Poemario: Luz de los escombros, de Manuel García Pérez. Valencia, Germanía Editorial, 2013.

 

Por Javier Puig

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Confiesa Manuel García (1976) que la poesía ha sido siempre un ejercicio de autodestrucción en su caso. La escritura, lejos del placer, es una necesidad que le sumerge en espacios desolados, en estampas turbias donde los osarios, el crimen, lo apocalíptico, la frondosidad frente a la sequía y toda suerte de aves, por ejemplo, se convierten en símbolos premonitorios de una existencia en continuo conflicto con la vida entendida como efusión o exaltación. La poesía va más allá del género, es un estado en trance, de una comunicación que necesita una gran eficacia técnica y un severo distanciamiento de otras formas de expresión que la teoría de géneros estudia.

   Sin embargo, su poesía contiene precisamente aquellos motivos poéticos que encuentra en importantes referentes narrativos. Para el autor de Luz de los escombros, la poesía se convierte en una clase de exorcismo para expulsar el poder simbólico que se deduce de paisajes y estados emocionales extremos. La invocación a las ausencias y la belleza paradójica de los terrenos desolados han hecho que Luz de los escombros haya llegado a su segunda edición en pocos meses. Para el ensayista Javier Puig: “En este libro, el paisaje se convierte en un ser agobiante, que con su pálpito intimida la soberbia humana, hasta someterla a la igualdad con otras vidas mucho más rudimentarias. Es un paisaje hecho con palabras de escueta luz. Leer estos versos es desplazarse a un mundo sin hospitalidad, al que hemos sido invitados desde una distancia enérgica pero fraterna. Allí nos sentimos hijos de un mismo dios que conocíamos vagamente, que habíamos intuido en las remisiones de nuestra dispersión, que había quedado tras la estampida de todas los formas del tiempo”.

  Insiste en que los escenarios y las acciones de aquellos que conviven en estos lugares hostiles advierten de las continuas catástrofes que pasan desapercibidas ante nuestros ojos, pero que están inmersas en nuestro organismo, en la propia naturaleza del paisaje, porque la vida es depredación y, en ese trance indómito, el hombre que contempla es el hombre que sobrevive.

  El poeta José Luis Zerón, autor de un riguroso prólogo de “Luz de los escombros” indaga en la poesía de Manuel García afirmando que: “Su primer poemario nos llega con carácter de singularidad a través de la editorial Germanía bajo el explícito título de Luz de los escombros, que define el carácter binario y paradójico de este universo lírico escindido entre la desolación y la feracidad, la agonía y la emotividad alejada del sentimentalismo, la cuna y la sepultura, lo diurno y lo nocturno, el fuego y la ceniza. Un primer poemario –que no primerizo- bien estructurado y orgánicamente íntegro que conecta con las narraciones y textos en prosa del autor. No existe una clara línea divisoria entre la prosa y el verso de Manuel García: en toda su obra creativa encontramos el mismo imaginario insólito, la misma intensidad, el mismo lenguaje depurado, preciso, intemporal, relacionado con la finitud, la devastación y el sentido más primario de la existencia. En realidad este poemario –como las novelas y cuentos del autor- revela cierto aire de parentesco con narradores singulares e irreductibles como Juan Rulfo, William Faulkner, Juan Carlos Onetti, Malcolm Lowry y Cormac McCarthy”.

   El autor, antes de la presentación de su libro nos ha cedido algunos de sus versos de “Luz de los escombros” para este medio.

 

 

I

La ardiente zarza se fundió con la niebla

cuando escribiste -el dolor no tiene raíces-.

Y las aves enmudecieron.

Y de la profundidad del pozo, de la hendidura,

emergió el verbo:

Lejos de sus huesos, han de enterrar cada cuerpo.

 

 

II

Las márgenes del cieno conservan su escoria.

No soy digno de que entres en mi casa

pero convocas pájaros migratorios.

Ascienden los tordos entre los vapores

que exhalan tarquines desde la víspera.

 

Una palabra tuya bastará para sanarme:

El barro nunca es la vida.

 

III

 

Mi padre pisó la tierra de los heridos.

Masticó tabaco negro y seco como un viejo.

Descifró las escamas de los mabres,

el rompiente de las olas.

Palideció ante la senectud de los olivos.

 No rehusó la ofrenda

de la carne del membrillo ni el bálsamo de romero.

Creció con el calostro de los aluviones

por entre las cañas.  Sufrió

la enfermedad de los animales arrumbados.

Apartó la mirada a sus nietos por reconocer

la fingida luz de las profundidades.

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