Catherine Necrassoff: Lucio V. Mansilla

Por Enrique Pagella

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Cuando se echa una mirada a la literatura argentina del siglo XIX nos topamos con Esteban Echeverría y El Matadero (1840), considerado el primer cuento de nuestra literatura, donde alegoriza la figura de Juan Manuel de Rosas – terrible dictador para muchos e insigne patriota para otros – y la primitiva y sanguinaria arquitectura política y policial que montó para sostenerse en el poder durante décadas; pero El Matadero ostenta otro mérito literario pues espeja maravillosamente el entramado social que sostuvo dicha arquitectura, señalando a la iglesia católica como uno de los engranajes más absurdos de una sociedad miserable y decadente. Es decir que en este cuento, ya se sientan las bases de la antinomia política que animará las mejores creaciones literarias del siglo, antinomia que en ese momento pasaba por el enfrentamiento entre federales y unitarios; los primeros nacionalistas, cultores de un falso federalismo horizontal y de una crueldad en exceso primitiva para zanjar las disputas políticas; y los segundos, liberales, afrancesados, cultos, muchos de ellos maquiavélicos, ya que no dudaron en aliarse a potencias extranjeras (Inglaterra y Francia) para socavar el poder de Rosas. Esta oposición sangrienta entre modelos políticos y (que no quepa la menor duda) de negocios, no consumó su entronización como núcleo cultural de la literatura del siglo con este cuento ya que fue publicado después de la muerte de Echeverría (1851). Dicha marca cultural le compete al inefable y determinante Domingo Faustino Sarmiento, quien la instituyó publicando en el exilio político su monstruoso Facundo (1845).

 

Escribo monstruoso porque dicho libro es en verdad inclasificable. Híbrido polimorfo de panfleto político, crónica, relato naturalista, antropológico, novela e investigación periodística. Impreciso, mentiroso, certero, hipnótico, el Facundo trasciende el enfrentamiento político partidario para instalar en la cultura argentina una dicotomía cuyos ecos resuenan aún en nuestra vida política, me refiero al gran eslogan: Civilización o barbarie. El libro se articula en torno a la figura de Facundo Quiroga, un caudillo federal, aliado a Rosas; un gaucho cruel, sanguinario, astuto, valiente, al que desprecia y sindica como el mal de todos los males, pero que también admira, pues aunque lo disimule se desprende del texto que el futuro presidente de la república está fascinado por el Tigre de los llanos. Claro que Facundo Quiroga es un pretexto para demoler la figura de Rosas, el verdadero enemigo mortal de Sarmiento, que encuentra en la figura del gaucho la abstracción teórica que fundamenta su cruzada por la educación de las masas y su maquiavelismo político – a Bartolomé Mitre, cuando la guerra del Paraguay, le recomienda, en una carta memorable, no escatimar sangre de gaucho para pelear, pues no sirven para nada.

En 1853 cae Rosas y en el ejército de su vencedor, Urquiza, Sarmiento milita como gacetillero. Y si bien entrará en conflicto con Urquiza apenas éste no disimule su manera gaucha de ejercer el poder, y tendrá que exiliarse nuevamente, años después, en 1868, llegará a la presidencia de la nación y pronto confrontará con el futuro autor de El gaucho Martín Fierro (1872), libro que instala definitivamente en la cultura argentina, y en clara rebeldía contra las ideas de Sarmiento, la figura del gaucho. Pero antes, en 1870, el sanjuanino le clausura el diario Rio de la Plata, desde donde José Hernández pregonaba un modelo político federal, en contraposición al modelo centralizado, unitario por decirlo de alguna manera, del presidente. Claro que el cierre del diario se da en torno a los sucesos políticos que desencadenó el asesinato de Urquiza y al apoyo que posteriormente Hernández dará a la revolución de López Jordán en la provincia de Entre Ríos, razón por la cual, tras la derrota del rebelde, es proscrito. Lo curioso y hasta diría metafórico, es que estando proscrito se esconde en el Hotel Argentino, casi enfrente de la casa de gobierno, y allí escribe el Martín Fierro.

