La muerte según Fogwill
Fogwill afirmó en el prólogo a la edición hecha por Alfaguara de «Cuentos completos» que todos sus relatos fueron escritos bajo el dictado de una voz. En el caso de «Restos diurnos», la muerte, la oscuridad, los fantasmas, los ruidos, la cocaína, el humo del cigarrillo, la paternidad, el divorcio y el desvelo se entrecruzan en una narración que es imposible de acceder por medio de una paráfrasis. A continuación, un extracto de este relato escrito en 1994:
La muerte es una prolongada suspensión. Cesa todo. Siente cómo se despega el cuerpo: es una lámina invisible que se ha desadherido y ya no envuelve, y el cuerpo, vuelto ahora un objeto, doblado sobre sí junto al cuerpo de la otra, quebrado, ensangrentado, inútil. Son dos muñecos más fingiendo un gesto que a nadie habla: ni a él, ya fuera, ni a los hombres de blanco que auscultan, ni a los hombres uniformados que miden y marcan con pintura amarilla el recorrido de sus últimos pasos, ni a los vecinos que se agrupan en la vereda curioseando, ni a los muchachos de la fotografía que han llegado y disparan en el aire sus flashes y rondan todo. Pero él no oye. La muerte es comprender, prolongadamente comprender. No oye, ve sin mirar y no huele ni toca. Puede atravesar mil veces las paredes de madera de ese vestuario y junto a los cuerpos, bajo los cuerpos, entre los cuerpos y dentro de ellos, ese interior inútil, sustancia inútil.
Tampoco habla. Ya nunca se atreverá a hablar para no sentir más el horror de las palabras que no salen, porque no tienen dónde ni hacia dónde salir. Ya no hay lugar; la muerte es una duración sin sitios, los lugares son simultaneidades fijas y ese horror a las palabras sin materia es lo que siempre le impedirá hablar; la muerte es suspender el riesgo de todas las palabras que nunca se podrán decir. Uno, despegado del cuerpo como la superficie inútil de un envoltorio cotidiano, se arroja en medio de lo que ya no sirve y queda ahí, donde ya no hay lugar ni tiempo, sólo la duración, estática, y la extensión, simultánea, como si todos los lugares reconocibles fuesen vistos de una sola vez por el ojo multiplicador de un insecto. Definitivamente, no es penoso morir: así, esto que ve o comprende no es sino la prolongación de lo que hubo antes y quedó ahora doblado, usufructuado por los hombres, desplazado, medido, cortado y observado por los hombres. Eso que ya no es él, ahí yace.
Los chicos y la otra: la amante y los hijos del muerto quedaron allí, lejos. Duermen ahora. La muerte, este horror, relativiza cualquier horror ante lo que muy pronto se quebrará en sus hijos al saber que su padre es el muerto que guardan en la caja y después velan y queman frente a un desfile de hombres y mujeres que nada comprenden. Si hubiera un cuerpo, sin esa máquina que medía el tiempo, esa inutilidad que se sometía al espacio inexorable, como una bestia torpe amaestrada. Sería el placer, pero sin cuerpo ya no hay placer, como no hay ni dolor, ni deseo, ni la necesidad de evitar el dolor o el deseo, ni la necesidad de evitar el dolor o intentar el placer. Para esa lámina que ya se ha despegado de la superficie rota del cuerpo que prolonga, la muerte es una detenida certeza que se define en una lógica sin lugar ni orden.
Amanecía en el mundo. Pronto la luz creció, los hombres se llevaron los cuerpos, el grupo de fotógrafos y policías se disipó, las sombras se acortaron, fue el mediodía, la luz fue declinando, oscureció, llegó la noche: todo transcurría allí, en el mundo vacío.
Vio la luz y la sombre sucederse, los días sucederse. Y el cuerpo aquel descomponiéndose, secándose, gasificándose después, lanzado al fuego, deshaciéndose en el fuego, volando en remolinos de humareda oscura, después gris, después blanca, y vio un polvo, hecho de restos que no eran más los restos de cuerpo que ya no estaba.
Vio llorar hombres, vio desfilar y cavilar ante la muerte y cambiar nombres y promesas frente a la muerte. La palabra sufrir, como cualquier palabra, ya no podía significar más nada. Para significar hay que adherirse como una lámina a la sustancia que transcurre, que crece, que puede cesar, que desea, que sufre Lentamente las palabras dejan de significar, y las cosas que ve y comprende, las cosas que significan adhiriéndose a otras, al perder la adherencia de las palabras y los deseos y el miedo del dolor y el entusiasmo del placer, dejan también de significar. Ya las cosas no hablan – son- y entonces él, lo que resta de él, las ve en todo su ser: algo que ha transcurrido. Ya las ve en lo que fueron y en lo que serán – otro cese, idéntico al suyo- y volvió a verlas enteramente: son porque están, pero no significan, y entonces ya no son.
No es que el alma muera con el cuerpo. El alma deja el cuerpo y queda allí o vaha alrededor o lejos del lugar del cuerpo, pero cuando todas las palabras se han terminad, cuando todas las cosas dejan de significar y de ser y sólo son un suceder ni rápido ni lento, apenas un suceder sin medida -porque toda medida del tiempo desaparece con el final de la extensión-, entonces el alama queda suspendida, a la espera del cese de todas las cosas que alguna vez sucederá. Mientras, queda allí ya sin ser, siendo sólo materia del transcurrir: olvido.
Tomado de «Cuentos completos», Ed. Alfaguara. P. 339-341