Carta abierta a Friedrich Nietzsche, por Richard Wagner

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Richard Wagner cumplirá doscientos años de nacido este 2013. Para comenzar a recordarlo les traemos una carta que le dirigió al que, por ese tiempo, fue uno de sus buenos amigos: Friederich Nietzsche. En este documento, además de aparecer la noción de lengua y cultura del compositor alemán, llueven dardos contra un funcionario atrincherado en la academia que buscó desvirtuar «El origen de la tragedia»:

A Friedrich Nietzsche,

profesor ordinario de filología clásica

en la Universidad de Basel.

Estimado amigo:

Acabo de leer el panfleto del Doctor en Filología Ulrich von Wilamowitz- Möllendorf que Usted me ha enviado, y he sacado de esta «respuesta» a su Nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la Música ciertas impresiones, de las que quisiera liberarme, haciéndole algunas preguntas, quizás impropias, esperando que su respuesta suponga un esclarecimiento tan productivo como lo fue respecto a la tragedia griega.

Ante todo, quisiera que Usted me aclarase un aspecto del fenómeno cultural que he observado en mí mismo. No creo que haya habido un muchacho o un adolescente más entusiasta de la antigüedad clásica de lo que fui yo durante la época en que frecuentaba en Dresde la Kreuzschule. Estaba cautivado, sobre todo, por la mitología e historia griega, evitando en la medida de lo posible, y casi con rebeldía, el latín. No sabría decir si obré correctamente, pero puedo remitirme al especial afecto, conquistado por mi fogoso celo, que me tenía el Dr. Silling, mi maestro preferido en la Kreuzschule y en la Thomasschule de Leipzig consiguieron con su actitud desarraigar completamente en mí estas aptitudes e inclinaciones. Con el tiempo me pregunté perplejo si aquellas aptitudes e inclinaciones tendrían realmente profundas raíces, puesto que muy pronto parecieron degenerar en aversión. Sólo en el curso de mi evolución posterior, me di cuenta, al menos gracias a una constante reanudación de aquellas inclinaciones, que bajo una disciplina mortalmente falsa había sido reprimido algo dentro de mí. Tras la agitada vida que me desvinculó completamente de aquellos estudios, siguió siendo para mí un beneficio liberador sumergirme en el mundo antiguo, a pesar de la dificultad que entraña el haber olvidado casi por completo las nociones lingüísticas. Por el contrario, cuando envidiaba a Mendelssohnn por su preparación filológica, no tenía más remedio que extrañarme de que aquella filología suya no fuese un obstáculo a la hora de escribir la música para los dramas sofocleos, puesto que yo, a pesar de mi falta de preparación, tenía un mayor respeto por el espíritu del mundo clásico que el que él parecía mostrar.

He conocido también a otros músicos que, teniendo una buena formación sobre el mundo griego, no han sabido qué hacer con ella cuando dirigían, componían o tocaban, mientras que yo (¡de un modo muy peculiar!) elaboraba un ideal para mi concepción del arte a partir de un mundo clásico que me resultaba tan inaccesible. Sea como fuere, nació en mí el oscuro sentimiento de que el espíritu de la antigüedad estaba muy poco arraigado en el ámbito de nuestros profesores de lengua griega, cuando se presupone, por ejemplo, que la comprensión de la historia y cultura francesas es un complemento necesario para nuestros profesores de lengua francesa. Por el contrario, el Doctor en Filología U.W. von Möllendorff sostiene ahora que la ciencia filológica tiene como serio cometido educar a la juventud alemana, «a fin de que la antigüedad clásica les ofrezca aquella única cosa imperecedera que el favor de las Musas promete, y que sólo la antigüedad clásica puede ofrecer en una plenitud y pureza semejante: el contenido en su corazón y la forma en su espíritu».