Hago esta introducción con el propósito de contextualizar al cuarto y último escritor que deseo destacar del siglo XIX argentino, me refiero a Lucio Victorio Mansilla, sobrino afrancesado de Rosas, autor de maravillas como Los siete platos de arroz con leche (publicado 1890 – escrito antes) y Una excursión a los indios Ranqueles (1870). De este autor publico a continuación el relato Catherine Necrassoff, uno de los relatos que más me gustan de la literatura argentina. Pero como el relato es largo y tiene una continuación, Bis, que publicaré en una próxima entrega, me reservaré la presentación del hombre y la articulación de su obra con los paradigmas instalados por Echeverría, Sarmiento y Hernández. 

Ahora los dejo con este gran relato.

Catherine Necrassoff 

Al señor doctor don Carlos Tagle 

Dante, el peregrino poeta teólogo no por eso reñido con las mujeres, dice que no hay mayor dolor que recordar el tiempo feliz en la miseria. 

Creo, efectivamente, que debe ser una broma muy pesada acordarse uno de sus riquezas, cuando está fundido , o pensar en las caricias de la que en un tiempo decía «te adoro», cuando claramente se ve que está adorando a otro, cosa que, por otra parte, es muy frecuente, a estar a lo que las crónicas cotidianas refieren. 

Musset, que no entendía jota de Teología, pero que era catedrático en materia de amoríos y de amor, ¡así lo puso la suerte!, y si no, ¿por qué exclamaba un día fatigué, brisé, vaincu par l’ennui? -dice, dirigiéndose a su divino antecesor, lo diremos en nuestra lengua para que todos lo entendamos mejor: 

«¿Eres tú, alma inmortalmente triste, la que lo ha dicho? 

-¡No! por esta llama purísima, cuyo resplandor me ilumina… no, no.» 

¡Un recuerdo feliz es quizá, aquí, sobre la tierra, más verdad que la felicidad! 

El «quizá» – peut-être – prueba que el discípulo no estaba muy seguro de lo que decía. Pero, sea de ello lo que fuere, lo que yo de mí sé decir es que, unas veces me parece que Dante tiene razón, otras que la tiene Musset, aunque me quedo con la opinión del sabio de los sabios, el cual decía, en medio de sus trescientas mujeres y setecientas concubinas: «que el más feliz de todos es aquel que no ha nacido». 

Me quedo, en tesis general, bien entendido; pues, en el caso presente, tratándose de Catherine Necrassoff, siento que: «Un souvenir heureux est peut-être sur terre plus vrai que le bonheur.» 

¿Por qué? 

¡Ah! no se trata ahora de mis confidencias. Vamos nada más que a conversar de un viaje de pocas horas en ferrocarril, y de «lengua rusa», en la que, supongo, son ustedes tan versados como yo, y eso que yo he estado en Rusia y ustedes, no, me parece. 

Lo que es usted, mi querido Tagle, sólo ha estado en Catamarca; esa especie de Polonia argentina, según algunos de los detractores de la tierra, y a no ser su instinto de conservación, su valor y las uñas de un buen pingo, no se escapa usted del banquillo, que allí le habían preparado. 

¡Cómo me enterneció usted el otro día, cuando me refirió aquella aventura! ¡Ah! mientras usted hablaba, yo pensaba que si se «lo fuman», no lo tendríamos de presidente de la Cámara… y, posiblemente, en cuarto grado, de Presidente de la República. 

¡Dios nos libre!… no de usted, sino de las catástrofes que tendríamos que presenciar, para que eso sucediera; a no ser que, todos los otros, se fueran a la Exposición de París, o a cualquier otra parte. 

