviendo la cabeza de un lado a otro, sacudiendo la modorra que tenía, para enfocar su mirada sobre el objeto que motivó su curiosidad. Amparado por su credencial profesional, se permitió seguir a los camilleros, procurando indagar por lo que le sucedió al hombre que transportaban. Sin que le importaran las negativas ni las reticentes miradas que los enfermeros le dirigían, persistió en su indagatoria, como si la hubiera sacado de los libros de ejemplos para situaciones similares que los fiscales de todo el mundo detentan debajo de sus brazos, tomando de ellos el modelo universal de obstinación: “Cómo ser un buen fiscal y no ser asesinado en el intento”. Los eximios guardianes de la salud pública, mientras, trataban de interponerse  entre Ortega y el herido (de tal manera se encontraba aquel al que transportaban), sin importarles por un instante los pedidos que el periodista les hacía.

            – Che pará, pará un rato -pidió el enfermo, sacando la cabeza de la sábana y mostrando un rostro plagado de cortadas, así como de equimosis causadas por los golpes recibidos,  a los que lo transportaban al pabellón de urgencias; lo hizo con una voz que daba a entender claramente su deseo, mientras intentaba, en balde, mover su cuerpo con el fin de quedar de frente a Ortega.

            – ¿Pero qué, boludo, no ves que andás para atrás? -farfulló de muy mala gana uno de los simios que lo cargaban.

            – Pará, che, pará, que este pibe es periodista y quiero que se entere de lo que me  hicieron esos turros -explicó el enfermo.

            – Nada, que no vamos a parar, che, que andás desangrándote -replicó el mismo enfermero, quien parecía ser el que se había designado a sí mismo corifeo del grupo.

            – Mirá, no te hagas problema -le dijo Ortega al enfermo-; espero a que te hagan las curaciones necesarias y hablamos, ¿vale? Voy a estar pendiente de cuando salgás.

            – Eso no será por ahora -rezongó, nuevamente con mal talante, el vocal de los enfermeros-. Este pibe necesitará un reposo bastante prolongado.

            – ¡Fue Mateo, el puto de Mateo! -bramó, presa de un paroxismo de rencor, el enfermo. Fueron las últimas palabras que alcanzó a mascullar.

            – ¡Che!, ¿dónde puedo conseguirte después? -trató de saber Ortega, dirigiéndose al muchacho; los camilleros se lo llevaban presurosamente-. ¡Pará! -hubo de gritarle al enfermero-, mirá que este es un caso del que debe enterarse la gente. ¡Soy periodista, vos sabés que no podés hacerme esto!

            Tan sordos como una tapia y tan tercos como un viejo que no desea darle la razón a un niño, los camilleros continuaron sin prestar atención a los pedidos de Ortega y a los gritos del herido, que juzgaba que lo que le había acontecido era digno de ser conocido por todo el mundo, como si él fuese a la única persona en el mundo a la que le habían cortado la cara en una riña callejera. Franqueando la puerta que decía “urgencias” entraron con su fardo; uno de ellos quedó al pie de la puerta con el objeto de impedirle el paso a Ortega.

            Del exterior llegaban los ensordecedores gritos que eran emitidos por las gargantas de los periodistas que intentaban que un personaje cualquiera diera una declaración, la que fuera, que sería suficiente para demostrarle al jefe que habían logrado una nota. El ronroneo de los autos que pasaban por la avenida Almirante Brown  mezclaba su ruido con la batahola formada por los representantes de los medios de comunicación, mientras que el frío que se sentía, como muestra de que el invierno se negaba a cumplir su ciclo, hacía que las demás personas acudieran a cualquier forma de abrigo que los librara de sentir entumecidos sus miembros. Pero no había problema, pues faltaban contados días para que la primavera fuera plena y, si el tiempo seguía presentándose tan variable e impredecible como se había mostrado a lo largo de ese año, muy posiblemente podrían tener una ola más de calor antes del advenimiento de la pasión primaveral.

            Para fortuna de Ortega -y de los internos del Hospital- era casi imposible que las cámaras de televisión, con el engranaje que implican, junto a la caterva periodística que las siguen, entraran al pabellón en el que él se encontraba en esos momentos. Agradecido por ese envión del destino, que evitaba cualquier tipo de interferencia entre él y su futura nota, se rió de sus colegas y se dispuso a escuchar el sordo clamor que emitía el silencio sepulcral que reinaba en la institución. Sin saber qué demonios hacer, aparte de deleitarse con el ensordecedor silencio, se quedó un instante de pie frente a la puerta de urgencias, observando su alba y fría presencia.