Todavía completamente fascinado por esas maravillosas palabras conclusivas de su panfleto, me puse a buscar en el nuevo Reich alemán los resultados indudablemente claros de la eficacia bienhechora de esta ciencia filológica que, encerrada en sí misma, inaccesible y sin ser molestada por nadie, ha sabido guiar hasta ahora a la juventud alemana a tenor de unas máximas que nadie contesta. En primer lugar, me pareció sorprendente que todos aquellos que entre nosotros se muestran dependientes del favor de las Musas, es decir, nuestros artistas y poetas, se las arreglen sin ningún tipo de filología. En cualquier caso, parece que el espíritu de un conocimiento fundamental del lenguaje, que debe derivar de la filología como fundamento de todos los estudios clásicos, no se haya extendido al uso de la propia lengua alemana. Debido al auge cada vez mayor de la jerga que se divulga no sólo en nuestros periódicos sino también en los libros de nuestros historiadores de arte y de literatura, pronto estaremos en la situación de tener que reflexionar sobre si cada palabra que escribimos pertenece verdaderamente a la cultura lingüística alemana o acaso proceda de un periódico financiero de Wisconsin. -Pues bien, si esto es grave en el campo del espíritu artístico, siempre podrá decirse que la filología no tiene nada que ver con eso, en la medida en que ella sabe que se encuentra más comprometida al servicio de las Musas de las ciencias que al de las Musas del arte. En todo caso ¿tendremos que buscar entonces su efectividad en las facultades de nuestros institutos superiores? Teólogos, juristas y médicos afirman que no tienen nada que ver con la filología. Por lo tanto, ¿son únicamente los propios filólogos los que se instruyen recíproca y presumiblemente con el único objeto de adiestrar a su vez únicamente a filólogos, es decir, a profesores de enseñanza media y de universidades, los cuales tendrán que formar luego a otros profesores de escuela media y de universidad? Lo puedo entender. Se trata de conservar la pureza de la ciencia y de que el estado la respete de tal manera que siempre sienta el deber moral de proporcionar pingües salarios a los profesores de filología, etc. ¡Pero no! El Doctor en Filología U. W. v M. afirma expresamente que se trata de preparar con toda clase de ejercicios «ascéticos» a la juventud alemana para «esa única cosa imperecedera» que promete «el favor de las Musas». Por lo tanto, ¿tiene que encontrarse en la filología la tendencia a una educación superior, es decir, realmente productiva? ¡Creo que es algo muy probable! Sólo que en esta tendencia parece ser víctima de una descomposición general a través de un extraño proceso, en el cual se encuentra implicada su disciplina. Es cierto que la filología actual no ejerce ningún influjo sobre la situación general de la educación alemana; mientras que las facultades de teología nos proporcionan párrocos y consejeros consistoriales, las del derecho, jueces y abogados, y las de medicina, médicos, todos ellos ciudadanos útiles y prácticos, la filología no nos proporciona más que filólogos, los cuales sólo son útiles para ellos mismos.

Como se puede apreciar, ni siquiera los brahmanes de la India tenían tan alto rango; por eso se puede esperar de ellos de vez en cuando una palabra divina. Y de verdad que la esperamos; esperamos que alguna vez salga de este maravilloso campo un hombre que nos diga, sin un lenguaje erudito y sin horrendas citas, qué es lo que divisan los iniciados bajo el velo de sus investigaciones, tan incomprensibles a nosotros, profanos, y si vale la pena mantener una casta tan valiosa. Eso tendría que ser algo justo, grande y, además, formativo, y no este elegante sonido de cascabeles con el que a veces somos despachados en las gratas lecciones ante una audiencia «mixta». Pero lo grande y justo que nosotros esperamos parece, sin embargo, muy difícil de ser expresado: aquí debe dominar, ciertamente, un temor especial, casi inquietante, como si se asustasen de tener que admitir que, una vez que viese la luz del día el contenido de todo este aparato, sin todos los misteriosos atributos de la importancia filológica, sin citas, ni notas, y sin los pertinentes cumplidos recíprocos de los grandes y pequeños colegas, tendría que ponerse al descubierto una miseria desoladora de toda la ciencia, miseria que se ha convertido en su propiedad específica. Puedo imaginarme que quien se embarque en esta empresa no le quede otra cosa que salirse significativamente de la especialidad puramente filológica, para buscar el aliento de su contenido estéril en las fuentes del conocimiento humano, que hasta ahora esperaron en vano que fuesen fecundadas por la filología.