Eran las once de la noche: la estación del ferrocarril de Roma estaba llena de pasajeros; listo, para salir de un momento a otro, el tren de Nápoles. El pistón silbaba ya; todo el mundo buscaba un compartimiento donde subir y acomodarse; yo, con mi hija María Luisa, ¡pobrecita!, íbamos, veníamos, no encontrábamos puesto en ningún coche; los que ya estaban acomodados nos miraban con esas caras poco hospitalarias que parecen decir: si ustedes suben, vamos a ir todos mal, busquen en otra parte, y buscábamos, y en todas partes la gente se hacía más ancha. Pero los conductores gritaban pronti! el silbato se hacía oír cada vez con más fuerza, y… 

Nos metimos, quisieron o no, en un coche con una porción de valijas, canastas y envoltorios, y, movimiento acá, movimiento allá, nos incrustamos en ángulos opuestos, no poco contrariados de la distancia que nos separaba; quedando mi hijita al lado de una vieja, y yo, al lado de una joven, que no necesité inspeccionar muy detenidamente para ver que era en extremo interesante. 

Meno male , como dicen en Italia, pensé para mis adentros, y nos miramos con María Luisa, como diciéndonos: ¡y qué se ha de hacer! 

El tren partió. El compartimiento iba lleno, todos incómodos; pero las nalgas tienen una adaptación admirable. Cuando se viaja no hay contacto, por más que uno se toque, y al rato, todos estábamos a gusto, al menos yo lo estaba, porque mi vecina, cuya cara, llena de seducción, podía ver perfectamente, sin mirarla, por el espejo de enfrente, que la repercutía, era toda una cumplida vecina, capaz de justificar la respuesta de Chamfort cuando pregunta: 

«¿Qué es el amor? 

«El cambio de dos fantasías y el contacto de dos epidermis.» 

Con María Luisa hablábamos siempre en francés; el español, y, según los casos, el inglés, era nuestro recurso, para que no nos entendieran. En el ocurrente, apelamos al español, entre dientes, para lamentar nuestra situación, la distancia, en que la mala estrella de viajero nos había colocado. 

Pero, como mi vecina nos hubiera oído hablar en francés al entrar, la otra lengua con tantas «jotas», llamóle la atención, e hizo uno de esos movimientos de curiosidad que le hacen a uno comprender que no será mal recibida una pregunta banal cualquiera, como quien dice, para entrar en materia; lo cual, observado por mí, me sugirió esta pregunta de cajón: 

– Vous allez à Naples, madame? 

A la que ella contestó graciosamente: Oui, monsieur . 

La corriente eléctrica estaba establecida. Terció María Luisa, se mezcló en la conversación «la vieja», que, como mi vecina, hablaba correctísimamente el francés, y viendo yo que, de los ocho pasajeros, cuatro podíamos ya considerarnos afines, traté de acomodar a mi hijita, de modo que quedara más cerca de mí; lo que se hizo mediante pequeñas perturbaciones de rodillas, muslos, etc., etc. Quedó, pues, aquélla a mi lado, y por combinación fortuita, mi vecina, que parecía hija de la susodicha vieja, como yo debía parecerle a ella padre de María Luisa. 

No iba más que un hombre, exclusive yo, por supuesto, que no tardó en dormirse, lo mismo que las otras pasajeras, quedando sólo despiertos los cuatro protagonistas principales que, como antes he dicho, hablaban francés. 

La vieja, que para ser exacto y cortés he debido decir «una mujer de cierta edad», desde que apenas representaba cincuenta años, cuando vio que los otros dormían, me preguntó si yo era fumador. 

– Altro que fumador era, y soy, soy una pipa, tan fumador como don Bartolo, a quien tanto se lo han fumado en los últimos tiempos, que a cada Santo le llega su día. 

-Sí, señora -le contesté. 

Y ella repuso entonces: -¿Usted permite? 

Ya lo creo que permitía. 

Un momento después, los dos fumábamos cigarros puros. 

Mi vecina, notando en mi cara cierta sorpresa, se apresuró a explicarme que la fumadora era rusa, que en Rusia se fumaba muchísimo, y de ahí, a quedar enterado de que era su madre, no hubo más que un corto intervalo. 

