Un castigo divino de Apollinaire

En 1910 Guilaume Apollinaire se decidió a reunir textos que había publicado en distintas revistas parisinas en un volumen que se llamó «El Heresiarca y Cía». El resultado fue un libro aterido de historias fantásticas.  Les presentamos una historia que aparece en el escrito «Tres historias sobre Castigos divinos», el cual tiene resonancias de «Vidas imaginarias» de Marcel Schwob :

1- Louis Gian

El tal Louis Gian, hijo de un pequeño comerciante de Niza, no demostró nunca la más mínima piedad, a la inversa de otros niños que, al menos en la época de su primera comunión, dan pruebas de una devoción conmovedora.

El vicario cojo de San Reparaz le había dicho un día, durante el catecismo, mientras repasaba sus gafas con la sucia sotana:

– ¡Esto va para ti, Louis! Serás desdichado porque eres falso. Al verte, podría tomársete por un ángel. ¿La verdad? Eres insignificante como una chinche de rodillas. Tú te burlas de mí. Puedes hacerlo, lo sé. PEro nadie se burla impunemente de Dios. Por otra parte, lo comprobarás muy pronto por ti mismo.

Louis Gian había escuchado, de pie y con los ojos bajos, la amonestación del vicario. Mas, una vez que éste volvió la espalda, el impío remedó su andar vacilante y canturreó:

– Cinco y tres son ocho. Cinco y tres son ocho.

El joven nicardo no se enmendó más. Hasta los catorce años frecuentó poco la escuela, pero buscaba aventuras sensuales bajo los puentes de Paillón y en el Castillo, primero con muchachos de su edad, y después con jovencitas. A los catorce años fue colocado en casa de un camisero, abandonando la vieja Niza con sus perfumes de frutos y aromas mezclados a los olores de carne cruda, pasta agria, bacalao y letrinas, por una tienda en la ciudad nueva. El patrón y la patrona, dos buenos nizardos, lo calaron desde el primer momento, y no dejaron descansar al aprendiz ni de día ni de noche.

La patrona era roja como una toronja y el patrón olía a pissala. Un día de carnaval, Louis Gian se dejó raptar por un ruso quincuagenario  y minucioso al que tenía que llamar «Mi general» y quien a su vez le llamaba «Ganímedes».

Pero en cuanto comprobó que el ruso era exigentey avaro, lo abandonó después de robarl. Inmediatamente se prodigó a un turco brutal y glotón. Mas, habiéndose arruinado el turco en Montecarlo, le reemplazó por un americano. Louis Gian comprendió que su físico saludable lo consagraba, como un mapamundi, a todas las nacionalidades.

Sin embargo, no supo mantener, en la buena racha, esa serenidad que es privilegio de los virtuosos. Despreció a sus compañeros de antaño y pasaba a su lado aparentando no verles.  Estos devolvieron al principio desprecio por desprecio; no dejaban de hacerle el conocido gesto del corte de mangas con el puño derecho en alto cuando le encontraban. O mejor aún, remedaban a su paso la obscena letra Z de un alfabeto mudo, que de buen grado empkleaban los nizardos, monegascos, turbiascos y mentoneses.

Finalmente, la inconducta de Louis Gian fue espanto del cielo como lo fue de sus antiguos camaradas. El que orina contra el viento se oja la camisa; plugo a Dios castigar con la pena del talión los pecados del vicioso.

Louis Gian insultó a uno de esos amigos de antaño que lo había apostrofado. Hubo allí querella, pelea y promesa de venganza.

Cuatro muchachos jóvenes que, en suma, no valían mucho más que Louis Gian, le esperaron una noche que había ido solo al teatro. Se saturaron con ese vino de Córcega cuya reputación, muy alta en el siglo XVI, se había venido abajo, y luego se emboscaron frente a la villa donde el vicioso viviía con un mórbido austriaco.

Cerca de medianoche, cuando Louis Gian llegó, los emboscados se precipitaron sobre él, le amordazaron y, luego de izarlo en la reja de la casa, lo empalaron, escapando del lugar a todo correr.

El empalado murió, quizá voluptuosamente. Estaba bello como Atis. Las luciérnagas relucían alrededor de él…

Traducido por Carlos Alberto Samonta. Tomado de «Obras selectas», P. 237-239. Editorial Distal.

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