Gabriel García Márquez había muerto. Por Campo Ricardo Burgos L.

Un cuento de ciencia ficción de Campo Ricardo Burgos López sobre Gabriel García Márquez una vez el premio Nobel  se encuentre en el Más Allá de los cristianos.

Este cuento se publicó originalmente en el 2006 en:  revista AXXÓN y es reproducido en Mil Inviernos con la autorización del autor.

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1

Gabriel García Márquez —por fin para algunos y por desdicha para otros— había muerto. Mientras en diversos lugares del mundo se efectuaban los predecibles homenajes al escritor, los periodistas escribían las obvias notas necrológicas, los académicos producían los vaticinables ensayos sobre la vida, obra y milagros del santo, los traficantes literarios saboreaban por anticipado el pronosticable efecto que la noticia tendría sobre las ventas de los libros, los profesores de diversos colegios y entes educativos obligaban a sus sufridos alumnos a escribir el típico texto respecto del prohombre fallecido, y los familiares del escritor también de modo predecible empezaban a saquear sin compasión las pertenencias del occiso a la búsqueda de algún manuscrito olvidado que al publicarse les mejorara el saldo bancario, la situación del mismo Garcia Márquez era bien diferente. Pocos segundos después de despertar en el Más Allá, García Márquez se encontró haciendo una fila infinita, una fila de personas que delante del puesto que él ocupaba, llegaba hasta el horizonte que la vista alcanzaba y todavía más allá. Aún desacostumbrado a la situación, García Márquez observó el cielo azul sobre su cabeza y el verde valle de fina grama que se extendía indefinidamente por el norte, sur, oriente y occidente. El clima era decididamente primaveral y una suave brisa contribuía a mantener la tibieza reinante sin que alguien pudiera en exceso sofocarse. García Márquez observó también que tanto delante como detrás de él en la fila, incontables personas de todas las razas, tamaños, credos y apariencias, trataban de disimular la impaciencia que les producía tener que esperar turno. Cuando así completó su evaluación visual, por fin se decidió a hablar.

—Disculpe —se dirigió a una mujer bajita y de apariencia oriental que se hallaba justo un puesto delante del suyo—. ¿Qué es esto? —preguntó mientras movía su mano derecha indicando vagamente en derredor.

—¡Usted está muerto! —repuso con sorpresa la mujer oriental—. ¿No se ha dado cuenta?

—¿Muerto? —contestó con sorpresa García Márquez—. ¿Así de simple? ¿Esto es todo?

La mujer oriental volvió a mirar a García Márquez sin comprender.

—Pero —prosiguió el que en la Tierra llamaban «Gabo» —. ¿Para qué es esta fila? ¿A dónde conduce?

—Al Juicio Final —contestó la mujer oriental con gesto impaciente—. ¿No es obvio?

García Márquez quedó patidifuso. ¿Juicio Final? ¿Entonces era cierto lo que le habían contado sus abuelos alguna vez en la infancia? ¿El socialismo de vanguardia podía estar equivocado en ese punto? ¿Eso era posible? Por alguna razón más allá de la humana comprensión, ahora la mujer oriental se había animado a hablarle y continuaba su disertación.

—Allá al frente —dijo señalando el horizonte con un dedo— está el tribunal de Dios, todos vamos para allá y una vez frente a Él, cada uno de nosotros obtendrá lo que merece. Nada más y nada menos —concluyó.

García Márquez estaba boquiabierto. ¿Es que era posible Dios? ¿Es que sí era cierto el cuento ese de los pecados en la vida terrestre y el tener que dar cuenta de cada uno de nuestros actos, pensamientos y omisiones? Por un momento, el escritor sintió miedo.

—Espere un momento —repuso García Márquez—. Cuál es su nombre?

—Noriko Saito —contestó la mujer—. Soy, o más bien era —y al decir esto la mujer sonrió melancólica—, del Japón. ¿Y usted?

—Gabriel García Márquez —dijo el llamado «Gabo» no sin notar al decirlo cierto envanecimiento y cierto involuntario engolamiento de la voz —. De Colombia.

Curiosamente, la mujer no pareció conocerlo.