Naturalmente, siendo de noche, no teníamos el paisaje entre los recursos consabidos de conversación, y ésta tenía que hacerse personal, lo que es siempre agradable, sobre todo entre los sexos contrarios. 

Yo sabía ya que mi vecina y su madre eran rusas; pero mi vecina no sabía positivamente ni que María Luisa era mi hija, ni cuál era nuestra nacionalidad. 

Mi francés mediocre para gente rusa, cultísima, como eran ellas, la confundía, siendo correctísimo el de María Luisa, que, por decoro, no quise dejar pasar más tiempo sin hacer constar que era sangre de mi propia sangre. 

-Entonces -díjome mi vecina-: Ustedes no son franceses, aunque mademoiselle lo parezca. 

-No, señora. 

-¿Y qué son ustedes? 

-Adivine usted -y hablábamos en italiano y en inglés y en español y en portugués, con María Luisa, y le decíamos a mi vecina, preguntándoselo en francés: 

-Y bien, ¿qué seremos, madame? -y digo madame , porque estaba impuesto de que era viuda, lo que era una doble complicación, ¿o no es sumamente complicado ser bella y viuda? 

Mi vecina no caía en cuenta. 

Pero no había por qué abusar del incógnito, y, al fin, dije que éramos americanos, de descendencia española, y, ligándose la conversación, llegamos a lo de siempre, a la hermosura de las lenguas, pidiendo cada cual para la suya. 

-Usted no pronunciaría fácilmente una frase española -le dije. 

-¡Ah! se ve bien que usted no conoce el ruso; para una lengua rusa no hay ningún escollo de pronunciación. Tenemos treinta y seis letras. Dígame usted lo que quiera, y yo se lo voy a repetir como un loro… inteligente. 

Me acordé en ese momento de la que podemos llamar célebre composición hecha por Arriaza, a fin de hacerlo sudar al embajador francés, que tuvo que leerla en la tertulia de uno de los infantes de la casa Real, y la dije: 

-A ver si será usted capaz de repetir, a medida que yo los vaya diciendo, unos versos de lo más español que hay, porque tienen hasta dejo árabe. 

-Estoy segura de repetirlos, puede usted empezar. Pero, aunque los repita como loro, desearía que usted me los dijera primero, enteros. Yo repetiré después, conforme vaya usted diciendo. 

-Perfectamente. Va usted a perder. 

-Voy a ganar; le repito que no hay dificultades de pronunciación para una lengua rusa, que tenemos treinta y seis letras en el alfabeto, dos ees por ejemplo, una que se denomina e y otra, acentuada, que se denomina oborotnaië , y una colección de íes , y otra de particularidades, que ya le explicaré, salga triunfante o no. Primero, quiero derrotarlo. ¿A ver sus versos? Esos versos tan difíciles… 

Le expliqué el origen de lo que le iba a decir, la miré, me miró, y agregando «empezaremos por el título de la composición, que es ya una dificultad», exclamé: 

-«¡Julepe entre un gitano y un jaque!» 

Se sonrió, y no había yo concluido de decir, cuando ella repetía la frase con un acento tan puro, como el de un aragonés. 

Me dejó asombrado, por no decir leso. Estaba archiderrotado. 

Corrido, quise ser agresivo y le dije: -Efectivamente, se necesita hablar una lengua tan áspera y tan dura como el ruso, para poder pronunciar, como usted lo ha hecho, el español, y supongo que no me ha engañado usted cuando me ha dicho que no lo conocía. 

-¿Una lengua tan áspera y tan dura como el ruso? 

-Sí, señora. 

-¿Y por qué un hombre de talento, al parecer, como usted, repite una vulgaridad? 

-¿Una vulgaridad, señora? 

-Sí, pues, así como suena. ¿No sabe usted que el ruso es una lengua tan dulce como el italiano mismo? 

