Utopías en la era de la supervivencia, un libro de descarga gratuita
Tenemos el gusto de presentarles el libro Utipías en la era de la superviviencia, de Omar Felipe Giraldo (@ofgiraldop). Este libro puede ser descargado, de manera gratuita, haciendo click en alguno de los siguientes vínculos:
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Agradecemos al autor el habernos permitido reproducir un aparte de uno de los capítulos del volumen en nuestra página:
El discurso utópico y la auto-extinción de la humanidad
Si bien durante el siglo XIX la idea moderna del progreso fue la creencia más optimista de la humanidad acerca de sí misma, las dos guerras mundiales, pero particularmente el temor sobre la devastación global que podría sobrevenir luego de Hiroshima y Nagasaki, y la posterior escalada armamentista nuclear por parte de distintos países del mundo, sembraron, en la segunda mitad del siglo XX, un profundo pesimismo frente al futuro y un exacerbado miedo por la probabilidad de la auto-extinción de la especie humana sobre el planeta. La construcción del Muro de Berlín en 1961 y la crisis de los misiles en Cuba en 1962, aumentaron el pánico frente a la destrucción, a causa de lo que se pensaba sería una inminente guerra nuclear entre las superpotencias de ese entonces. En 1982 se calculaba que el poder explosivo de las bombas atómicas existentes equivalía a veinte mil millones de toneladas de dinamita, y se sabía que había por lo menos 15.000 objetivos a los que apuntaban los misiles y las fuerzas de bombardeo de Estados Unidos y la Unión Soviética. Con mucha razón Jonathan Schell (1982: 69) escribía para el mismo año en una sentencia apocalíptica: “Después de varios atroces sufrimientos –refiriéndose a lo que ocurriría tras un holocausto nuclear–, se irá extinguiendo totalmente la especie humana: entonces cada país se convertirá en una república de insectos y de hierba”.
En la actualidad, el potencial destructivo de las cerca de 24.000 armas nucleares que existen, es diez mil veces mayor al de todas las armas utilizadas durante la Segunda Guerra Mundial. Si consideramos que con el estallido del 1% de esos artefactos, sería suficiente para que sucediera un espantoso invierno nuclear , es claro que tampoco ahora podemos sentirnos liberados. Sin embargo, tras el fin de la Guerra Fría, el temor de una hecatombe de tales proporciones se disipó considerablemente, y el miedo a que la sociedad moderna estuviera en la ruta hacia una catástrofe planetaria y ad-portas de un suicidio colectivo, paulatinamente fue trasladándose del discurso de la devastación atómica, al de un cataclismo ecológico.
En efecto, el enunciado acerca de que la especie humana se estaba destruyendo a sí misma, fue introduciéndose a la retórica ambientalista debido a la progresiva evidencia de la capacidad depredadora de la sociedad industrial en crecimiento. Así, en 1962, al mismo tiempo que la humanidad se acercaba al borde del holocausto por la crisis de los misiles en Cuba, Rachel Carson publicaba Primavera Silenciosa, obra considerada ícono del movimiento mundial ambientalista. Carson en este libro denunciaba el peligro que los residuos tóxicos y los agroquímicos implicaban para la vida en su conjunto. Lo que interesa, es la manera como se comenzaban a relacionar los enunciados que habían surgido como producto de la Guerra Fría y la creciente preocupación por los daños de la sociedad industrial sobre el ambiente: «La cuestión –escribía Carson (2010:102)– es si alguna civilización puede desencadenar una guerra implacable contra la vida sin destruirse a sí misma, y sin perder el derecho a llamarse civilización”.