—Disculpe —prosiguió el confuso escritor—. ¿Usted habla español?

—Claro que no —replicó la mujer—. Todo el tiempo le he hablado en japonés.

 

2

Tras varios días de hacer fila, García Márquez no cabía de la sorpresa: ¡Absolutamente nadie lo conocía! Acostumbrado como estaba en La Tierra a ser reconocido en todas partes, a firmar autógrafos hasta que la mano se le anestesiara, y a no tener nunca que aguardar turno, el escritor, siempre con la esperanza de que alguien hubiera leído uno de sus libros o al menos hubiera oído hablar de él, había charlado con cientos de personas mientras la fila avanzaba con su paso monótono y resignado. Extrañamente, aun cuando se había presentado en cientos de oportunidades enfatizando con su tono de voz el apellido «García» y el no menos popular «Márquez», nadie sabía quién era, nadie había oído hablar de Cien años de soledad, nadie sabía que él había sido catalogado como «el escritor viviente más importante del mundo» (claro que ahora más bien era «el escritor recién finado más importante del mundo» ), nadie sabía que Harold Bloom alguna vez había dicho que él merecía estar en el canon literario occidental al lado de Freud o de Whitman. Nadie sabía nada de él. Ahora, en esa cola, García Márquez sólo era un humano más entre otros humanos más también a la espera de enfrentarse con Dios, eso era todo. Al cabo de un par de semanas el así llamado «Gabo» divisó un edificio de dimensiones sobrehumanas en el cual, una a una, iban ingresando las almas que componían la hilera. Al cabo de otras dos semanas, García Márquez alcanzó al sideral edificio y entró en una sala de dimensiones inconcebibles donde esperó varios días. En cierta ocasión, Noriko Saito se despidió de él deseándole suerte cuando un altavoz anunció que ella era llamada para cruzar cierta puerta y pasar frente a Dios. Un poco más tarde, el altavoz de la sala llamó a García Márquez hacia otra puerta y el escritor se levantó y se dirigió adonde le llamaban.

3

García Márquez entró a un cuarto desolado de paredes intactas donde sólo había dos sillones, y en uno de los cuales estaba un hombre que, si él hubiera podido describirlo, habría dicho que era «aún más bello que el ahogado más hermoso del mundo». Era un hombre perfecto, de rostro severo pero gentil, de mirada aguda. Tan pronto vio al escritor, le invitó a tomar asiento enfrente de él y García Márquez obedeció.

—Gabriel García Márquez —musitó el hombre perfecto mirando lo que parecía un expediente—. ¿Cierto?

El llamado «Gabo» contestó afirmativamente y algo en su interior le dijo que ahora sí sería reconocido, que si éste sujeto tenía su nombre en lo que parecía un expediente, él sí sabría de Cien Años de Soledad y Bloom y «el escritor recién finado más importante del mundo».

—Sí —dijo el escritor—, soy yo.

—Cuénteme —comenzó el hombre perfecto—. ¿Usted qué cosas buenas considera que hizo en su vida?

García Márquez se sorprendió, si él tenía su expediente era claro que allí figurarían todas sus realizaciones, sus novelas, sus libros de cuentos, su Premio Nobel, el haber cenado y bromeado y posado tantas veces para fotografías con presidentes, personajes y personajillos de tantos países como la «top model literaria» que había sido.

—¿Perdón? —alcanzó a decir «El Gabo».

—Eso, señor García —repitió el interrogador—. ¿Qué cosas buenas considera que hizo en su vida?

De nuevo García Márquez quedó mudo, pero tras un instante de desconcierto, reaccionó.

—¿Y es que usted no sabe quién soy yo?

—Por supuesto que sé quien es usted, pero me gustaría que responda esa pregunta, eso es todo.

García Márquez otra vez frunció el ceño. ¿Qué ocurría? Sin entender nada, comenzó a responder.

—¡Soy Gabriel García Márquez! —exclamó airado—. ¿Entiende eso? ¡Gabriel García Márquez! —repitió enfático.

El interrogador permaneció impasible un segundo y luego, ladeando la cabeza, redargüyó.

—¿No entendió mi pregunta señor García? ¿Quiere que se la repita de otro modo?