Me sonreí… y le argüí que había estado en Rusia, en San Petersburgo, en Moscú, en Finlandia, y que no traía de allí, aparte de otras reminiscencias agradables, sino la resonancia de koff … con que terminan las palabras más usuales. 

-¡Oh, qué desencanto tan grande me causa usted! -repuso ella-, ¿pero cuántas horas ha estado usted en Rusia? No, usted no ha estado nunca allí, es imposible… 

-¿Quiere usted que le diga -le contesté-, cómo es San Petersburgo, cómo son sus calles, sus tiendas, sus monumentos, sus paseos; que le describa una puesta de sol, desde ese paseo ideal que se llama la Pointe ; que le explique cómo es que en todas partes hay cuero de Rusia, menos en San Petersburgo? 

-¡Oh! usted habrá leído todo eso en alguna Guía y se lo sabe de memoria; si hubiera estado en Rusia, no diría que el ruso es áspero y duro. Después que usted me haya recitado sus versos, yo le recitaré, para probárselo, otros de nuestro popular Kurochkin, improvisados ad hoc. 

-No, me doy por vencido, quiero oír ese ruso tan sonoro, tan suave, tan dulce, como el italiano… 

-Usted habla irónicamente. Voy, sin embargo, a complacerlo; pero a condición de que, cuando yo haya concluido, usted me dirá todos esos versos tan llenos de jotas. 

-Son muy largos. 

-No importa. 

-Bueno, empiece usted. 

Mi vecina se preparó, volviéndose galanamente hacia mí: movió sus negros ojos, velándolos con unas pestañas admirables, hasta casi cerrarlos, compuso la voz, diole a su rostro esa expresión peculiar que pone en armonía el temperamento con las circunstancias, que embellece, como diría Flaubert, secreto envidiable, que sólo poseen las mujeres: miró… vio… recordó … y ya había articulado las primeras palabras: O son-na-more …, divni-son … cuando el tren se detuvo, gritando los conductores: 

– Capua! dieci minuti! 

II 

Cuando yo hice mi primer viaje a la India, a más de la guitarra… 

¿La guitarra? 

Sí, han leído ustedes perfectamente. 

Y, ¿por qué no he de haber sido yo guitarrista también? 

Un día de estos, he de contar las penas del purgatorio que pasé con el método de Aguado. 

Y lo he de contar con sus ribetes científicos, trayendo a colación la Frenología, en la que soy algo ducho. Baste por el momento decir que a mi madre se le había metido la cosa en la cabeza, y que no ha sido señora fácil de disuadir, tratándose de la educación de sus hijos. 

Con que he sido algo, más difícil que guitarrista, ¡cocinero! Hablo formalmente. Créanme, pues, cuando digo que en la cocina no soy un simple chef, un cordon bleu cualquiera, sino un verdadero artista. ¡Qué digo! Un poeta. Improviso, invento y me salen unos platos… de chuparse los dedos. 

…La cuisine est un temple 

dont les fourneaux sont l’autel. 

Si ustedes me vieran con la sartén por el mango, alguna vez, se convencerían de lo que voy diciendo, si dudan… 

Pero es que, desgraciadamente, he errado mi vocación. Hace treinta años que en vez de conchabarme con Sempé, cometí la calaverada de enrolarme en el ejército de línea. 

Vivimos en unos tiempos experimentales, en los que es necesario presentar documentos auténticos de todo, cuando algo se afirma, ¿no es así? 

Perfecto: yo puedo citar como testigo ocular de lo que acabo de afirmar a mi antiguo jefe y amigo, el general don Emilio Mitre, cocinero también. Pero… no cocinero como yo. El pertenece, en esta materia, a una escuela mixta, y yo, ni en filosofía acepto las doctrinas eclécticas de Victor Cousin. 

¡Ah! si así como soy cocinero fuera repostero, y todavía estuviera a tiempo de volver sobre mis pasos, que nunca es tarde cuando la dicha es buena. Pero es que, desgraciadamente, también he tenido poca afición a los pasteles. Lo asado, eso es lo que a mí me gusta, sobre todo. A eso me inclino por naturaleza; y queda una vez más probado, con mi ejemplo, que así como el poeta nace y el orador se hace 

On devient pâtissier 

mais en naît rôtisseur. 