En 1972 la preocupación frente a la posibilidad de autodestruirnos, debido a la insostenible civilización construida, estaba literalmente expuesta por el Club de Roma en Los límites del Crecimiento, informe en el que se anunciaban las barreras impuestas por la naturaleza al crecimiento demográfico. El texto subrayaba que en el supuesto de que la humanidad siguiera incrementándose incontroladamente: “…cualquier fracción de la población que sobreviviera al final del proceso contaría con muy poco para construir una sociedad bajo cualquier forma imaginable”. Es revelador cómo el miedo de la auto-destrucción a consecuencia de la carrera armamentista, estaba reflejándose en el discurso ambientalista: “El meollo de la cuestión no es solo la supervivencia de la especie humana sino el que esa supervivencia pueda mantenerse sin caer en un estado de existencia que no valga nada” dice la conclusión del texto (Meadows, 1972: 213 y 246). Si tenemos en cuenta que estos documentos sirvieron de sustento al movimiento ecologista de los setenta, era de esperarse que su discurso estuviera permeado por el temor hacia la extinción de la humanidad, no solo por el exterminio que generaría una guerra atómica , sino ahora, por la amenaza que para la vida representaba la ruina medioambiental ocasionada por la sociedad industrial.
Para la segunda mitad de los setenta, este tema ya no solo incluía la contaminación química o el crecimiento demográfico, sino también el calentamiento global antropogénico, descubrimiento que sería decisivo para que el pánico de la auto-extinción se trasladara definitivamente al discurso ecologista. Aunque desde finales del siglo XIX Svante Arrhenius había asociado el dióxido de carbono con la variación del clima, solo hasta 1975 se empezó a predecir que la temperatura comenzaría a aumentar como resultado del incremento del CO2 atmosférico . No obstante, faltarían varios años y diversos acontecimientos para que el tema se constituyera en el punto aglutinante de los enunciados utópicos en torno a la continuidad de la vida. Como suele ocurrir, los datos recopilados durante los primeros años del calentamiento planetario eran todavía controvertidos para la comunidad científica, y el miedo a que ocurriera una guerra nuclear, era mucho mayor en comparación frente aquel que podría ocasionar el efecto invernadero a consecuencia de la emisión de gases contaminantes. De cualquier manera, el tema permanecía aún dentro de un círculo demasiado especializado y totalmente ajeno para la mayoría de la población.
Asimismo, el discurso científico en torno a la crisis ambiental no era parte de la agenda política de la izquierda, dominada en ese entonces por el marxismo ortodoxo . De hecho la idea de que la creciente industrialización estaba afectando dramáticamente el ambiente, era una tesis que contradecía el desarrollo de las fuerzas productivas pregonada por el marxismo como requisito inexorable para llegar al estadio superior del comunismo. Si aceptamos el argumento foucaultiano de que la configuración de ciertos enunciados, que son admitidos por verdaderos, define no solo lo que puede ser dicho, sino también precisa lo que debe ser excluido, rechazado y juzgado, nos percataremos de que los enunciados de los movimientos ecologistas, y el naciente discurso científico acerca de los graves perjuicios que estaban ocurriendo en el entorno, eran incompatibles con aquellos que divulgaba el discurso prevaleciente en la izquierda de la década de los setenta y los ochenta.
De manera semejante, no solo el tema ecológico, sino la cuestión campesina, estaba excluida por el marxismo ortodoxo para inspirar cualquier tipo de agenda política. Específicamente, en el debate académico latinoamericano, tuvo especial fuerza una corriente de pensamiento conocida como “descampesinista”, la cual aseguraba que debido al implacable desarrollo del capitalismo, el tipo de producción campesina era económicamente inviable y, por tanto, estaba condenada a desaparecer. Para los autores que defendían tal posición , la muerte del campesino no sería un factor indeseable; por el contrario, una vez estuviera proletarizado, sería altamente susceptible de que adquiera una conciencia de clase en igualdad de condiciones al del obrero urbano, y así, unirían sus luchas para el derrocamiento del capitalismo (Kay, 2005).