Pensó en cuánto odio le tenía a los hospitales y al color blanco muerte que siempre los acompaña, como si Tánatos a propósito hubiera trocado su negro ajuar. Las únicas ocasiones en las que había ingresado a una clínica fueron porque, por motivo de cuestiones relativas al amor familiar y al deber de la amistad lo motivaron: una visita a su abuela, que se encontraba sumamente delicada por un cáncer, que terminó matándola, y otra a un gran amigo al que conoció en la Facultad, quien contrajo un virus, una neumonía, que hizo que lo internaran con urgencia. A pesar del odio, de la tirria o de la fobia (no sabía bien qué era lo que le producían las clínicas y los hospitales) que sentía por entrar a esas edificaciones, nunca se habría perdonado el haber faltado a la obligatoria cita que para con su abuela y para con su amigo tenía. Colocaba a la familia y a la amistad en un pedestal bien alto y no iba a permitir que, por un nimio sentimiento de debilidad, ellos pasaran esas duras etapas de su vida sin sentir su apoyo y su compañía. Si fallaba en esa necesaria, forzosa e imprescindible obligación no podía darse el lujo, después, de sentirse nieto de una y amigo del otro.

            Cavilando de esa manera, Ortega empezó a sonreír in mente al percatarse de que en ese momento estaba en un hospital, en uno de los odiados edificios, no por un amigo o por visitar a algún familiar, sino por perseguir una nota que su jefe, el querido y respetado Pirobovich, le exigía. ¡Como si no se hubiera percatado de la artera sonrisa que “el Ruso” no evitó esconder al designarle esa tarea! De hecho, era una sonrisa bien distinta a la que esbozó “Nacho” la primera vez que él entró a la sala de redacción. En esa ocasión, recordaba, la adulación de la que fue objeto fue superior a la que los cortesanos experimentados demostraban a los reyes de antaño (y a los políticos y a los capitalistas de ahora); no había parangón alguno, se decía Ortega con sarcasmo, entre el pancismo de Pirobovich y el de los miembros de las Cortes de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. El personaje que lo había recomendado, Federico Broening, era uno de los periodistas más respetados del país: a su parecer se avenían filósofos, empleadas domésticas, intelectuales, campesinos, atletas, sedentarios, actores, camioneros, ministros, secretarios, jueces, cartoneros, nómadas y politicastros; sus juicios, generalmente erróneos, eran aplaudidos cuando los daba con ardor, pero, si otra persona  los emitía, sería motejada de estúpida y banal, lo que en el fondo no dejaba de ser verdad.  Así, Pirobovich pensaba haberse granjeado el favor de Broening al aceptar en el diario a uno de sus recomendados, por lo cual el trato que originalmente le dispensó a Ortega era de los más comedidos del mundo, por no decir servil y zalamero. El tiempo, con las argucias que él mismo se encarga de entretejer para dirigir los destinos de los hombres, hizo acopio de todas sus artimañas para hacer que la situación variase de color: poco a poco Pirobovich fue percatándose de los planteos mordaces de Ortega, así como de sus singulares pensamientos respecto al deber que debía cumplir, hecho por el cual terminó formándose entre ellos una guerra personal, en la que Ortega disfrutaba a cabalidad de todos y cada uno de los ataques que su jefe y contrario le dirigía.

            Tan frío se había mostrado Eduardo Ortega con Ignacio Pirobovich en toda ocasión en la que discutieron, como fría era la blanca e inmaculada puerta del hospital, marcada con el sello ‘Urgencias’, que estaba frente a él, ese pedazo de madera trabajada que lo separaba de lo que, estaba seguro (un presentimiento de esos que no pueden explicarse acometió a Ortega como lo hacían las falanges de Alejandro Magno a sus enemigos), sería la fuente de una estupenda crónica policial en la que la persona llamada Mateo, el nombre que con tanto ahínco -marcado por el encono- pronunció el golpeado, habría de ser el protagonista principal; no había que ser muy perspicaz ni gozar de una especial capacidad de deducción periodística para caer en cuenta de ello.

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