Aquí, en mi tierra, pues, podrán, de consiguiente, llamarme como quieran; no me llamarán nunca, como a Martínez de la Rosa, poeta de otro género, en Españ a, Paquita la pastelera . 

Ahora, repito para proseguir que, a más de la guitarra, llevaba algunos libros «para leer». Este «para leer» parece una redundancia, y en efecto lo es. La albarda me será, sin embargo, perdonada por la crítica fina, si se tiene presente que tener libros es una cosa, y leerlos, otra. 

Entre esos libros, figuraba Corina o la Italia . Todos ustedes lo conocen. Si no lo conocen, se lo recomiendo. Vale más que muchos de los modernos que gozan de gran fama, no teniendo, para mí, más que un defecto: ser escrito por una mujer «filósofo» espiritualista. ¿Qué quieren ustedes? yo no soy amigo, ni partidario, ni admirador, por regla general, de las mujeres escritores. En una palabra, no me gustan les bas-bleus , con polisón, porque suelen ser demasiado polissonnes . 

El hecho es que, en ese libro, precisamente en los momentos en que más me aburría, porque el barco que me llevaba era muy pequeño, y no tenía ni con quién conversar, siendo yo el único pasajero, leí estas palabras: 

«Viajar es, por más que digan, uno de los más tristes placeres de la vida…» 

A pesar de la concordancia que había entre el desahogo de madame de Staël y mi situación, no entendí entonces. Recién caí en cuenta algún tiempo después, cuando comencé a encontrarme solo, aislado, en medio de caras humanas sin relación con mi pasado ni con mi porvenir, en esa soledad, en ese aislamiento, sin reposo y sin dignidad; porque -como dice la misma célebre escritora- ese anhelo, esa prisa, por llegar allí donde nadie os espera, esa agitación que no tiene más causa que la curiosidad, os inspiran poca estimación por vosotros mismos, hasta el momento en que los nuevos objetos se tornan un poco antiguos y crean a vuestro alrededor algunos dulces vínculos de sentimiento y habitud. 

Yo había preguntado: Vous allez à Naples, madame? La respuesta había sido: Oui, monsieur . Lo desconocido, lo indiferente, hasta lo molesto, cumpliéndose, en pocas horas, la ley de las afinidades electivas, y no sabiendo qué sucedería una vez que hubiéramos llegado a Nápoles, me hacían desear que el viaje se prolongara; que en vez de llegar cuanto antes, tardáramos lo más posible; de modo que, aquel Capua! dieci minuti! resonó en mis oídos como una bendición del cielo. 

Capua , pensaba yo, si pudiera quedarme aquí, tanto como los tagineses y en el estado de ellos… 

¡Cuán lejos estaba del chasco que el hado fatal de los viajeros sin suerte me reservaba! 

María Luisa y yo íbamos cerca de la portezuela. Bajamos, primero ella y yo. Y fácilmente se comprenderá lo que pasó en seguida. Me quedé al pie del estribo, para darle la mano a la madre de Catherine Necrasoff y a ésta, que, calculaba, irían a tomar algo en el buffet . Pero, ¡cuál no sería mi sorpresa al ver que madre e hija empuñaban sus maletas portátiles, signo inequívoco de que no seguían el viaje! 

-¿Cómo? ¿y qué? ¿ustedes se quedan aquí? -le dije a mi rusa, este mi es un modo de hablar. 

– Oui, monsieur . 

-Pero ¿no me dijo usted, señora, que iban a Nápoles? 

-Sí, y a Nápoles vamos; pero preferimos dormir aquí, visitar mañana temprano el anfiteatro y otras curiosidades, seguir en carruaje descubierto por un espléndido camino, hasta Caserta (son sólo tres cuartos de hora), y de allí irnos a Nápoles, en cualquier tren (los hay a cada momento) y así nos ahorramos la molestia de llegar al amanecer. 