Pero supongo que el filólogo que se decidiese a esta acción, vendría a encontrarse probablemente en la situación en la que se encuentra Usted, estimado amigo, después de haber tomado la decisión de publicar su profundo ensayo sobre el origen de la tragedia. A la primera ojeada nos dimos cuenta de que nosotros tratábamos con un filólogo que nos hablaba a nosotros y no a los filólogos; por este motivo se nos abrió de repente nuestro corazón y recobramos el ánimo que habíamos perdido completamente, después de la lectura de los ensayos al uso, ricos en citas y moralmente pobres de contenido, por ejemplo, sobre Homero, los trágicos, etc. Esta vez teníamos un texto, pero sin notas; volvemos los ojos desde lo alto del monte a la vasta llanura sin ser molestados por la risa de los campesinos en la cantina que está debajo de nosotros. Pero parece que, finalmente, no se nos puede regalar nada: la filología sostiene que Usted está en su terreno, que de hecho no es un emancipado, sino sólo un renegado, y que ni Usted ni nosotros nos vamos a librar de la paliza. Se ha desencadenado, efectivamente, la granizada: un doctor en Filología ha optado por la tormenta filológica pertinente. Pero ahora vivimos en la estación en que estos temporales pasan pronto: mientras se desencadenan, la gente razonable se encuentra tranquila en casa; evitamos al toro que se ha escapado y consideramos absurdo, con Sócrates, devolver con un puntapié la coz del asno. Pero para aquellos que como yo han sido sólo espectadores de este acontecimiento, queda algo por explicar, ya que no hemos llegado a comprender todo lo que allí se dice.

Por eso, también yo quisiera plantearle algunas preguntas.

Nosotros no creemos que la vida sea tan vulgar «al servicio de las musas» y que su «favor» produzca una incultura como la que hemos tenido que observar en alguien que posee «aquello que es únicamente imperecedero». Un enseñante de lenguas clásicas, que en la misma frase pone un «meinthalben» y luego un «meinthalb», nos parece casi como un berlinés holgazán de los viejos tiempos que pasaba tambaleándose de la cerveza al aguardiente: ¡esto es exactamente lo que nos brinda el Doctor en Filología U. W. v M. en la p. 70 de su panfleto! Ahora bien, los que como nosotros no entienden nada de filología, evitan respetuosamente las aseveraciones de este señor cuando se sostienen sobre impresionantes citas sacadas del Archivo de Documentos de la Corporación; pero no puedo, no, abrigar serias dudas, no tanto sobre la falta de comprensión de su escrito por parte de ese erudito, sino sobre su mediocre capacidad para comprender las cosas más evidentes cuando, por ejemplo, entiende el sentido de la cita de Goethe, «¡Este es tu mundo!, es decir, ¡un mundo!», como si Usted diese a estas palabras un sentido optimista, y por eso se cree en el deber de explicarle a Usted (indignándose de que ¡Usted ni siquiera sepa comprender a Goethe!) que «esta es una pregunta hecha por Fausto con una ironía amarga». ¿Cómo hay que llamar a esto? Una pregunta a la que quizás es difícil responder de una forma pública y literaria.