No desconozco que los estudios de Aleksandr Chayanov sobre la economía campesina, habían tenido una enorme influencia en las investigaciones académicas latinoamericanas sobre el campesinado en los años setenta. Incluso junto a la corriente “descampesinista” surgió un álgido debate con otros académicos opositores, quienes apoyados en gran medida en Chayanov, defendían la importancia de las pequeñas unidades campesinas en contravía de la proletarización que auguraban y deseaban los marxistas ortodoxos. Aún así, eran discusiones exclusivas de los ambientes académicos, y no de los movimientos sociales, los cuales estaban concentrados en el ideal de la industrialización que proponía el marxismo-leninismo, como vía inobjetable para la consecución del comunismo. En realidad, el campesino durante el auge del marxismo era visto como víctima, y un instrumento necesario para la revolución, pero en esos años no estaban dadas las condiciones para considerar sus racionalidades, y menos las indígenas o las afro, como fuente epistémica para constituir alguna utopía.
Quizá el movimiento de la contracultura que se difundió por el mundo en los años setenta podría representar una diferencia en ese aspecto, dado que su filosofía se basaba en el ideal de la vida del campo y el contacto directo con la naturaleza. Sin embargo, el movimiento no buscaba una utopía para que la humanidad la adoptara, sino que era una manera de aislamiento para un grupo de individuos en concreto, que rechazaba y criticaba la vida industrializada y opulenta de las ciudades altamente industrializadas. La conciencia ecológica o los saberes campesinos como fuente de una utopía universal, no encontraban el terreno fértil para que surgiera el haz de relaciones de enunciados de un discurso político como el de la utopía del Buen Vivir.
Mi proposición es que, entre el final de los ochenta y el comienzo de los noventa, es el periodo determinante que da base a las utopías contemporáneas en Latinoamérica, las cuales, en mi criterio, son construidas de diversos enunciados, pero posibles gracias a que el tema de la reproducción de la vida pudo ponerse al centro del debate.
Ya desde finales de los setenta los fondos económicos para la investigación climatológica aumentaron vertiginosamente, y pronto los hallazgos del impacto de la sociedad sobre el aumento de la temperatura atmosférica, fueron convenciendo a los escépticos. No ignoro que una de las razones por la que incrementaron los recursos para los científicos interesados en el calentamiento global, fue la necesidad de legitimar la implantación de plantas nucleares, luego de la crisis del petróleo de 1973, pues un discurso elaborado alrededor de las supuestas “energías limpias” podría servir de ayuda para validar su aceptación. No libre de sospechas del por qué un discurso cuyo contenido pone en cuestión el modelo capitalista industrial, no es censurado, sino incitado a ser dicho, es indudable que éste es el elemento fundamental para que se confirmara la idea prevaleciente durante la segunda mitad del siglo XX: que la humanidad, encarrilada en el progreso técnico, se estaba destruyendo a sí misma.
De acuerdo con Lovelock (2006), el tema del calentamiento global llegó al público en 1988, cuando el científico Jim Hansen advirtió al Senado de los Estados Unidos que la Tierra estaba más caliente que en cualquier otro momento del cual se tuvieran registros. Pero el hecho decisivo para que el discurso saliera de los confines científicos y aterrizara en el área política ocurrió en 1989, cuando el tema fue institucionalizado con la conformación del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático –IPCC–. Sabemos que durante la historia occidental, el miedo al fin del mundo ha dado lugar a las más extravagantes especulaciones y predicciones sobre el futuro, lo cual por supuesto, debe mucho a la tradición judeocristiana del juicio final. Pero una cosa son las elucubraciones fatídicas de profetas agoreros, y otra muy distinta, que los vaticinios pesimistas sean hechos por 3.500 científicos agrupados bajo el seno de las Naciones Unidas y la Organización Meteorológica Mundial. Como dice Foucault (2010), para que un discurso adquiera el estatuto para ser discutido, es necesario determinar los ámbitos institucionales por donde el mismo circula, se legitima y se reproduce. Y en tal sentido, el nacimiento del IPCC, es el evento con el cual el dilema de la supervivencia de la especie, adquirió finalmente la categoría necesaria para que pudiera ser comunicada, y emergieran discusiones políticas sobre la base de dicho enunciado.