¿Qué contestar a esto? ¿Con qué derecho podía yo oponerme a semejante combinación? 

– Ah! madame -exclamé- c’est bien vrai: voyager est, quoi qu’on en puisse dire, un des plus tristes plaisirs de la vie… 

-¿Por qué? 

-¿Y usted me lo pregunta? 

Catherine Necrassoff comprendió, y repuso: On peut se revoir… 

María Luisa, que tenía la imaginación de un tourist , y que ya se había entusiasmado con la idea de visitar cuanto antes la celebérrima ciudad fundada por los etruscos, me propuso que nos quedáramos allí. Pero ¿cómo aceptar? Ni era lícito, ni semejante empressement era decoroso, y me habría perjudicado, por más que los negros ojos de Catherine Necrassoff fueran fascinadores. Me negué, y dirigiéndome a ésta le dije: 

-¿Así es que no repetirá usted los versos de Arriaza? 

-¿Y por qué no? Si no son muy largos, tenemos tiempo. Vamos al buffet . 

Acepté, entramos, nos sentamos; yo decía y ella repetía frase por frase: 

Dijo un jaque de jerez, 

con su faja y traje majo: 

yo al más guapo el juego atajo, 

que soy jaque de ajedrez. 

Un gitano, que el jaez 

aflojaba a un jaco cojo, 

sacando, ciego de enojo, 

de esquilar la tijereta, 

dijo al jaque: «Por la jeta 

te la encajo, si te cojo.» 

«Nadie me moja la oreja», 

dice el jaque, y arrempuja; 

el gitano también puja, 

y uno aguija, y otro ceja. 

En jarana tan pareja, 

el jaco cojo se encaja, 

y tales coces baraja, 

que, al empuje del zancajo, 

hizo entrar, sin gran trabajo, 

al gitano y jaque en caja. 

Con la última «jota» que simultáneamente salió de mi boca y de los labios de aquella mujer, que, por lo mismo que se quedaba, me parecía más encantadora, los conductores gritaron: pronti! 

No había qué hacer: era forzoso partir. 

-Adieu, mesdames! 

-Au revoir, monsieur; au plaisir de vous revoir, mademoiselle. 

Hotel de Roma , dije yo, poniendo una de esas caras que todo el mundo pone, en las mismas circunstancias; y estaba tan alelado, que me imaginé que me contestarían: «Y nosotras también.» 

¡Qué! me contestaron esto: «Nosotras no sabemos todavía adónde iremos.» 

La traducción libre de semejante réplica no podía ser sino la siguiente: «Tal día hará un año que tuve el gusto de encontrarme con usted.» 

Yo estaba batido en todos los terrenos. Catherine Necrassoff pronunciaba el español como yo, le era indiferente seguir el viaje conmigo, y yo ni sabía si aquel O-son-na-more-divni-son , que ella había articulado, cuando los conductores gritaron: Capua! dieci minuti! , era ruso o algún dialecto italiano, una broma, si se habían burlado de mí o no. 

Todo mohíno y cabizbajo entré con mi hijita en nuestro compartimiento. Confieso que me pareció sombrío, desierto… 

Partimos, y como mi hija tenía talento y se podía conversar con ella, nos pusimos, haciendo ella causa común conmigo, a comentar la aventura. 

-Papá -me decía ella-: ¿y si fueran españolas? Y se acordaba de un chasco que nosotros les habíamos dado a una señora y a un caballero españoles, chasco, cuya razón de ser fue todo lo contrario del caso presente: sustraernos de toda conexión con personas que no conocíamos. 

María Luisa me decía: Sin embargo, esa señora habla tan bien el francés, que no me parece española… aunque he conocido madrileñas que lo hablaban maravillosamente. Pero el indicante del cigarro, que fumaba la vieja, nos hizo convenir, por no sé qué aberración, en que serían habaneras, como si en La Habana fumaran todas las señoras; y habaneras son, y no hay más que hablar, era nuestra última palabra, en el momento en que los conductores gritaban: Napoli! 