—¡La entendí perfectamente! —gritó el así denominado «Gabo» —. ¡Perfectamente! ¿Pero es que es necesario que le diga lo que yo hice de bueno en mi vida? ¿Ya no lo sabe si tiene ese expediente ahí? ¡Soy Gabriel García Márquez! ¡Gabriel García Márquez! ¡Escribí Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera y El coronel no tiene quien le escriba y me gané el Premio Nobel de Literatura y fui «el escritor vivo más importante del mundo» y vendí millones de libros y aparecí en todas las carátulas de las revistas más prestigiosas del mundo! ¿No le dice eso algo?

Inconmovible, el hombre perfecto miró directo a los ojos vidriosos de García Márquez que más bien lucía exhausto y descompuesto.

—No me ha entendido, señor García —reinició—. Yo le pregunto por cosas buenas que haya hecho usted, no por regalos que haya recibido.

—¿Regalos? —gritó furioso el llamado «Gabo» —. ¿Cuales regalos?

—Sí, señor García, regalos. Eso que usted me menciona son regalos, no realizaciones suyas. ¿Comprende eso?

El llamado «Gabo» quedó estupefacto. ¿Cómo era eso de que Cien años de soledad no era una realización de él? ¿Qué diablos ocurría?

—¿Cómo «regalos»? —gesticuló impaciente «la máxima gloria latinoamericana de las letras en el siglo XX» —¡Yo escribí Cien años de soledad!

Ahora el otro hombre sonrió.

—¿Usted sabe dónde está?

—¡Esto es El Juicio Final!, ¿cierto?

—Llamémoslo así.

—¿Entonces?

—Entonces sabrá que aquí ya no usamos eufemismos como es usual en el Planeta Tierra, aquí llamamos a las cosas por su nombre: «Malos» a los malos, «buenos» a los buenos, «regalos» a los regalos.

Por enésima vez, García Márquez volvió a quedarse sin palabras ¿Cómo es que «sus obras» no eran «sus obras» sino «regalos»? ¿Acaso él no se había matado por crearlas? Además, ¿de quién demonios podían ser «regalos»?

—Espere un momento —interrumpió el llamado «Gabo» su silencio—. ¿Por qué usted llama «regalos» a mis libros? ¿Quién me los regaló?

—Usted alguna vez afirmó haber leído a Borges ¿No es verdad?

—Pues sí.

—¿Recuerda que Borges alguna vez escribió que era accesorio firmar o no firmar un libro? ¿Que a la hora de la verdad cada escritor sólo era un medio del cual se valía algún ignoto «Espíritu o Conciencia Universal», para escribir libros?

—Sí, recuerdo algo así.

—Pues era cierto señor García. Totalmente cierto. ¿Acaso usted comprende a plenitud Cien años de soledad? ¿No es verdad que usted la experimentó siempre —como le ocurre a todo escritor con una de las así denominadas «obras maestras» — como un misterio que brotaba de sus manos? ¿No es verdad que usted sintió siempre como si el texto viniera siendo dictado desde otra parte y usted fuera sólo su amanuense? ¿No es verdad que usted siempre se percibió a sí mismo como un «amanuense del misterio»?

Además, usted sabe que todo escritor línea a línea siente que está «desvelando» una estructura preexistente, no que la esté armando. Considere también que ningún artista está en condiciones de explicar su obra, tan sólo es algo con lo que se ha topado mientras exploraba en el lenguaje.

Aquí García Márquez se detuvo y tuvo que aceptar que su interlocutor no mentía. Era totalmente cierto. Siempre, en lo más profundo de su ser, el llamado «Gabo» había sabido que él escribía sin comprender, que de sus manos surgían miles y miles de palabras que, mágicamente, se encadenaban entre sí y luego formaban un libro del cual él era siempre el primero en quedar boquiabierto. Cien años de soledad, por ejemplo, era un milagro que él había convocado pero que distaba de explicar. Demasiadas veces él había sentido que los escritores eran más bien aprendices de mago que mediante ciertos sortilegios convocaban criaturas maravillosas que ellos mismos no podían inteligir. García Márquez —como todo artista que no se dijera mentiras a sí mismo— sabía que él realmente no había «creado» nada, tan sólo era —como cualquier pastorcito de Fátima— alguien a quien la Virgen se le había aparecido repetidas veces.