En efecto, y aunque las predicciones fueron empeorando y afinándose en los informes más recientes, el primer documento del IPCC publicado en 1990, contenía pronósticos realmente desesperanzadores: temperatura incrementándose más rápido que lo registrado durante los diez mil años anteriores; afectación de la producción agrícola y cambio en el comportamiento de plagas; alteración de los sistemas de lluvias; muerte de bosques y transformación de ecosistemas; extinción de especies y reducción de la diversidad biológica del planeta; descongelamiento de los casquetes polares, aumento del nivel del mar e inhabitabilidad de zonas costeras; polución del aire; aumento de la pobreza de pueblos en los que su economía depende de la naturaleza; éxodo; incremento de enfermedades; disminución de la disponibilidad de alimentos y agua; vendavales, ciclones naturales, inundaciones y sequías extremas. Todos estos eran fenómenos que estaban respaldados por la autoridad del discurso científico, y daban fiel validez a la disyuntiva existencial en que la humanidad estaba inmersa.
Quiero llamar la atención sobre el hecho de que a la vez que se conformaba el IPCC, y se publicaba su primer informe, el mundo presenciaba la huída de centenares de miles de personas hacia Alemania Occidental, lo que produciría el derrumbe del Muro de Berlín y el colapso de la Alemania Oriental. Este suceso desencadenó la caída de los gobiernos comunistas de Checoslovaquia, Bulgaria, Rumania, Polonia, Hungría y Yugoslavia, hasta que en 1991 se desplomó finalmente el bloque soviético y, en general, el sistema socialista. En todo caso, el fin de las utopías marxistas coincidió con el arribo del calentamiento global a la discusión pública y la agenda política internacional, y con ello, el miedo a la auto-extinción de la humanidad abandonó el discurso nuclear –el cual se había incrementado durante la década de los ochenta–, y se incorporó cómodamente en la retórica ecologista. A mi juicio, la concurrencia de estos dos importantes acontecimientos fue el elemento determinante para que más tarde las nuevas utopías intentaran responder al interrogante de cómo hacer posible la continuación de la vida.
Sin embargo hoy en la distancia histórica, es claro que en ese instante no era posible que surgiera un discurso como el del Buen Vivir. En verdad, en el comienzo de los noventa –y desde mucho antes– el discurso utópico había entrado en una profunda crisis, hasta el punto de que muchos pensadores tildaron el desmoronamiento del “socialismo real” como el “fin de las utopías”. Incluso Francis Fukuyama (1992), interpretó ese momento con el nombre del “fin de la historia”, en la medida que para él, las diferentes sociedades del planeta se dirigían inexorablemente hacia la creación de democracias capitalistas liberales como último proceso de la historia universal. Estas afirmaciones en cierto modo estaban de acuerdo con Karl Popper (2010), quien después de la Segunda Guerra Mundial había asegurado que el intento de llevar el cielo a la Tierra produce el resultado invariable de transformar la Tierra en un infierno. El problema de estas posiciones, es que una sociedad no podría vivir sin utopías, en la medida en que éstas son las armas de la imaginación de las que se hace uso, cuando ciertos grupos consideran injusto e inicuo el orden social vigente. Pensar en el “fin de las utopías” sería como aceptar que la humanidad reconocería finalmente el capitalismo como un sistema inmutable y sin alternativa. De modo que el cuestionamiento no era si las utopías habían muerto o no. La pregunta para ese momento era ¿cómo considerar el nacimiento de una nueva utopía, cuando el fracaso del marxismo ortodoxo había sido tan reciente y contundente?
El mayor inconveniente para la emergencia de otra opción, era que la dominación del socialismo positivista durante el siglo XX había excluido la posibilidad de cualquier otra alternativa utópica, y los representantes de la izquierda estaban en la muy complicada situación, de no haber permitido la actualización histórica de las voces disidentes existentes desde los orígenes del marxismo, aunado a la imposibilidad de seguir defendiendo un discurso que había perdido toda legitimidad para seguir siendo proclamado. Creo que es precisamente en ese momento, cuando la distopía de la debacle ecológica resultaba ideal para que comenzara a ser abanderada por el discurso anticapitalista, dado que –como ha enseñado la historia–, las profecías de corte apocalíptico abren la puerta a la imaginación social y dan pie a que se creen utopías que contradigan el sombrío futuro que ya ha sido previsto.