Estábamos, efectivamente, en la más bella ciudad del mundo, para mí. La prefiero a Constantinopla, a Río, a Lisboa. 

En Nápoles hay todo: la luz, el color, lo que han hecho la naturaleza y la mano del hombre. Un bullicio simpático, un pueblo que ríe, a todas horas. En Nápoles no hay noche. 

Desde la vasta calle de Toledo, hasta la Chiaja, y desde las más estrechas hasta Santa Lucía, cuando medio Nápoles duerme, la otra mitad toca la guitarra y la bandolina, cantando canciones amorosas y alegres barcarolas, iluminada siempre por los ígneos resplandores del Vesubio. 

Tomamos una calesa descubierta, y nos fuimos al Hotel de Roma , albergue delicioso, en una pequeña punta de tierra que entra en el mar. 

Pasaron tres días. En todos los paseos y excursiones, esperábamos descubrir a las habaneras. ¡Vana esperanza! Decididamente, nos decíamos, la señ ora doña Catherine Necrassoff ha de ser doña Juana o doña Petrona del Río o Mansilla mismo. Y llegamos hasta admitir la posibilidad de que fueran parientes nuestros, remotos. 

Al cuarto día, saliendo del hotel para ir a tomar el vapor que va a la Grotta azzurra , el portero me entregó una carta que acababa de recibir para mí. 

Rompo la nema, abro, leo. ¡María Luisa! exclamo, no son habaneras, son rusas legítimas; y le paso la misiva, que descorría el velo del misterio… 

María Luisa, saltando sobre las puntas de sus piececitos, batiendo las manos, reflejando el centelleo de sus ojos toda la alegría infantil que le causaba el descubrimiento, exclamó: 

-Yo también sé ya ruso, 

O-son-na-mo-re , 

Divni-son … 

¡O sueño sobre el mar, 

divino sueño! Y en seguida me dijo: 

-Por supuesto que esta noche iremos a visitar a esas señoras, papá. 

-Y… ¿cómo no? 

Volvimos de nuestra excursión, comimos, nos emperifollamos, tomamos un calesín, le dimos la dirección, y pocos minutos después estábamos en el Grand Hotel -edificio grandioso de estilo suizo, aislado, en un paraje pintoresco sobre el borde del mar-. Bajamos, entramos en el vestíbulo, sin decirle una palabra al portero, nos pusimos a buscar en el tablero de indicaciones la tarjeta consabida. 

– C’est drôle -dijo María Luisa- ça n’y est pas . 

-Portero -dije yo a mi vez-: ¿madame Necrassoff? 

El portero contestó sencillamente: partiti! 

María Luisa y yo nos miramos, y ambos a una nos dijimos: ¡es una mistificación! 

María Luisa me dijo con su carita llena de malicia inocente: ¡Se han burlado de ti, papá! 

-Y de ti, mi hijita, ¿o todavía saltarás de gusto, diciendo: «O-son-na-more-divni-son… ya sé ruso…?» 

No nos quedaba más que una sola cosa que hacer: dar un paseo por la ribera, tratar de olvidar lo inolvidable, irnos al teatro y dormir en seguida lo mejor posible, guardándonos bien de pensar que del ruso sabíamos otra cosa que no fueran apellidos acabados en off … 

Eso hicimos. 

Al volver al hotel, hallé una carta que decía así: 

«Caballero: un despacho urgente nos obliga a mamá y a mí a regresar a Roma. Pero estaremos de vuelta dentro de ocho días, y entonces espero que tendremos el gusto de ver a su interesante hija y a usted en el Grand Hotel . Catherine Necrassoff .» 

Todo lo dicho es verdad, mi querido Tagle, tan verdad como que tengo, para no ser exagerado, menos gusto en verlo a usted de Senador que usted mismo. 

Y… honni soit qui mal y pense .

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