Por lo que a mí respecta, yo también tuve una experiencia semejante que me dolió profundamente. Usted sabe con qué seriedad me apasioné hace unos años en mi ensayo sobre Arte y política alemana por los estudios clásicos y cómo me creí en el deber de prever un cambio siempre peor de nuestra educación nacional, a partir de la desidia creciente que tenían por la misma nuestros artistas y literatos. ¿De qué sirve afanarse tanto en el campo de la filología? Una vez tomé del estudio de J. Grimm la palabra «Hailavac», del alemán antiguo, y la transformé, para hacerla más útil a mis propios intereses, en «Weihwaga» (una forma que todavía se reconoce hoy en «Weihwasser»), pasé a las raíces afines «wogen» y «wiegen» y, finalmente, a «welle» y «waller», y formé, por analogía de la «eia popeia» de las canciones de cuna, una melodía radical silábica para mis ondinas. ¿Qué pasó? Pues que se rieron de mí todos aquellos granujas de periodistas, incluso el «Augsburger Allgemeine», y ahora un Doctor en Filología funda su desprecio por mi «así llamada poesía» en esta, para él proverbial, «wigala weia». Y todo esto tiene lugar con la ortografía arcaica alemana de su panfleto; mientras que, por otra parte, ¡ninguna de las creaciones teatrales de nuestros literatos de moda son lo bastante insulsas y superficiales como para que, por ejemplo, no sean tomadas (como lo he visto recientemente) por admirables conclusiones de la antigua poesía popular por filólogos intérpretes del mito de los Nibelungos!

Verdaderamente, amigo mío, Usted nos debe alguna explicación sobre eso. A los que yo llamo «nosotros», son gente atenazada por una negra preocupación por la formación alemana. Y la preocupación se hace más grave debido a la óptima reputación de la que gozan estos estudios entre los extranjeros, los cuales han conocido tarde los restos del florecimiento de una época; además, esta reputación ejerce sobre nosotros tal influjo que nos narcotiza y nos impele a darnos incienso recíprocamente. No cabe duda que cada pueblo tiene en sí mismo un germen de estupidez. Vemos en los franceses cómo el ajenjo lleva ahora allí a término lo que la Academia ha ordenado, es decir, se ríen como niños tontos de todo lo que no se comprende y, por esa razón, es eliminado por la Academia de la cultura nacional. Nuestra filología no ha llegado todavía, es cierto, a tener el poder que tiene la Academia, y nuestra cerveza no es del mismo modo peligrosa como el ajenjo; sin embargo, se pueden añadir otras cualidades de los alemanes que, como la envidia y la correspondiente voluntad maliciosa de difamar, unida a una falsedad tanto más dañina en cuanto que se presenta desde tiempos antiguos bajo el aspecto de probidad, son de una naturaleza tan preocupante que podrían sustituir sin dificultad a los venenos que no tenemos.

¿En qué situación se encuentran nuestros institutos alemanes de enseñanza?

Dirigimos la pregunta a Usted, que siendo tan joven ha sido preferido antes que otros por un excelente maestro de filología y ha sido llamado a ocupar una cátedra; y en ésta ha conseguido rápidamente una confianza tan importante, que Usted se ha atrevido a salir con firmeza encomiable de un contexto viciado, con el fin de señalar con mano creadora sus defectos.

Le damos tiempo para que Usted responda. Que nada le apremie, y menos que nadie ese Doctor filólogo que le ha invitado a Usted a bajar de la cátedra, cosa que Usted ciertamente no haría ni siquiera por complacer a este señor, puesto que es previsible que él no sería elegido para sucederle a Usted. Lo que esperamos de Usted sólo puede ser tarea de toda una vida, la vida de un hombre del que tenemos extrema necesidad: ese hombre que Usted promete ser para todos aquellos que, desde la fuente más noble del espíritu alemán, desde la profunda e íntima seriedad en todo aquello en donde él se sumerge, esperan una orientación o directiva para saber cómo debe ser la formación alemana, si queremos ayudar a que la nación se eleve hacia sus fines más nobles.

Le saluda con afecto

Richard Wagner

Bayreuth, 12 de junio de 1872.

Traducido por Santiago Guervós en «Nietszche y la polémica sobre el nacimiento de la tragedia». Editorial Ágora, 1994.

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