La cuestión era que la tesis marxista de la industrialización y el crecimiento económico del Estado, era incongruente con las pruebas de que esa misma vía había devenido en catástrofe planetaria. Al fin de cuentas como el comunismo del siglo XX y el capitalismo no habían sido muy diferentes entre sí, ambos discursos estaban afrontando una crisis de pensamiento para poder decir algo diferente. De hecho, el problema que empezaba a hacerse evidente, no era solamente el de un modelo económico, sino que la racionalidad moderna no hallaba respuestas satisfactorias para enfrentar los profundos dilemas civilizatorios. En todo caso, el tema de la no asegurada supervivencia de la especie era propicio para erigir una nueva utopía, pero los países occidentales no encontraban en su propia cultura las fuentes para elaborar un discurso realmente renovado. Era la periferia, el lugar donde estaban las racionalidades aún no avasalladas por la locomotora de la modernidad, y que más tarde empezarían a ser escuchadas. La dificultad residía en que los conocimientos ancestrales de dichos pueblos habían sido considerados durante siglos un obstáculo, ya que, de acuerdo con la lógica moderna, eran prejuicios pre-científicos y constituían el pasado, el atraso, y un estorbo al progreso .
Sin embargo, en esos mismos años ocurrieron varios acontecimientos para que el mundo paulatinamente comenzara a ver con otros ojos las racionalidades de las culturas históricamente subordinadas. Uno de ellos fue la consolidación del movimiento indígena en Latinoamérica , suceso que coincidió con la conmemoración de los 500 años de la invasión del continente americano. Este hecho sirvió para que el resto de la sociedad advirtiera las demandas históricas de los pueblos indios, y comprobara la marginación de la que aún eran víctimas, luego de cinco siglos de opresión cultural. En efecto, en el año de 1990 se formó un multitudinario levantamiento indígena en Ecuador, el cual logró poner sobre la mesa el debate de la interculturalidad y la plurinacionalidad. Y para el mismo año en Bolivia, se realizó la Marcha por el Territorio y la Dignidad, movilización que buscaba defender las tierras de diversas comunidades indígenas, del despojo por parte de los proyectos madereros y petroleros transnacionales. Pero quizá, el evento que tuvo la mayor atención mediática, fue la revolución del Ejército Zapatista de Liberación Nacional –EZLN– en 1994, cuando miles de indígenas armados ocuparon siete poblaciones del Estado de Chiapas en México, para hacer valer sus derechos culturales y sociales por siglos vulnerados.
El segundo acontecimiento importante fue el crecimiento de los movimientos rurales luego de la caída del socialismo. Muestra de ello lo es la fundación de Vía Campesina en 1993, el Proceso de las Comunidades Negras del Pacífico colombiano o la relevancia que en el inicio de los noventa había adquirido el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra –MST–de Brasil. El caso es que luego del fin de la Guerra Fría, los pueblos rurales comenzaron a conformar los movimientos sociales más importantes en el mundo, aspecto que hacía contraste con el sesgo que el marxismo ortodoxo había tenido a favor de la clase obrera urbana, y su relativo desprecio por las economías y filosofías campesinas. El punto al que quiero llegar, es que en vista de los límites a los que había llegado el pensamiento occidental, las racionalidades de las sociedades rurales de los países periféricos empezaron a emerger como sabidurías que el mundo había ignorado y que irrumpían como voces que necesitaban ser escuchadas. Con seguridad el hecho de que las poblaciones rurales sean mucho más vulnerables a los desastres naturales por vivir su cotidianidad en contacto directo con los ecosistemas, es un aspecto que influyó para que los campesinos e indígenas adquirieran la legitimidad simbólica de representar la preocupación por los problemas ambientales de nuestro tiempo.