—Sólo Dios es «creador» en el sentido estricto de la palabra —interrumpió el hombre perfecto—. Sólo Él saca las cosas de la nada y además puede dar razón de ellas punto por punto sin que nada le resulte extraño. Las criaturas como usted o como yo nos limitamos a ser «lápices» con los cuales Él escribe. No más. Y eso fue usted señor García: Un lápiz del Todopoderoso. Si usted es serio —y por su bien espero que lo sea— percibirá que sólo es una pluma que Dios ha utilizado para escribir ciertos textos. No más. Ninguno de sus libros es suyo, señor García, todos los ha recibido de Otro. Usted sólo copiaba lo que Él quería ponerle en su cabeza.

García Márquez no supo qué decir durante un largo rato. Una y otra vez se rascó su cabeza, y al fin replicó.

—¿Usted no es Dios?

—¡Por supuesto que no! —sonrió el hombre perfecto—. ¿Cómo explicárselo? Digamos que yo soy su oportunidad de purificarse antes de verLo a Él cara a cara. Yo me llamaría «su purgatorio», señor García.

—»¿Mi purgatorio?»

—Sí. Su oportunidad de limpiarse de mentiras antes de verlo a Él. Ya, por ejemplo, se ha limpiado de una mentira que anidaba en su corazón.

—Pero entonces —contestó perplejo «El Gabo» —; ¿yo qué hice de bueno en mi vida si no escribí lo que escribí, ni me gané los premios y el dinero y la fama que me gané?

—Esa fue la pregunta que le hice en un principio señor García. ¿Usted qué hizo de bueno en su vida?

García Márquez pensó durante un largo rato mientras el hombre perfecto le observaba concentrado. Se sentía anonadado pero también sabía que el hombre frente a él, no le embaucaba. El así llamado «Gabo» bien sabía que siempre había tenido la sensación de que Cien años de soledad o El otoño del patriarca, sólo eran préstamos que Alguien le había hecho por un tiempo. Ahora había llegado al final del camino y, como era natural, el propietario de esas obras venía a cobrarlas. Era lógico.

—Pues —comenzó García Márquez titubeante— si las cosas son así, con honestidad diría que no sé qué cosas buenas he hecho en mi vida. ¿Tal vez mis hijos?

—No —negó el hombre—. A ellos los fabricó Él, y a usted sólo lo usó como intermediario.

—¿Alguna vez que ayudé a que perdonaran a ciertos presos políticos?

—Tampoco. En esa oportunidad fue la Voluntad de Él que ellos fueran liberados, usted fue sólo una llave que Él empleó para abrir esas celdas.

García Márquez empezó a comprender que la realidad era a la vez bastante más compleja y bastante más simple de lo que él suponía. Por primera vez en su existencia (que ahora era inexistencia), el escritor pensó que quizá nada bueno había sido hecho por él en su vida, y semejante idea lo aturdió. El hombre perfecto frente a él sonrió como si hubiera leído su mente.

—Va a tener que aprender muchas cosas señor García —empezó el hombre en tono magisterial—. Muchas cosas. Ejemplares como usted, por lo general, necesitan más tiempo que los otros humanos para que puedan abrir los ojos. Por el momento le diré lo que vamos a hacer. Sin la verborrea que es tradicional entre los críticos literarios terrestres, voy a explicarle a plenitud Cien años de soledad. Detalle a detalle, línea a línea, palabra a palabra, dilucidaremos ese libro, y entonces usted comprenderá por qué ese libro debía iniciar como inició y finalizar como finalizó. De igual modo, cuando culmine lo que voy a decirle, sin agregar nada más entenderá por qué fue usted y no otro de los tantos que deambulan por la Tierra, el elegido para hacerle ese regalo ¿Le parece?

Entre fascinado y enredado, Gabriel García Márquez se arrellanó lo mejor que pudo en el sillón, e hizo el mayor esfuerzo de su vida (que ahora era su muerte) por tratar de estar atento. Nada más.

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