En cualquier caso, es indudable que la globalización y el neoliberalismo económico también fueron banderas de la izquierda a comienzos de los noventa, pero considero que esos temas eran una faceta más de los mismos movimientos anticapitalistas. Lo radicalmente distinto es que como resultado de los hallazgos científicos sobre las diversas devastaciones ambientales, la mediatización de los cada vez más frecuentes y calamitosos desastres naturales, y la institucionalización del asunto en el plano internacional, el discurso utópico poco a poco se fue forjando alrededor de un cuestionamiento prácticamente ausente en la izquierda hasta antes del hundimiento de sistema socialista: si la civilización capitalista permitiría nuestra supervivencia. Al respecto Fidel Castro, como indiscutible protagonista y espectador del cambio en el discurso señaló en 2009: “Hasta hace muy poco se discutía sobre el tipo de sociedad en que viviríamos. Hoy se discute si la sociedad humana sobrevivirá”.
Según se mencionó, la arqueología foucaultiana intenta determinar cuál es el comienzo en el que es posible el aparecimiento de un nuevo discurso, y en ese sentido, los acontecimientos ocurridos entre finales de los ochenta y principios de los noventa, representan el punto de quiebre por el cual pudo aparecer tiempo después el discurso utópico del Buen Vivir. Por supuesto que durante los años siguientes ocurrieron muchos otros sucesos coyunturales, como la inestabilidad política de Ecuador y Bolivia, el fortalecimiento de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador –CONAIE– y el Movimiento al Socialismo –MAS– y su influencia sobre las asambleas constituyentes, o la llegada al poder de Rafael Correa y Evo Morales, entre muchos otros. Pero mi interés no es hacer un recuento pormenorizado y exhaustivo de cada uno de los eventos históricos de la utopía del Buen Vivir , sino el de analizar la conformación de su discurso, a través del entrecruzamiento de grupos de enunciados y sucesos de un orden más amplio.
Pero, ¿por qué escoger la supervivencia de la especie como el enunciado central que articula al resto de enunciados? Si asumimos la afirmación de que cualquier utopía debería ser analizada como el intento por resolver los conflictos sociales del momento histórico en la que es planteada, no costaría mucho trabajo deducir, con base en todo lo antes dicho, que el mayor problema civilizatorio contemporáneo es la crisis de una forma de vida cuyo desarrollo socava la supervivencia de la misma humanidad. Lo que ha entrado en crisis es la posibilidad de continuidad de la vida, porque la manera en la que la sociedad vive hoy, no permite que la vida en su conjunto siga reproduciéndose (Bautista, 2001). De manera que el elemento diferenciador de la utopía del Buen Vivir, en comparación con el marxismo –y con las demás utopías del pasado–, es que en su discurso rechaza la manera de vivir moderna, la cual está minando la realización de toda la vida sobre la Tierra, y como propuesta señala que lo que debe hacerse, es cambiar ese modo de vivir.
Literalmente el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García (2010: 9), así lo indica:
La naturaleza y la vida están en riesgo…Frente a eso, a los seres humanos que queremos la vida, solo nos queda buscar otra sociedad, otro horizonte…regresar al capitalismo y atornillarnos a él es el suicidio de la humanidad, es declarar la extinción de la naturaleza y del ser humano”.
La anterior declaración nos ayuda a percibir la manera en la que el discurso se estructura en torno a la continuidad de la vida, y en consecuencia la propuesta es el cambio en la forma de vivir, la cual difiere ampliamente de las ideologías del Vivir Mejor capitalista:
Uno de los principios éticos del capitalismo –agrega García– es el endiosamiento del lucro: una persona exitosa es aquel que tiene mucho dinero y el que no lo tiene es un fracasado. –No obstante– se puede ser feliz en base al trabajo propio y con recursos modestos. Un ser exitoso es aquel que se siente satisfecho con lo que hace…sin necesidad de tener por ello dinero en abundancia, sino lo necesario para vivir.
Para que los anteriores enunciados adquirieran la legitimidad para ser dichos, sin duda tuvieron que ocurrir los acontecimientos que se han indicado, y dentro de tal contexto, el discurso utópico cambió su retórica en el marco del nuevo escenario. Me atrevo asegurar que el tema de la no asegurada supervivencia de la especie humana en el planeta se fue constituyendo en el enunciado medular de la utopía del Buen Vivir, no solo para cuestionar el sistema capitalista, sino para elaborar una propuesta alternativa centrada en la reproducción de la vida. Lo anterior es posible en la medida en que en el fondo de la antiutopía de la auto-extinción de la especie yace la idea de poder todavía construir un mundo en armonía y equilibrio, quizá motivados por el contra-deseo de la destrucción; o, si se prefiere, porque distopías como las que augura el discurso científico, podrían motivar la acción para una transición civilizatoria:
Estamos en un momento de la historia en el que debemos tomar decisiones, antes que la naturaleza las tome por nosotros –dice un documento del gobierno boliviano –. Si la temperatura del planeta sigue subiendo y no hacemos nada, el impacto del cambio climático puede tener consecuencias fatales para el planeta, la humanidad y la vida. Ya no tenemos mucho tiempo. Debemos actuar rápidamente. Este milenio que apenas ha empezado debe ser el Milenio de la Vida, el Milenio de la Esperanza, el Milenio de la Armonía entre seres humanos y la naturaleza.Por todo lo antes dicho, considero que no es arbitrario interpretar la utopía del Buen Vivir como una utopía que emerge en una época en donde la supervivencia de la humanidad está en inminente riesgo. En realidad éste es el tema que ha adquirido la mayor legitimidad para ser discutido en el siglo XXI y no es de extrañar que los nuevos discursos utópicos se elaboren alrededor de las nuevas preguntas existenciales y ontológicas a los que nos aboca la destrucción del planeta.
Sin embargo, no debe olvidarse que también el capitalismo ha construido su propio discurso. Como se dijo en el primer capítulo, cuando las tipificaciones que antes servían para explicarnos el mundo, comienzan a ser problemáticas ante los cambios históricos y sociales, las ideologías ayudan a orientar y llenar las carencias de información en contextos inciertos de tensión y crisis (Geertz, 1991). Así entonces, haciendo patente la sorprendente flexibilidad del capitalismo de adaptar su retórica frente a las transformaciones del mundo, el sistema ha elaborado en torno al tema de la supervivencia humana en la Tierra, la ideología de la sostenibilidad. Este discurso sostiene que puede hacerse viable el actual “desarrollo” del sistema-mundo con un capitalismo más amigable con el ambiente, lo que significa atender los impactos de la sociedad industrial en crecimiento, sin modificar el statu quo que los origina y los perpetúa. La sostenibilidad señala que a través de las tecnologías limpias, las energías renovables y el re-uso permitiremos la satisfacción de necesidades de las nuevas generaciones, y en consecuencia, el reto consiste en idear un capitalismo verde y responsable con el ambiente.
Sin tachar la idea de que necesitamos del auxilio técnico del cual es imposible desentendernos, creo que el aspecto fundamental a cambiarse son los entramados simbólicos con las que nos relacionamos con la naturaleza y entre nosotros mismos, lo que implica una transformación en la forma de vida, para que precisamente la vida, siga siendo posible. Se trata de una renovación de nuestra manera de habitar en el mundo, que por definición, es incompatible con la lógica del sistema capitalista.
Hasta ahora me he concentrado en el miedo de la auto-extinción de la humanidad como la trama aglutinante que une a los demás enunciados, los cuales, como se verá más adelante, han estado presentes en diferentes periodos del pensamiento utópico occidental. Por ahora, seguiré estudiando la genealogía del Buen Vivir desde una perspectiva diferente, a través de la pregunta del ¿por qué la sociedad empieza a reconocer un discurso utópico cuyo contenido nos “hace ver” el mundo como campesinos e indígenas, lo cual va notoriamente en contravía de las ideas modernas de progreso, avance y desarrollo?